Antología de Pushkin
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El implacable calor de la tarde parecía haberse disipado un poco gracias a la inesperada lluvia que hizo su oportuno acto de aparición, Camus salió por la puerta principal del onceavo templo para ver la lluvia caer y sentir el ambiente fresco que esta creaba y que lo ayudaba a relajarse.
Camus odiaba el calor y el bochorno que siempre traía consigo, no soportaba el no poder dormir por las noches debido a que el ambiente dentro de la habitación del onceavo templo se sentía tan caliente como un horno exactamente igual a las tardes desde hacía un par de meses. Estaba cansado de ese clima pero la repentina aparición de esa lluvia torrencial no solo lo animaba sino que lo hacía sentir más feliz y más fresco.
—Gracias —le decía al cielo mientras sentía las gotas de lluvia en su rostro y el soplo del aire alborotando su cabello—, estaba cansado del calor infernal de la tarde.
El aire era menos fuerte que en Siberia pero apreciaba ese agradable gesto del clima hacía su persona. En momentos como ese gustaba de ver como llovía sentado en la puerta del templo con algún buen libro en mano; realmente había esperado todo el año por un día como ese en el que reinara la paz por unos momentos, en el que la lluvia le hiciera sentir paz en su mente.
Regresó al interior del templo para buscar algo que leer, algo que distrajera su mente de tantos pendientes que le daban vueltas en la cabeza.
La biblioteca del onceavo templo era la más grande de las 12 casas, estaba compuesta por gruesos volúmenes que los santos de acuario habían recopilado a lo largo de las generaciones y el Patriarca la había declarado Patrimonio del Santuario hacía más de un siglo. Contaba con gran cantidad de títulos de diferentes disciplinas y géneros literarios en diversos idiomas como lo eran el ruso, el francés y el griego; la mayor parte de los caballeros custodios del aguador habían pertenecido a una de esas tres nacionalidades facilitando la lectura de todos los libros así como contribuían a su crecimiento y cuidados. Camus no fue la excepción y durante sus estancias en el Santuario aprovechaba para leer un poco alguno de los tantos tomos que tenía a su disposición.
Siempre había encontrado distracción entre los titulos que poseía y estaba seguro que ese momento no sería la excepción. No quería desperdiciar su cosmos en refrescar el clima dentro del recinto así que mejor buscaría un buen libro y leería un poco en la entrada para sentir el aire de la tarde mientras duraran la lluvia y la temperatura agradable.
Recorrió el pasillo que lo llevaba directo a la habitación privada del onceavo templo, la cual era lo suficientemente grande como para resguardar la biblioteca. Esta biblioteca constaba de dos largos libreros lo doble de altos que Camus, quien necesitaba la ayuda de una pequeña escalera para alcanzar los títulos que estaban hasta arriba.
Revisó poco a poco todos y cada uno de los títulos que tenía justo en frente, se podían leer nombres de autores como "Reflexiones sobre la energía motriz del fuego" de Sadi Carnot a quien se le consideraba el padre de la termodinámica y a quien Camus había leído incontables veces de niño, a un lado de este se hallaba otro grueso tomo de William Rankine, así como "Sobre el equilibrio de las sustancias heterogéneas" de Gibbs, otro gran referente suyo al momento de dar instrucción pero no era eso lo que quería leer sino algo menos pesado y no tan teórico. Necesitaba lectura que distrajera su mente, entonces se encontró con algo que ya tenía tiempo olvidado, algo que no pensó encontrar de nuevo y menos en ese lugar.
Resultaba que en el entrepaño central del librero, justo a la mitad donde se unían los compendios de "Kelvin, Perry y la edad de la tierra" y "Don Juan" de Moliere se hallaba un tomo mucho más delgado en color rojo. Lo sacó con cuidado ya que se le hacía vagamente familiar y lo examinó lentamente intentando hallar la referencia en su memoria. Se trataba de un libro de gruesa pasta roja con revestimiento de terciopelo rojo y decorado con filigranas doradas y pequeñas orlas, el interior estaba amarillento pero poco importaba. En el centro de la tapa se podía apreciar un título en francés:
"Anthologíe de Pushkin"
Camus sonrió con sorpresa ante su descubrimiento, hacía muchos años que no veía ese ejemplar y en ese momento le vino a la mente como fue que llegó a sus manos y la felicidad que le produjo durante los primeros meses de su entrenamiento. Esa felicidad de tener algo familiar en las manos cuando llegó a un lugar tan apartado como lo es Siberia.
Bogdán y su pequeño discípulo llegaron al noreste de la región de Sajá, precisamente en la frontera con la provincia de Chukotka, varios kilómetros al sur del mar de Siberia donde la nieve cubre la tierra la mayor parte del año y donde se tiene la sensación de estar lejos de todo y de todos, la impresión de estar en un lugar aislado del mundo está presente todo el tiempo. No obstante no era así ya que el brazo del régimen soviético había llegado a las regiones más recónditas del país, Siberia no fue la excepción y muchas libertades estaban prohibidas.
Entre ellas la lectura de otros textos que no fueran los autorizados o bien de cualquier autor que no fuese ruso, por lo que Camus se tuvo que olvidar de aquellos cuentos que su madre solía leerle cuando vivía con sus padres.
Su madre. La había olvidado por completo hasta ese momento. Cuando era un niño de unos seis años solía sentarse junto a ella en la cama matrimonial para leer alguno de los cuentos de los Hermanos Grimm o bien de Charles Perrault, era un ejercicio para aprender a leer dejado por la escuela pero él gozaba esos momentos compartidos al lado de ella. Instantes efímeros en los que su dominante padre se hallaba bebiendo delante del televisor melancólico por la guerra que había terminado hacía años y porque el estar desempleado lo desmotivaba más, pero su madre Marie animaba a su pequeño hijo a sumergir su mente en los mundos creados en las páginas de un buen libro.
—Vamos a leer otro —pedía el pequeño con voz suplicante.
—De acuerdo, uno más y te irás a la cama.
Su pobre madre quien yacía en una fría tumba desde hacía quien sabe cuánto tiempo. Camus lanzó un suspiro de tristeza tratando de sacar el recuerdo de su memoria, su vida dio un giro inesperado al conocer a Bogdán, quien la mayor parte del tiempo era tan estricto como su padre pero por momentos desprendía mucha calidez y consideración. Estando en Siberia no había cuentos de Grimm que leer ni ninguna otra diversión en que entretenerse cuando no se entrenaba que no fuera recorrer los vastos campos cubiertos de nieve y ver el aurora boreal durante largas horas en el invierno.
La sorpresa se la llevaría un mes más tarde cuando él y Bodgán visitaban el mercado del pueblo más cercano para comprar pescado y otros víveres. Ahí, el pequeño Camus se encontró con una tienda de antigüedades y curiosidades, un sitio que jamás pensó en ver en un pueblo tan distante de todo, donde era casi imposible encontrar algún objeto que no se requiriera en el trabajo diario.
— ¿Puedo quedarme a ver que hay, Maestro? —preguntó tímidamente soltando la mano de Bogdán.
—De acuerdo, puedes mirar pero volveré por ti en un momento —respondió el hombre mirándolo con condescendencia.
El pequeño se alegró mucho entrando con paso veloz al interior del local, en donde se podían apreciar cantidad de objetos como espejos, cepillos, relojes que ya no funcionaban así como gran cantidad de libros apilados por todas partes; todo estaba revuelto entre los anaqueles que difícilmente se alcanzaban a ver, dificultando el paso sin embargo el joven aspirante a caballero miraba en todas direcciones fascinado.
— ¿Hay algo que te interese pequeño? —el dependiente de la tienda era un anciano de piel muy arrugada con una larga y espesa barba blanca, usaba un rubanshka grueso color vino, pantalones negros y botas cafés que se veían muy desgastadas; por un momento a Camus le recordó a Papá Noel y le resultaba difícil quitarle los ojos de encima antes de responder.
—Quiero un libro de cuentos —respondió rápidamente y sin pensar.
— ¿Cuentos para niños eh? —Repitió el hombre dulcemente caminando con lentitud revisando los libros que tenía al alcance de la mano— Vamos a ver que tenemos por aquí.
Camus lo miraba con mucha atención tratando de no reír ante la graciosa escena del anciano sacando las cosas que había en los anaqueles revolviendo aún más el caos que había en el interior de la tienda. En ese momento un tomo delgado cayó estrepitosamente del entrepaño que estaba en lo más alto, el anciano no parecía haberse dado cuenta pero el pequeño si lo noto y se acercó con cuidado a recoger el libro.
El tomo delgado con pasta roja cubierto de polvo lo cautivo desde ese instante ya que, además, estaba en un idioma que entendía a la perfección: en francés. Lo hojeo con interés encontrándose con historias breves y muchas ilustraciones.
—Quiero este —dijo con rapidez al anciano.
—Vamos a ver —el hombre lo tomo y lo miro con detenimiento poniéndose unas gruesas gafas redondas que incrementaban considerablemente el tamaño de sus ojos azules—, vaya por Dios. Este es un libro prohibido niño. No, no, tendrás que buscar otro.
— ¿Por qué está prohibido? —pregunto con tristeza.
—Está en francés, el régimen no permite que haya libros en otros idiomas que no sea el ruso, ¿no lo sabías?
—No… —estaba desanimado y triste pero no tuvo tiempo de decir nada más ya que Bodgán entro en la tienda en ese momento, el aire del exterior removió todo el polvo que estaba dentro.
—Es hora de irnos Edmond.
—Si maestro.
— ¿Qué te ocurre? —pregunto rápidamente con seriedad.
—No es nada…
—El niño encontró un libro prohibido y quería llevárselo —intervino el dependiente mostrándole a Bogdán el tomo color rojo con filigranas doradas en el título.
—Déjeme verlo.
Bogdán tomo el libro con la mano derecha dejando las compras en el suelo, reviso hoja por hoja del libro antes de responder al dependiente.
—El libro está en francés pero el autor es Alexandr Pushkin, es un autor ruso y no tendría porque estar prohibido.
—Lo está por el idioma.
—Esas son tonterías Señor. Nuestro gobierno recuerda que Pushkin hablaba fluidamente francés y es una estupidez que su trabajo no esté permitido. Dígame cuanto quiere por el libro y yo se lo pagaré. Le garantizo que nadie sabrá donde lo compre y así Usted no se meterá en problemas.
—De acuerdo —el anciano parecía fastidiado ante el discurso de Bogdán y no tuvo más remedio que acceder.
Camus miro sorprendido a su maestro quien le entregó el libro apenas salieron del lugar.
—Es una tontería —decía en el camino llevando al pequeño Camus de la mano— pero ese viejo tiene razón, todo lo que no sea ruso está prohibido en todo el país así que te recomiendo tener cuidado.
—Si maestro —miraba su tesoro con orgullo ya que ese libro de cuentos le pertenecía de ahora en adelante.
Además tenía la gran suerte de que Bogdán no estaba peleado con la lengua francesa, la cual hablaba fluidamente, así que no había ningún problema por tener un libro en otro idioma ya que todavía no leía en ruso y apenas lo hablaba más o menos bien.
Desde ese momento lo leía cada noche bajo las sábanas cuando le era posible, aunque con el paso de los años el libro se iba quedando en el olvido de su mesa de noche ya que a veces el cansancio del entrenamiento era tal que prefería dormir a leer.
Ese libro se quedo en la cabaña cuando volvió a Grecia y de nuevo le causo una grata sorpresa encontrarlo cuando llevo a Hyoga e Isaak a Siberia. Al menos durante los primeros meses divertía a sus dos discípulos con las historias que estaban en las páginas del pequeño tomo rojo.
— ¡Léanos otro cuento, maestro Camus! —pedía Isaak suplicante.
—Si maestro, vamos a leer otro.
—De acuerdo, uno más y a la cama.
Así fue como ese libro se volvió su consuelo en las heladas noches en Siberia porque no solo era un libro cualquiera sino el lazo que lo unió más con su maestro y sus dos discípulos, por lo que pasaría el resto de la tarde releyéndolo una y otra vez.
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FIN
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*Notas: Tan solo un pequeño relato breve, gracias por leer.