¿Alguna vez te has preguntado qué divide el Inframundo del Cielo? El Puente, claro. Pero, ¿qué tan grande es? ¿Será acaso tan pequeño como para ser cruzado por cualquiera? No. No, en absoluto. El Puente era largo y ancho. Enorme era la mejor palabra para describirle. Su blancura impenetrable, tallado en una piedra que era imposible de marcar o ensuciar aún cuando hubiesen pasado siglos, milenios. Y ahora, marcaba una frontera distinta.
El ruido del galope de los caballos en los que venían ellos les hizo despertar. El Rey se encontraba al frente de aquel ejército improvisado. – Demonios del Inframundo, - Dijo, vestido de negro y con una espada reluciente y tan filosa que era capaz de partir uno de esos caballos por la mitad con solo un movimiento suyo. Estaba montado en un corcel negro. Uno muy bueno porque el mejor se lo había dado a Ciel. – es importante que recuerden dos cosas: La primera, los ángeles son muy buenos arqueros. No obstante, su debilidad radica en no poder tocar nuestro suelo. Deben pelear con astucia, y no solo con el instinto.
Ciel asintió. Tenía los brazeros puestos y la espada en la cintura. Ya había peleado alguna vez en nombre de una reina, pero esto era distinto. Aquí era la vida o la muerte y no solo un juego de policías y ladrones. Sacó su espada y la alzó.
Sebastián haló las riendas de su caballo, obligándolo a correr mientras su espada impactaba con las de la primera fila de su ejército. – Mataré a Frederick Landers. – Le dijo Ciel cuando fue su turno. El último en la fila porque quería estar al frente con el moreno.
-¡No! ¡No lo harás! – Refunfuñó el moreno, lo más bajo que podía. – Esto es una cuestión de honor entre él y yo.
-Lo mismo decías cuando fue Claude…
-Y logré vencerle. – Se acercó a él. Los caballos pegados uno al otro para que pudieran verse de cerca. – Si no puedes confiar en mí, entonces no pelees en mi nombre.
El ojiazul le tomó el rostro y lo besó rápidamente. Un ósculo corto que apenas fuese notado. La tela del parche en el ojo de Ciel rozó contra la cara del moreno. – Confiaré en ti a cada momento, Sebastián. Ahora confía tú en mí y no veas atrás mientras peleas.
-¿Y dejarte solo? – Correspondió el beso, tocándole la cara. Ciel no pudo evitar notar la forma en que se marcaban las venas en las manos del moreno. Sebastián estaba tenso. El anillo lo tenía casi hundido en la piel.
Le entregó una sonrisa maliciosa. - ¿Qué? ¿No confías en mí? Lograré salir de esto.
-Confió en ti. – Sostuvo su frente contra la del menor. – Prometo que al final de esta batalla estaré contigo.
El ruido de las herraduras de los caballos que se escuchaban ahora cercanas les hizo saber que los ángeles ya se encontraban más cerca. También su olor. Ese olor grasoso que tenían. Extraño porque no era como el suyo.
-Debo irme. – Dijo Sebastián, soltando el rostro del menor y alejándose en el caballo. Ciel sintió un vacío que le lleno el corazón de miedo, pero se negó a aceptarlo como tal. Por el contrario, frunció el ceño y se aferró a las riendas de su propio corcel. - ¡Silencio! – Gritó a los que estaban detrás suyo. – Que la oscuridad sea nuestra primera arma. – Y todos comprendieron que un ataque sorpresa era lo mejor que podían tener. Se quedaron en completo silencio y apagaron hasta la última antorcha, dejando que la penumbra azulada cayera sobre ellos. Ya vendría después su momento de pelear.
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El ángel acarició el mango de su espada mientras dirigía a todos los ángeles una advertencia en voz alta: "No confiar. No confiar en los demonios." Porque si iban a tomar esas tierras, se asegurarían de hacerlo sin preocuparse en la menor de las pérdidas.
Su cabello se movía con la brisa fresca que caía sobre el Puente mientras los caballos galopaban a toda velocidad. La ansiedad crecía, el deseo se hacía mayor. Estaba tan cerca de poseer algo más que el Puente. Estaba cerca de ir y tomar al mismo Inframundo en sus manos. Miró al pequeño que cabalgaba a su lado. – Todo se hizo más sencillo gracias a ti. – Le dijo sonriendo.
-Simplemente deseaba estar de nuevo aquí. – Respondió su interlocutor.
-Nemuro. – Pronunció. – El pequeño demonio que guió a sus compañeros aquí como si se tratase del Flautista de Hamelín. Yo ni siquiera he tenido que hacer nada. Pero, ¿por qué has querido acompañarme?
-He deseado despedirme del Inframundo y conocerlo con tu nuevo orden, Frederick. – Espetó. Era todavía un niño físicamente, pero era fácil notar la influencia que Landers había tenido ya en él. No era el mismo, eso era definitivo.
Llegaron al final del Puente y miraron al frente. Nada. Todo estaba envuelto en la penumbra. – Recuerden. No pueden pisar el suelo. – Ordenó el ángel, respirando apenas para poder escuchar todo ruido que envolviese su alrededor.
Los demonios permanecieron en silencio ante la señal de Ciel, quien les había mandando ocultarse debajo de los caballos. -¿Ahora? – Preguntó Albus al ojiazul, quien se hallaba pecho a tierra, contemplando las patas de los caballos blancos que montaban los ángeles.
Sebastián le miró y asintió. – Debe ser ahora, Ciel.
-Pero aún están buscándonos. – Dijo el menor. – Podemos hacerles acortar más distancia.
-De acuerdo.
El ojiazul llevó un dedo a sus labios, a señal de silencio. Los ángeles comenzaron a recorrer el lugar, mirando todo con desconfianza. ¿A dónde habían ido todos? Uno de ellos finalmente tomó un trozo de rama y lo encendió en fuego. – Amo Landers… - Musitó el ángel de cabellos dorados. – Mire todos esos caballos.
Ciel lo observó. Estaba demasiado cerca. – Ahora. – Dijo a Sebastián.
-¡Ahora! – Gritó el moreno, saltando al lomo del caballo y montándose en él. Los demás le imitaron, sacando sus espadas. Un grito de guerra les unió, mientras galopaban hacia sus rivales. "¡Ahhhhhhh!"
-¡Arqueros! – Exclamó Landers, con apenas el tiempo justo para girarse y ver lo que se venía sobre ellos. Una masa con patas de caballo y espadas. Era todo lo que podía distinguirse. - ¡Disparen!
Los arqueros lanzaron las flechas a los demonios. Algunas acertaron y otras quedaron tiradas, clavadas en el suelo del Inframundo. Ciel las esquivó, agachando la cabeza sobre el cuello del caballo, tal como Sebastián le hubiese enseñado a cazar algunos años atrás.
-¡No se detengan! – Gritó Sebastián, afianzando ambas manos en su espada y azotando al caballo con el tacón de sus botas.
Las flechas seguían lloviendo sobre ellos. Los gemidos de los demonios que caían y quedaban heridos en el suelo por cuatro o cinco flechas en su cuerpo. No todos eran capaces de esquivarlas. No obstante, Albus, Dimitri, Leonardo, Andrei, Damián, Sebastián y Ciel lo estaban. Y estaban al frente de la batalla, dispuestos a luchar hasta el final.
-¡Debemos impactarnos contra ellos! – Gruñó Leonardo. – ¡Su defensa son las flechas!
Sebastián se colocó adelante para dirigir el ataque. - ¡Abajo la cabeza, señores! – Vociferó. Su rostro escondido casi entre la crin del caballo, solo sus ojos borgoña relucientes sobresalían de todo ese panorama negro.
"¡Ahhhhh!"
-¡Retrocedan! – Gritó Ash al ver que la muchedumbre se venía encima y no se detenía. - ¡Retirada!
El polvo que levantaban las patas de los caballos al chocar contra el suelo provocaban un efecto que parecía que estaban flotando.
"¡Ahhhhhhh!"
Los demonios impactaron bajo aquel gritó que proferían al unísono. Chocando contra una muralla blanca que se defendía con las pocas espadas que tenía pero cuyas flechas en cantidad masiva eran mortales por las pérdidas que comenzaban a verse por el campo.
Sebastián cogió las riendas de su caballo y llegó hasta Ciel. – Voy a ir a cazar a Frederick. – Le dijo.
-¡No! ¡No nos dejes! ¡Eres nuestro líder! – Protestó el ojiazul, inclinándose para alcanzar su brazo.
-Tú puedes dirigirlos. Ya lo he comprobado. Ahora colócate al frente. ¡Es una orden! – Exclamó. El ojo de Ciel amenazó con tornarse violeta y prefirió obedecer, colocándose en el lugar de Sebastián.
En ese momento, un ángel le dio en la espalda con una flecha. Ciel se la arrancó de inmediato, con una mano, ignorando el dolor que le había provocado. Se giró para buscar a Sebastián pero el moreno se había perdido de su vista y él tenía una pelea que librar. Sacó su espada y la chocó contra el arco del ángel, quien no poseía otra cosa para defenderse. - ¡Maldito ángel! – Gruñó, sujetando el acero con ambas manos y lanzándo un ataque. La espada cortó el aire antes de tocar a su objetivo, quien lanzó un alarido de dolor, cayendo del caballo al suelo.
Ciel apretó la espada. El ángel comenzó a despedir humo. Sus cabellos rojizos se desprendían de su cabeza, cayendo sin ningún obstáculo. Su piel se tornó vieja y los ojos se le hundieron. El ojiazul no desaprovechó la oportunidad cuando vio a aquella criatura, gritar y gemir como un loco, para darle la estocada final con su espada. - ¡Muere! – Masculló, hundiendo la espada en la carne que soltaba un olor putrefacto y que atravesó fácilmente.
Los demás demonios le vieron y comenzaron a imitar las acciones de Ciel.
-¡Bájenles de los caballos! – Ordenó el ojiazul, sosteniendo la espada en alto para luego, lanzar ataques a sus costados. Albus y Dimitri le cubrieron las espaldas, ayudándole con los ataques. Sin embargo, la mente del ojiazul estaba en una sola cosa. - ¿Dónde estás, Sebastián? – Susurró.
Alzó la vista en ese instante, justo cuando uno de los ángeles le golpeó el la nuca y le hizo caer del caballo. - ¡No, Sebastián! – Gritó, al ver que el moreno perseguía a Frederick Landers hasta el Puente y que no se detenía para cruzarlo. - ¡No! – Le lanzó una patada al ángel que intentaba atraparlo de una pierna y se levantó. Sus piernas estaban sucias de polvo y lodo, el cual se había formado porque los ángeles se habían lanzado dentro de los pozos, intentando huír y los demonios les habían arrastrado fuera.
Ciel montó el corcel y cabalgó tan rápido como le dejaban. - ¡Sebastián! – Exclamaba mientras lo hacía. Apenas se daba cuenta que se tomó un segundo para recoger su espada cuando uno de esos seres de traje blanco le lanzó un espadazo que le hizo una marca en el rostro. El ojiazul sacó su espada y enfrentó la del ángel. Logró esquivarlo y dio un golpe al caballo con su talón de su bota para que corriera. - ¡Vamos! ¡Sebastián! ¡No vayas ahí!
-¿A dónde vas, Ciel? – Albus iba en su caballo al lado suyo. Los cabellos despeinados del ministro decían que sus peleas no habían sido sencillas tampoco.
-Sebastián subió al Puente. ¡No puedo dejarle cruzar! – Decía, mientras mantenía la vista en todo lo que podía porque los cuerpos en el suelo podían hacer tropezar a los animales.
-¡Tú tampoco puedes subir! – Le adviritó Albus.
-¡Tengo que hacerlo! ¡No puedo dejar ahí a Sebastián! – Intentó pasar la barrera que le ponía el ministro pero, Albus se había plantado entre él y el Puente. – ¡Déjame pasar!
-¡No, Ciel! ¡He dicho que no! – Protestó el rubio.
-Señor, - Llamaron a Ciel un grupo de demonios que tenían capturado a un ángel. – necesitamos órdenes. – Ciel regresó la vista al Puente y se dio cuenta que no podía arriesgarse y dejar al ejército que él y Sebastián habían creado. Retrocedió y se dio la vuelta para regresar a la batalla. Claro, que el alma le dolía de pensar que dejaba al moreno a merced de cualquier cosa que pudiera sucederle.
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Frederick Landers tomó su caballo y huyó fuera de aquella escena. El Puente era su única salvación. - ¡Detente, Landers! – Gritó Sebastián desde la base de éste.
-¿Quién te crees, Michaelis? - El ángel detuvo su escape y le miró con burla. – No eres más que un demonio. No puedes alcanzarme. Tal vez has acabado con mi ejército, pero ¡no puedes alcanzarme! – Rió.
-¡No creas que voy a dejarte escapar! – Exclamó el moreno, mirando al Puente como el reto que se ofrecía. Bien sabía que para un demonio era casi imposible volver a descender de éste, pero no estaba dispuesto a dejar que su presa se marchara. Dedicó una última mirada a Ciel, quien se defendía del ataque de un ángel con la mejor de las disposiciones. Ciel era bueno, muy bueno luchando. Lo había sido durante toda su existencia. Sebastián bufó, entonces, aferrándose a las riendas de su caballo y galopando cuesta arriba del Puente.
El ángel al ver su determinación retrocedió. - ¿Qué haces? ¿Es qué acaso no temes?
-Te persiguiré hasta el mismo Cielo si es necesario. – Respondió, entrecerrando los ojos. – Lastimaste a Ciel y eso no te lo voy a permitir. – Sujetó las riendas del caballo con una mano y la espada con la otra. - ¿Huirás? ¿Eres tan cobarde?
-No. De hecho, me nace el deseo de verte muerto de una vez. – Sonrió maliciosamente, copiando las acciones de Sebastián.
El roce del viento provocado por la espada del moreno que casi alcanza su cuello le hizo reaccionar. - ¡Voy a matarte, Landers! – Gruñó.
-¡Eres un desagradecido! – Exclamó. - ¿O es que acaso no te di lo necesario para salvar a Ciel? – Rió. – El mismo ojiazul que va a quedarse solo ahora. Porque tú estás tan muerto como yo, Sebastián Michaelis.
-Yo voy a volver. – Espetó. Y ni él creía eso. Descendió del caballo. - ¡Baja! No quiero más que tu propia persona para pelear contra mí.
El ángel accedió, bajando del caballo. El animal de inmediato corrió hacia el lado del Puente que llegaba al Cielo. - ¡Ven entonces! – Exclamó.
Las espadas de ambos se chocaron y Frederick aprovechó para cortar el costado de Sebastián. El moreno no iba a dejarse ganar tan fácilmente. Le golpeó con el codo en el hombro y le hizo caer. Frederick se levantó de inmediato y amenazó con cortarle el cuello. El demonio hizo uso de sus excelentes reflejos y se quitó a tiempo.
Tomó entonces su espada y se alejó algunos pasos. El ángel le imitó. Luego, ambos echaron a correr y un destello rojo estalló en medio de los dos. Sebastián había ensartado la espada en el corazón de Frederick. La espada que había sido forjada en el Inframundo y que contenía todo aquello a lo que el ángel le estaba prohibido acceder. La lujuria que cargaba el cuerpo de Sebastián aún, la pasión que Ciel había depositado en él, el pecado y la misma fornicación. Todo aquello estaba ahí porque esa espada estaba debajo de la cama donde ellos estuvieron juntos la noche anterior, capturando todo como si de un amuleto se tratara. – Podrás haberme castigado de cierta forma, pues es posible que no escape de éste que podría ser llamado mi infierno, pero te aseguro que voy a llevarte conmigo. – Musitó el moreno.
El ángel se retorció, arrodillándose en el suelo bajo el peso de la espada dentro de su cuerpo. Sebastián le miró con desprecio, retirando la espada en un solo movimiento y dejándole resbalar hasta el suelo. Ahogándose en dolor. - ¡Ahhhh! ¡Mal… dito de… mo… nio! – Jadeó, temblando y cayendo a los pies del moreno. – Pero nunca más estarás con Ciel. – Rió.
-Tal como Ciel he sido egoísta. – Susurró, mirándole hacia aquellos ojos de los que escapaba la vida. – Tal como Ciel, he vengado mi propia persona antes que cualquier otra. Yo soy Ciel y él es Sebastián. Somos uno. Nada en este universo nos puede separar por completo.
-Síguelo repitiendo cuando lleves un millón de años atrapado en este lugar. – Frederick musitó, recostándose en su costado. Sebastián tomó la espada con toda su ira y la clavó en él una vez más, haciéndole gritar y retorcerse del dolor hasta la muerte.
Entonces retiró la espada del cuerpo del ángel y la dejó caer al suelo. Miró a su alrededor. Nada. Solo una neblina más densa que la de Londres envolvía todo el lugar, apenas alcanza a mirar sus botas. No necesitaba preguntarlo, era algo que sabía desde el momento en que decidió a subir ahí. Estaba perdido. Aquel lugar no tenía una salida para los demonios. Los condenaba a vagar en él por lo que quedara de su existencia sin poder jamás encontrar la salida.
"Ni siquiera los mejores demonios salen de aquí." ¡Ah, maldita frase que parecía acompañarlo cada día desde que la había pronunciado!
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Sus rodillas comenzaban a doler. Su cabello sucio estaba siéndole molesto, pero ni siquiera por eso cambiaba de posición o amenazaba con marcharse. Los ojos se le habían tornado acuosos y el olor de la carne quemada era asqueroso.
Su rostro se giró lentamente y sus ojos azules se enfocaron en la pila de cuerpos que ahora ardían. Ángeles y demonios. Los seres del Inframundo no mostraban tristeza alguna por los que quedaron atrás y se dedicaban simplemente a quemar a todos los muertos. Ciel miró con pesar el cuerpo de uno de los suyos, quien por ser pequeño había sido reclutado en el ejército de Frederick. Enfocó la vista de nuevo, y suspiró al ver que se trataba del consentido de Sebastián: Nemuro.
Y él ahí, arrodillado al pie del Puente, mirando, esperando, incapaz de hacer nada porque simplemente era un cobarde para asumir las consecuencias de intentar subir a un lugar como ése. Todavía se sentía lo suficientemente débil como para enfrentar algo superior… algo que ni siquiera Sebastián parecía poder enfrentar. Apretó las manos en torno a la espada que estaba clavada frente a él en la tierra. - ¡Sebastián! – "¡Maldito cobarde!" se dijo a sí mismo mentalmente. - ¡Sebastián! – Y a cada grito los ojos se humedecían más, la garganta se sentía más estrecha hasta que no pudo más y rompió en llanto. - ¡Ahhh! ¡Sebastián! – Sentía que perdería la poca cordura que había sobrevivido con él por los últimos años. Se limpió el rostro con sus manos empolvadas.
Leonardo se acercó a él en ese momento. – No hay nada que puedas hacer. – Le apoyó una mano en el hombro. Ciel no había notado hasta ese momento, y gracias a la textura de la mano del ministro, que había perdido casi por completo la parte superior de su traje. Su chaqueta de esa mañana eran girones ahora. Bajo la mirada al suelo, sus rodillas dolían y estaban empapadas de un líquido carmesí que comenzaba a coagularse y a secarse en su piel. La herida de su espalda también dolía terriblemente. – Además, alguien debe tomar el lugar de su Majestad.
-¿Ya? – Tartamuedeó. – Pero, s-si solo lleva unas horas desaparecido… - Sus ojos se estrecharon entonces. - ¿Acaso quieren que yo tome su lugar?
-A todos nos parece lo más apropiado. – Dijo Dimitri, acercándose a ellos, sin dejar que Leonardo respondiera.
-Muerto el rey, viva el rey. – Masculló Ciel, mirándolos con desagrado.
-Comprende, Ciel. – Albus apareció en ese momento. Su tono de voz era melancólico. Alois quería a Sebastián después de todo. – No tenemos otra opción. No podemos ser un pueblo sin un líder… y nuestro líder se ha ido…
El ojiazul se giró por última vez y miró el Puente. Podía correr, correr e intentar alcanzarlo, pero ¿qué tal si acababa metiendo al moreno en otro problema mayor o algo similar? Habían tantos motivos para no intentarlo. – De acuerdo. – Respondió mirando a la nada. – Acepto. Pero, tengo dos condiciones.
Los demonios se miraron entre sí y luego asintieron. – Bien, Ciel. ¿Cuáles son tus condiciones? – Preguntó Andrei.
Ciel recogió su espada y la enganchó en su cintura.
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Los tambores retumbaron y los platillos fueron chocados mientras las trompetas resonaban creando una marcha. La marcha que marcaba la llegada de su Majestad. Él estaba vestido con un traje azul marino, un sombrero con una pluma en su cabeza y lo recibían a su paso con reverencias, con regalos de joyas y exquisitas almas en bandejas. Todo para él.
-Su Majestad, Ciel Phantomhive. – Y en su mente, divagando todas aquellas imágenes. Él estaba tomando lo que había sido de Sebastián. Su Sebastián. Sintió un nudo en la garganta al recordar que el moreno había terminado la espada que ahora llevaba en su cintura.
Ciel caminó hasta el trono, donde le esperaba la mano de una dama para ayudarle a subir. – Y su reina, Shibani. – El ojiazul le miró y sonrió con tristeza. ¿Qué no había sido ella la única que había ayudado a Sebastián de entre todas las mucamas que le atendían? Además, los planes de Ciel no eran quedarse en el Inframundo.
La corona de oro llegó a su cabeza en ese momento. Sentado en el trono, con la reina sosteniéndole una mano y el cetro en la otra.
Su sonrisa… su mirada… su andar… Raum, el nombre que no podía ser pronunciado. Sebastián era el ser que viviría eternamente en su alma y en su ser.
-Agradezco infinitamente el honor de ser su rey. – Pronunció, poniéndose de pie. – No obstante, he de advertirles que no estaré mucho tiempo acá, ya que, mi persona pertenece a otro lugar. Aunque debo aclarar, no hay nada de qué preocuparse pues, su reina estará siempre acá y enviará una misiva a mi persona en caso de ser necesario.
Los sirvientes le miraron curiosos. Los ministros no. Las condiciones de Ciel habían sido dos. Él no viviría más tiempo en el Inframundo, que ellos deberían mostrarle la salida, y Shibani sería la Reina. Eran las únicas dos condiciones que exigía, pero eran irrevocables. Y ellos habían accedido.
-Albus. – Espetó el ojiazul en ese momento. – Desde este momento y como Primer Ministro, te ordeno que te hagas cargo de juzgar a todos aquellos que le sean infieles a nuestras tierras.
El ministro le dedicó una reverencia y sonrió. - ¿Se refiere a Claude Faustus, su Majestad? – El color turquesa de los ojos de Alois refulgió en ese momento, solo para Ciel.
-Así es. No me gusta dejar cabos sueltos. – Ciel sonrió maliciosamente. – Y considero que eres el único capaz de darle el castigo que merece.
-Será a la altura de lo que espera su Majestad. – Respondió el ministro, sonriendo también.
El ojiazul se levantó de su trono, con un aire de realeza que muy pocos en ese lugar habían conocido. Pero, ¿qué no era aquella la actitud del verdadero Ciel? – Eso espero. – Aplaudió. – Señores, la reunión está concluida. ¡Quiero verlos a todos trabajando! – Ordenó. – Y requiero de dos de ustedes para ayudarme en mi habitación.
-Rey mío, ¿necesita mi ayuda? – Preguntó Shibani, con su cabello recogido en un peinado alto y su tiara perfectamente colocada. Sus ojos verdes brillantes.
-No, reina mía. – Respondió él. – Mi única orden continúa siendo la misma. Habrás de velar cada día por este reino que ahora es de ambos. No en nombre mío, sino en nombre de quien es el verdadero dueño.
-Sebastián. – Repitió ella, haciendo una reverencia.
-Exactamente. – Llevó una mano a su parche. No lo había movido desde que fuera el día de la batalla. Tenía miedo, debía aceptarlo. Tenía miedo de retirarlo y encontrarse con sus ojos completamente azules. Ningún pentagrama. Ningún resplandor violeta. Simplemente porque el contrato con Sebastián se había disuelto con la muerte de éste.
Anduvo hasta su habitación. A sus pasos tomaba la forma humana que utilizaría. Él mismo, pero once años mayor. Ciel se presentaría como el Conde Phantomhive una vez más y necesitaba verse como tal.
Los demonios que le servían sacaron un traje nuevo para él. Era de color añil, confeccionado en un casimir de la mejor calidad. Le despojaron de sus ropas y le vistieron. Tallaron y ajustaron cada pieza del traje sobre su cuerpo para que luciera perfecto. El Rey no podía ser visto de otra manera en el mundo humano. Ciel sonrió entonces, porque comprendió cómo era que Sebastián siempre se veía tan elegante. Seguro sus sirvientes le vestían cada día como él lo hacía con su persona. ¡Vaya ironía!
Los sirvientes se marcharon, luego de intentar quitarle el parche al ojiazul y recibir un grito de enojo por parte de éste. Ciel se vio solo en la habitación, la cual recorría, luchando por memorizar cada centímetro de ella.
Sus dedos recorrieron aquella sábana de terciopelo rojo en la que había conocido el amor de Sebastián por última vez. ¡No podía esperar más! Tenía que hacerlo ahora. Corrió al espejo y arrancó el parche de su ojo. Los había cerrado con fuerza y, se forzó a abrirlos lentamente.
Una lágrima rodó por su mejilla en ese momento.
Su cara, su sonrisa, su cuerpo, su amor…
¿Sebastián estaba muerto?
Su marca no estaba. Ciel acarició su rostro, mirando aquella evidencia una y otra vez. Embargado por el dolor de la esperanza que había guardado desde el día en que le "perdió de vista". Se aferró al mango de la espada, mientras cerraba los ojos, llorando con todas las fuerzas que le quedaban. - ¿Cómo voy a continuar sin ti?
-Su Majestad. – Albus llamó a la puerta en ese momento. – Es hora.
-Enseguida voy. – Respondió, limpiando su rostro. Echó un último vistazo a la habitación. Había ordenado que no moviesen nada de ahí en su ausencia. Ni siquiera que cambiasen las sábanas. Todo debía permanecer igual que como él lo había dejado.
Tomó una bocanada de aire y suspiró. Era momento de salir del Inframundo. Lo que a su llegada deseó con tanto ahínco, ahora pasaba a ser una situación que le provocaba ansiedad. Ya no sabía qué encontraría del otro lado y sobre todo, no habría nadie con él esta vez.
Sus pasos se encaminaron fuera de la habitación, y antes que pudiera darse cuenta, se hallaba recorriendo pasillos con los miembros del Consejo, quienes le llevaron hasta la parte más baja del Palacio Real y a una puerta al final de un corredor.
-Esperamos tenerle pronto por aquí, su Majestad. – Musitó Damián.
-Así será. – Dijo Ciel, secamente. No estaba de humor. Ahora que veía cercana la libertad que nos meses atrás anhelaba, parecía algo tan sin importancia.
Los demonios le hicieron una reverencia y él cruzó la puerta. Cerró los ojos mecánicamente y cuando los abrió. Se encontró con el jardín que bordeaba el frente de su mansión. El único lugar al que deseaba llegar. Miró hacia atrás, creyendo que la puerta del Inframundo aún estaría ahí, pero no. No había nada más que la reja que separaba la Mansión Phantomhive del mundo.
Comenzó a caminar, arrastrando los pies ligeramente. Sus botas chocaron contra el cemento que marcaba el camino de entrada a la enorme construcción. Su cuerpo pesaba una tonelada y, eso, que solamente llevaba con él lo que vestía y la espada. No tocó nada más. Su principal objetivo estaba dentro de su propia mansión.
-¿Bocchan? – Preguntó una voz familiar en ese momento. Un hombre rubio surgió de entre los arbustos.
-¿Finny? – Ciel le miró con detenimiento. Sí, era su jardinero, pero ahora lucía como todo un hombre. Sonrió instintivamente.
-¡Ha vuelto! – Exclamó, dejando las tijeras de podar y corriendo a abrazarlo. - ¡Bocchan! – Ciel no quiso escapar de aquel contacto porque en realidad lo necesitaba, y contrario a todas las acciones que el rubio esperó, Ciel le entregó la que menos creía conseguir: Un abrazo. - ¿Dónde está Sebastián, joven amo?
-Siempre confíe en ti porque habías vivido algo muy similar a lo que yo. – Musitó, mirando hacia abajo, liberado del abrazo. – Sebastián se perdió… En alguna parte… Un lugar que no conozco y al que no creo poder acceder. – Sus palabras denotaban el dolor que sentía por más máscaras que interara ponerle. Se calló cuando vio que el jardinero le miraba con pena pero también con desconcierto. – De cualquier forma, - Miró hacia arriba para aclarar sus ojos nuevamente. – decidí que no podía existir mejor lugar para mí que mi propia casa.
-Y donde siempre será bienvenido. – Respondió el rubio alegremente. – Vamos, déjeme ayudarle a llevar su… ¿equipaje?
Ciel rió. – No traigo nada. Creo que necesitaré llamar a Nina de inmediato. ¿Dónde está Tanaka?
-Ah…- Fue el turno de Finny de mirar al suelo ahora. – Tanaka murió hace dos años, bocchan. Ahora trabaja con nosotros un mayordomo de nombre Charles.
-Entiendo. Es una pena que no haya estado aquí para despedir a Tanaka. – Susurró, mordiendo su labio inferior.
-Lo sé.
-¿Y dónde están MeyRin y Bard? – Preguntó.
-Han ido al mercado. Charles en cambio fue a buscar a un limpiador de chimeneas. – Claro. Era de esperarse. Ese tal Charles no era ningún demonio.
-Entiendo. – Una duda horrible llegó a su mente en es momento. - ¿Charles usa la habitación que era de Sebastián?
-No. Él duerme con nosotros. Como lo hacía Tanaka. – Respondió el rubio. – La habitación del señor Sebastián sigue ahí como siempre.
-Bien. – No quería parecer ansioso en torno a eso. – Iré a descansar un poco, Finny. Espero verte luego.
-Adelante, joven amo. Disfrute su estancia. – Musitó el jardinero sonriendo.
Ciel entró y miró que el rubio no viniese detrás de él. Unos segundos después, escuchó el ruido de las tijeras, podando nuevamente los arbustos. Se dirigió a la habitación de Sebastián con pasos inseguros, girándose constantemente para asegurarse que nadie venía detrás de él. Corrió el trecho que le faltaba, casi creyendo que alguien le detendría.
Abrió la puerta. El lugar seguramente era limpiado con frecuencia porque no tenía una sola partícula de polvo. Fue hasta el armario y lo abrió. Ahí estaba lo que realmente deseaba ver. La única cosa de Sebastián de la que no era capaz de desprenderse: Sus recuerdos. Los días en que el moreno había sido su mayordomo. El tiempo en que se habían enamorado.
Sacó uno de sus uniformes y lo abrazó contra su cuerpo. Sonrió con tristeza, pensando en esos días en que él, con escasos trece años le coqueteaba al mayordomo, intentando ganar un poco de su atención. La ocasión en que habían bebido ese vino juntos y cuando él aprovechó a pedirle un beso.
Inhaló con precisión, sintiendo que el aire a su alrededor se acababa. La libertad sabía tan mal. ¡Cuánto deseaba que el mayordomo apareciera! ¡Ah, qué reclamara porque él estaba tocando su ropa! Una parte de él no perdía la esperanza de eso. Aunque bien sabía que era solo un sueño.
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Los días y los meses pasaron. Ciel había vuelto a tomar el control de su fábrica y ahora estaba más que empapado en todo lo que a su trabajo se refería. Las personas de la sociedad hablaban sobre él mucho, criticando su falta de pareja, su apatía pero, eran incapaces de criticar su trabajo porque ése hablaba por él.
-Charles. – Llamó al mayordomo en ese momento. Quería un poco más de té. Necesitaba otra taza para diluir el alma de canica púrpura que tenía escondida en su escritorio. - ¡Charles! – Gritó. - ¿Dónde diablos se metió ese mayordomo? - Masculló, sin levantar la vista de los balances fiscales que estaba revisando. Necesitaba terminar esa misma noche.
-Perdónelo, bocchan. Está ocupado en la cocina. Por eso he venido yo. – Respondió una voz aterciopelada y masculina.
El corazón de Ciel se detuvo por un segundo. Subió la vista. Tenía la boca abierta. ¿Sería posible que sus sentidos lo engañaran después de tanto tiempo? ¿Sería como esa vez en que fue llevado al Abismo y escapó? – Sebastián…
Estaba vestido con su traje de mayordomo, la mano enguatada contra su pecho, sonriendo como siempre. – Y debo disculparme por la demora. Me ha sido un poco difícil cumplir con la última de mis tareas. Por cierto, debo recalcar que luce usted muy bien con esa nueva forma que ha escogido.
El ojiazul se levantó de la silla y llegó hasta él. – Yo sabía que volverías. – Inhaló el aroma de sus cabellos, ese perfume maderoso que era exquisito en él. De inmediato se dirigió a sus labios, atacándolos con un beso. – Yo soñaba con eso. – Los ojos ilusionados, tal como los que había visto el moreno esa otra vez. Ciel era feliz, aunque muchas veces no los demostrara.
-Te lo prometí, ¿o no? – Ahora eran casi de la misma altura, Ciel enredó sus brazos alrededor del cuello del mayor y aspiró su aliento. – Lo prometiste.
-Ya le he dicho muchas veces. Yo no miento. – Llevó una mano al rostro del ojiazul. El calor de su mano con esos guantes blancos que eran tan suyos, vistiendo ese uniforme que nadie más podía llenar.
-Creí que habías muerto. La marca desapareció de mi ojo. – Juntó su frente con la del moreno, cerrando los ojos.
-Morí por unos instantes cuando logré abandonar el Puente y por eso me ha sido más difícil encontrarte. No era capaz de sentir tu presencia en ninguna parte. No es como cuando eras humano. – Sonrió. - ¿Me empleará como su mayordomo otra vez, su Majestad? – Preguntó, intentando hacerlo sonreír también.
-Mejor te empleo como mi amante. – Rió y hundió su rostro en el cuello del moreno. – Sebastián, has vuelto. – Musitó, incrédulo aún.
Sebastián tomó las manos del ojiazul y entrelazó sus dedos. Ambos mirándose a los ojos. – Ciel…
-Raum…
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Le encontró mendigando por un alma en las calles y no había creído tener una mejor suerte. Eso era exactamente lo que quería. Él, amablemente, se ofreció a darle asilo en su mansión, siempre y cuando Claude cumpliese con una única cosa.
-¿Qué será eso? – Preguntó el demonio en el comedor, atiborrándose de la comida que había sazonado con deliciosas almas el ministro. El ministro estaba sentado frente a él, mirándole con simpatía.
-Quiero que pases la noche conmigo. – Respondió Albus con una sonrisa maliciosa. – Cada noche que pases bajo mi techo tendrás que pagármela con ese exquisito cuerpo tuyo.
-De acuerdo. – Al demonio no le quedaba otra que acceder. De lo contrario, se vería nuevamente en las calles, vagando y suplicando por comida. O peor aún, sería regresado al Abismo.
Albus se relamió los labios y le hizo una señal para que se acercara. – Vamos, quiero probarte. ¿O crees que esconderé a un demonio sin gracia en mi mansión? – Sonrió lascivamente.
-Yo puedo darte cualquier cosa con la que hayas soñado. – Respondió Claude, poniéndose de pie. Su cuerpo seguía siendo tan sensual como cuando se paseaba llevando la corona de rey en su cabeza. Se arrodilló a los pies del ministro, quien rasgó su ropa a la altura de su entrepierna, mostrándola al moreno. – Entonces, quiero sentir el placer que puede darme esa boca con la que acabas de devorar todo lo que había en mi mesa.
Claude se sentía asquerosamente humillado. Llevó sus labios hasta el miembro de Albus y lo engulló de un solo, succionándolo mientras acariciaba la cadera del ministro con una mano.
-Mírame, Claude. Mírame como un perro ve a su dueño cuando recibe algo de éste. – Jadeó, obligando al demonio a mirarle a los ojos mientras succionaba su falo. – Mmm…
Albus se recostó en el respaldo de la silla, dejando a Claude continuar. Abrió las piernas un poco más, sintiendo la calidez de la lengua del dueño de esos ojos ámbar que él amaba. Había que aceptar que era un buen amante.
Las succiones vinieron acompañadas de pequeñas mordidas que provocaron que Albus se corriera en la boca del moreno, quien intentó escupir el semen del ministro, mas fue obligado a tragarlo e incluso alabarlo.
Se limpió la comisura de los labios, poniéndose de pie. - ¿Puedo marcharme ahora? – Preguntó con desgano. Mentalmente se daba cuenta que había topado el límite y que ahora era solo una prostituta cualquiera.
-Solo quiero que bebas esto. – Dijo el ministro, sonriendo y componiendo sus ropas con una mano, mientras le entregaba una copa de vino con la otra.
Claude cogió la copa y bebió el vino de un solo trago. – Hecho, señor.
-Bien. Ahora puedes irte. – Dijo Albus, haciendo el gesto con una mano para que se marchara.
El demonio llegó a la habitación que el ministro le había ofrecido. Apenas se sentó en la cama, cayó dormido.
Despertó unas cuántas horas después. Su cuerpo dolía y no podía moverse. ¿Qué era lo que le rodeaba? - ¡Ah! – Gimió, intentando moverse más una coraza de metal se lo impedía. - ¡Sáquenme de aquí! – Gritó.
-Mmm… No será posible sacarte de ahí tan pronto. – Dijo una voz conocida.
-¿Alois? – Sus ojos se abrieron más, solamente su rostro estaba libre. El resto de su cuerpo estaba apresado en una coraza metálica que lo mantenía inmóvil.
-Así es. – Respondió el ministro, transformándose frente a los ojos de Claude. – Esto fue algo que siempre quise hacer. – Sonrió, ahora luciendo como en su vida humana. Cabello rubio, su abrigo color púrpura y sus enormes calcetas que llegaban más arriba de sus rodillas. – Y ahora, tengo el permiso de su Majestad para hacerlo.
-¡Tú éstas muerto! ¡Yo te maté! – Exclamó el demonio, estupefacto.
-Dígamos que… le ofrecí a Sebastián mis servicios a cambio de poder vengarme de ti. – Le guiñó un ojo y caminó sensualmente hasta donde se encontraba Claude. – Así que… me construí este pequeño artefacto que creo funciona muy bien para lo que quiero. – Se mordió el labio inferior. – Solo mantiene libres las únicas dos partes de ti que me gustan. – Rió. – Tu cara y tu culo.
El demonio se percató entonces que su trasero y su miembro estaban descubiertos. Sus piernas habían sido colocadas ligeramente separadas y sus brazos extendidos. -¿Qué? ¿Qué harás conmigo?
-Ah, algo muy bueno. Lo mismo que hacías con Ciel y lo mismo que le hiciste a Sebastián en el Horno. – Claude bajó la vista a la entrepierna erecta de Alois y supo lo que vendría a continuación. - ¿Te gusta violar? A mí también. – Le abrazó por detrás, aferrándose a la coraza mientras le penetraba de una sola estocada. – Se siente tan bien ese rechazo por parte del ser al que quieres coger. – Rió, pero de inmediato su risa calló, transformándose en un gemido. – Mmm… Falta esto. – Dijo, apretando una palanca junto a su pie para luego empezar a embestir al moreno con fuerza.
-¡Ahhhh! – Claude gritó. La palanca había activado un juego de clavos de metal que surgieron de la coraza, hundiéndose en su vientre a cada estocada que recibía.
-¿Qué? ¿Creías que te dejaría disfrutarlo? – Rió sonoramente, embistiéndolo con más fuerza, sudando ante sus impulsos.
La entrada de Claude dolía y podía sentir los hilillos de sangre corriendo por su vientre. - ¡Ahhh! ¡Ahhh! Alois… tú no eres así… ¡Déjame ir!
-Corrección, yo no era así. – Musitó el rubio, jadeante por sus acciones. – Le diré a mis sirvientes…¡Mmm! Que te liberen en un rato para que puedas comer… ¡Ah! ¡Ah! - Le embestía con tal violencia que la coraza vibraba, a pesar de estar sujeta al suelo.
-¡Ahhh! – El dolor de las púas en su pecho era insoportable, hundiéndose en la carne que ya tenía herida. – Te doy lo que sea…
-No hay nada que puedas darme, Claude. Nada a excepción de tu cuerpo. – Dio dos estocadas más y culminó en el interior del demonio mayor. - ¡Mmm…! Eso es lo malo de los castigos en el Inframundo. – Se alejó del moreno, mirando con diversión el hilillo de su semen que goteaba por su muslo hacia el interior de la coraza. – Los castigos aquí son eternos.