Anime: Kuroko no Basket.

Rating: T {futura}.

Disclaimer: Fujimaki Tadatoshi es el orgulloso propietario del yaoi implícito de esta serie.

Nota: Crack pair.


—One week to fall in love—


~ Medianoche ~

Soy un hipócrita.

Aquel era el séptimo mensaje que se me había acumulado en la bandeja de entrada del teléfono durante toda la tarde, y pese a no ser ninguna convocatoria de mi madre para que asistiese a otra de sus encerronas de matrimonios concertados, no pudo hacerme especialmente feliz. Aún con la dedicación de Satsuki por llenar el texto de cosas sin sentido y emoticonos exageradamente dulces, abrir la foto adjunta hacía que me volviese a dar cuenta de lo que ahora había frente a mí. Bajo el texto "Tendremos una gran fiesta de cumpleaños pronto. ¡Compra regalitos, tío Daiki!", estaba Satsuki con un crío de dos años en brazos, intentando entrar en la foto al ladear la cabeza y haciendo muecas que, supongo, le resultarán graciosas. Quizás lo sean, porque es ahí cuando se te escapa la típica risa irónica que sólo pretende aliviar la tensión de la garganta, pero que se te termina quedando en los labios hasta darte cuenta de que estás sonriendo como un imbécil sin propósito alguno.

Bajo el pretexto del trabajo y la promesa de por lo menos pasarme un rato llegado el día, ignoré el octavo mensaje de mi madre y me metí el móvil en el bolsillo de la chaqueta.

Cada vez que lo pienso, me pregunto dónde ha quedado esa parte de mí capaz de levantar el mentón y vomitar las verdades, aunque fuesen la mierda que nadie quiere escuchar. En el momento en el que empiezas a tragarte tus propios sentimientos es cuando te das cuenta de que eres un adulto, supongo. Que me resulte o no un soberano coñazo ya es otra cuestión…

Agito la cabeza cuando un copo de nieve se me cuela por el cuello de la chaqueta, dándome un escalofrío. Subo la cremallera y me enrollo mejor la bufanda, intentando soportar el frío de mediados de enero hasta llegar a casa y darme un buen baño. Tengo ganas de tirarme en el sofá y hacer zapping hasta quedarme frito; ha sido un día muy largo.

Aún siendo pasadas las doce de la noche, queda gente caminando por la calle. Hay un quitanieves en la avenida de al lado, esperando el cese de actividades nocturnas para empezar a limpiar la carretera. El tráfico es lento, organizado por los guardias de turno, mientras que la gran pantalla de una tienda de electrónica barata anuncia la posible ventisca que azotará desde la costa esta madrugada. Por una vez me alegro de haber tenido el turno de tarde, aunque haya terminado trabajando un par de horas extra debido a los preparativos para lo que está por venir.

Doblo la esquina y siento el móvil volver a vibrar. Chasqueo la lengua, lo saco y veo otra vez el nombre de mi madre en el remitente. Que pesada, joder.

—¿Qué hace…?

—Eso es peligroso.

Paso de largo a una pequeña multitud inquieta, esquivando a dos mujeres que cuchichean entre ellas. No sé como contestar ya a esta condenada vieja cabezota para que se dé cuenta de que no me interesan sus propuestas. Al final, acabaré mandándola al carajo y cambiando de teléfono, verás…

—¡Maldito loco! ¿¡Qué haces ahí en medio!? —escucho un grito furioso y la bocina escandalosa de un coche. Dejo el mensaje a medias, interrumpiendo mi concepto de sutilidad a la hora de negarme, y vuelvo la cabeza hacia el escándalo que he dejado seis metros atrás.

Al principio no entendí por qué tanto jaleo, pero después de seguir la mirada del populacho pude verlo. Había un hombre tirado sobre el manto de nieve de la carretera, con los brazos y pies estirados, inmóvil. La bocina venía de un coche que al parecer intentaba pasar y el grito del conductor frustrado que estaba dentro, dándole a las largas como si tuvieran el poder de moverle. Cuando vio que no, y arrastrando un poco de humanidad consigo, apagó el motor y salió en su rescate. Las dos chicas que había pasado de largo también reunieron el valor para acercarse, preocupadas.

Al parecer, los de tráfico no han visto nada al tratarse de una zona más aislada del centro, así que me toca apechugar y hacer más horas extras. Este día no acabará nunca…

—Apartaos —empujé a un lado a un tío trajeado y gordo y a una niñata que grababa con el móvil—. Apartaos, por favor. Fuera, fuera… —apuré el paso hasta llegar al cuerpo justo cuando el conductor del coche rezongaba y maldecía por lo bajo. Y con razón.

El puñetero gilipollas tumbado ahí en medio estaba sonriendo, mientras había empezado a mover los brazos de arriba a abajo como si pretendiese hacer un ángel en la nieve. Llevaba una gabardina gruesa y de color arcilla, pero completamente húmeda y mal puesta. Estaba despeinado y con las mejillas y la nariz tan rojas que parecía un maldito muñeco de navidad.

—¡Que refrescante, que refrescante! —lo oí decir entonces—. La verdad es que me estaba dando un calor horrible. Esto está mejor. Mucho mejor.

¿Un loco? No fastidies, no quiero ponerme a convencer a un chiflado de que la carretera no es lugar para echarse un sueñecito. No podría tener paciencia con él cuando su cara me está pidiendo a gritos que le dé una buena hostia. En serio, ¿qué pasa con ese jeto de felicidad tan absurdo…? Me pone la piel de gallina.

—Es una pena que no se vean las estrellas esta noche —siguió hablando al acercarme, arrugando la nariz cuando me di cuenta de que apestaba a alcohol. Genial, un puto borracho al terminar mi turno—. La verdad es que me gustaría poder verlas. Es un buen momento para verlas… —parpadeó, con los ojos dilatados y la expresión repentinamente serena.

Su cara quiere sonarme de algo, pero no lo ubico… ¿Lo habré arrestado antes?

—Maldito inútil —escupió el conductor del coche, dándole un puntapié en el hombro—. Muévete de aquí, tengo prisa.

—¿Por qué no vuelve al coche y se relaja? —gruñí, viendo como me lanzaba una mala mirada. Sólo bastó enseñarle la placa de policía ajustada al cinturón del pantalón para que dejase de tocar los huevos y retrocediese. Después me agaché, dándole un manotazo en la frente al borracho—. Oye, tú.

El grandullón dejó caer la cabeza a un lado y me miró.

—¿Hum…? —parpadeó tan despacio que me exasperó.

—Deja de hacer el tonto. ¿Tienes a alguien que venga a recogerte?

—Tal vez —respondió, y otra vez alargó esa sonrisa de idiota. Aquella vez no me contuve y le di una buena palmada en la mejilla.

—No me jodas con "tal vez". ¿Tienes o no?

—No… —gimoteó, frotándose la mejilla con una mano seguramente helada—. No hay razón para molestar a nadie.

—Me estás molestando a mí, cabronazo —me tembló la ceja, queriendo controlar la vena del cuello antes de que pareciera una tubería. Suspiré, le agarré de la pechera de la chaqueta y el brazo y tiré de él hacia arriba—. Da igual, levántate. Dime donde vives…

—Soy japonés, lo juro —me lloriqueó.

—¡Ya sé que eres japonés, tonto del nabo! Me refiero a una casa, ¡tú casa! —la paciencia se me fue a la mierda y grité, aunque luego me dije que no merecía la pena discutir con un borrachuzo—. Ponte derecho, coño…

Le planté una mano en la espalda para que no volviese a caerse hacia atrás y la noté mojada y fría. Él se pasó la muñeca por la frente, apartándose flequillo y nieve de la cara. Después de un suspiro lleno de vaho habló, como dormido.

—Shinagawa.

—Shinagawa —repetí—. De acuerdo. ¿Tienes coche?

La pregunta pareció hacerle gracia, porque volvió a descojonarse sólo. Me miró con aire soñador, y entre risas por fin me respondió:

—¡Nop~!

Lo solté, e inmediatamente se cayó de espaldas y se hundió en la nieve. Se acabó; no puedo seguir hablando con él sin querer partirle los dientes. Si tuviese coche me lo pensaría, pero me niego a cargar con aquel lastre las cinco paradas que hay desde Ueno hasta Shinagawa; y aunque existiese la remota posibilidad de que tuviese tanto tiempo libre, la línea Yamanote ha cerrado hace hora y media. Que alguno de los curiosos que miran lo arrastre a la comisaría más cercana para que duerma la mona hasta mañana…

—Pero… —habló de nuevo, con la voz cascada y pastosa. Había estirado el brazo cuando yo ya me levantaba, cogiéndome el bajo del pantalón entre los dedos—. No quiero volver a casa. ¿Puedo quedarme aquí un poco más?

Giré la cabeza y le miré, parpadeando ante aquella petición tan infantilmente lúcida. Aquel tío tendría que estar rondando por lo menos mi edad, pero tuve la impresión de que era como ese niño que huye de casa para no oír discutir a los padres. Me devolvió la mirada con un brillo de incoherente ruego y una sonrisa que le temblaba por el frío. O tal vez porque la estaba forzando a estar ahí.

—Sólo un momento —insistió, y sin soltarme, volvió la vista al cielo—, hasta que se me olvide lo poco maduro que soy y pueda alegrarme por ellos con sinceridad.

Aquello me removió algo en el estómago. Una asquerosa y desagradable sensación que se trepaba hasta hacerme arrugar la cara. Alegrarse por ellos con sinceridad… Sé que no se está refiriendo a mí y que habla por sí mismo y los problemas que sea que tenga, pero la impresión de quedar tan expuesto me heló la sangre un segundo. No quiero que un completo desconocido venga a destapar mi mierda, y mucho menos con tan pocas palabras y de manera tan inconsciente. Era como estar dejando a vista de todo el mundo lo falso que te has atrevido a ser sin ninguna consideración a quien puedas aludir y arrastrar.

No pude ni pretender prohibirme pensar en lo que aquello podía significar para mi, en todo eso que me encabronaba conmigo mismo y que, jodida fuera mi suerte, tenía mucho que ver con lo que acababa de escuchar, cuando ya lo estaba haciendo.

—Maldita sea —gruñí, girándome hacia él—. Tendría que haberte pasado de largo —él me miró, sin comprender mucho. Y la verdad, yo tampoco me estoy enterando de nada. Sólo sé que le estoy ofreciendo una mano y un hombro a un tío que apesta a sake y tierra mojada, bajo la atenta mirada de un grupo de gente que al parecer no tenía nada mejor que hacer.

Lo rodeé como pude de la cintura y le di un golpe en el muslo con la rodilla, para que caminase de una vez y dejase de buscar un equilibrio que no encontraría, dado como iba. Estaba frío y para colmo es un tío enorme y pesado. Dejando un rastro de huellas raras en la nieve, conseguí llegar a la acera y avanzar desde allí, escuchando como el conductor impaciente daba un volantazo y se perdía por la carretera. Tengo la mente en blanco mientras le oigo respirar ruidosamente junto a mí, balbuceando vete tú a saber qué.

Quiero pensar que hago esto por mera satisfacción personal; por hacerle asumir las consecuencias de estar diciendo unas gilipolleces que no quería oír, aunque luego me arrepienta de haberlo hecho. No sé qué pasa. No sé que quiero. Pero ahora la idea de tirarme sólo en el sofá no me atrae tanto.

—Ganguro-san, lo siento… —lo escuché—. Voy a vomitar…

—¿A quién coño llamas ganguro? —lo miré mal, para luego contener el aire—. ¡Ni se te ocurra vomitarme encima!

Que me arrepentiré de esto es un hecho. ¿Será muy tarde para dejarlo tirado en una cuneta…?