A mi amiga Annaliz.

Con todo mi agradecimiento.

HERIDAS DE GUERRA

Los personajes de Candy Candy son propiedad de Mizuki e Igarashi, TOEI Animation, Tokio 1976, usados en este fic sin fines de lucro.

Esta historia es ficticia, no pretende, de ninguna manera, hacer que los hechos y personajes aquí descritos sean fieles a la realidad histórica y social durante tiempos de la Gran Guerra.

Prólogo

Porque la guerra no debe menguar el amor.

Porque el amor mengua cuando no se le cuida y protege.

Porque el amor se desvanece… Sí. Se desvanece cuando no es amor verdadero.

Porque también perdura cuando es genuino.

Porque para seguir viviendo tienes que perdonar y olvidar.

Porque dentro de cada ser perfecto hay un ser imperfecto que quiere ser amado en su imperfección.

Porque la vida con heridas no se disfruta.

Porque perdonar no es olvidar…

Porque solo después de perdonar alcanzas la felicidad.

Porque al final, has descubierto que la felicidad nadie te la puede brindar.

Porque hoy sabes que la felicidad está dentro de ti… o no lo está.

Capítulo 1

El Feldwebel

No hay ni un corazón que valga la pena
Ni uno solo que no venga herido de guerra

Y sigo aqui. Cuánto silencio hay...

(Miguel Bosé –No hay ni un corazón que valga la pena – canción)

En el cielo las nubes grises, casi negras, se deslizaban amenazantes y lentas; como si estuviesen esperando el momento adecuado, como si se aliaran con el ejército enemigo y estuviesen dispuestas a echar a perder la noche. Pronto solo habría la natural penumbra; en las calles de Berlín se escuchaba el bullicio, notas de valses que disfrazaban un mundo en guerra… notas que olvidaban la cacofonía de los campos bélicos. Pronto el baile de gala daría inicio en un esfuerzo de los líderes de la milicia de hacer creer al pueblo que todo andaba bien para su ejército.

En las casas de los militares, sus mujeres se ataviaban en un esfuerzo latente por ser las más hermosas de la noche. Los niños ya estaban en sus camas.

El aroma de muerte se percibía fuertemente, sin embargo era un intruso. Tal como los ladrones nocturnos que entran por las bardas de los patios traseros. Todos se esforzaban por ignorarlo, era un incómodo invitado, pero invitado al fin y al cabo.

Había llovido durante todo el día y la precipitación había mojado notablemente las empedradas calles de la ciudad. Algunos uniformes de gala del ejército alemán incluían las botas así que mientras la mayoría de los caballeros caminaban a paso firme, las damas levantaban la falda de sus vaporosos vestidos tratando de evitar a toda costa arruinar su imagen.

Todavía en su mansión, un alto oficial descansaba cómodamente en un sillón frente a una chimenea cuyo fuego agonizante danzaba con movimientos prácticamente agonizantes, sin embargo, sobreviviendo hasta el último aliento… el último restiro; casi estaba convertido en pavesas, sin embargo, el oficial se acercó y atizó la leña. En esos momentos de soledad y calidez, se permitía brevísimos instantes; viajes a momentos que nunca existieron, a sueños rotos… a heridas provocadas en su adolescencia.

Le parecía que habían transcurridos muchos años; se sentía viejo y sin vida. Solamente la imagen frente al espejo era capaz de convencerlo de su juventud.

Las luces estaban apagadas y los colores naranjas se combinaban cálidamente. Aún había mil cosas buenas en el mundo, al menos eso era lo que el joven oficial se esforzaba en repetir una y otra vez. Aunque sus memorias fuesen dolorosa, aunque sintiera el mismo fuego frente a él consumirlo por dentro, aunque su corazón estuviese triste… ausente.

Afuera, un relámpago atravesó el cielo, un relámpago con una energía que sobrepasaba lo común; la luz se abrió paso sobre las montañas de tal forma que iluminó el ambiente como si fuese de día tan solo por un momento. El trueno entonces irrumpió en los oídos del joven haciéndolo estremecer, apretó sus puños sin separar la vista del fuego que pronto cedería por completo na la obscuridad. El enorme ventanal entonces se abrió súbitamente por el fuerte viento que anunciaba una tormenta y las cortinas delicadas y transparentes se elevaron tanto que casi llegaron hasta la lámpara que coronaba el techo en un baile sensual donde el viento, su pareja las conducía en un rítmico vaivén.

¿Cómo es que había llegado hasta ahí?

El destino había sido muy cruel con él en diferentes ocasiones, pero… esto era el colmo.

Sus ojos azules se posaron en la Cruz de Hierro que lucía en su uniforme como premio de heroicos hechos y entonces un extraño brillo apareció en su rostro.

Interrumpió su descanso y se levantó para ir a cerrar las ventanas. ¿Qué sería lo peor que pudiese pasar si él no atendía la invitación de departir con los más altos líderes del ejército Alemán? Ya alguna vez había desairado a su líder ¿qué más daba si lo hacía una vez más? Finalmente, él no tenía una mujer que fuera con él. ¿Por qué debía presentarse? Era un hombre de pocos amigos, pero estaba seguro que ya más de uno había invitado a alguna señorita pensando en él. Siempre lo hacían: No solo llevaban una pareja de baile, siempre llevaban una señorita más con la idea de que esta si fuese la elegida del corazón del oficial.

Decidió que debía resignarse. Esta era la mejor oportunidad para ganarse la confianza del canciller. Se levantó mirando fijamente el fuego agonizante, abrochó los botones superiores de su camisa y la fajó en su pantalón, casi automáticamente acomodó su cinturón y después se dirigió al perchero donde su casaca lo esperaba. Respiró profundo y por fin la vistió asegurándose de que luciera perfecta. Se miró en el espejo con escrutinio. Era gallardo, con porte. Aún con su mirar ausente, el joven oficial era capaz de adueñarse del lugar.

Hizo un rápido recuento del día en que fue reclutado: Durante dos años había pasado desapercibido en el pueblo de Lorena. Hospedado por una de las familias más poderosas de Alemania; el joven de ojos azules no había podido abandonar el imperio tras la declaración de guerra. Sin embargo, sus rasgos físicos, compatibles con la raza aria y su perfecto acento alemán, permitieron que la nacionalidad e identidad del joven permaneciera secreta. Cuando el ejército llegó al pequeño poblado en busca de reclutas, no tuvo más opción que aceptar el llamado. Los Kursbach lo habían hecho pasar por uno de sus hijos… así fue como Anthony dejó atrás su apellido para convertirse en Alfred Kursbach.

¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Develar su identidad, ocasionando así que sus benefactores fueran acusados de traición?

Anthony frunció el ceño frente al espejo.

Era pacifista. Por más vueltas que daba al asunto de la guerra, de príncipes asesinados, de imperios extendiendo sus territorios, de alianzas y movimientos políticos, para Anthony Brown, la guerra tenía la misma cara: Hambre, sed, miseria, fatiga, luto…

Ya no podía recordar la última vez en que había gozado de ser libre. ¿Habrá sido aquélla velada nocturna cuando la joven Dina posó su cabeza sobre su hombro frente a la fogata en la residencia de los Kurzbach? ¿O quizás en el último baile de graduación allá en la Universidad de Bonn? Si viajaba más allá, en el tiempo… quizás fue cuando su padre le sonrió al verlo de pie después de meses de convalecencia, o tal vez al montar aquél potro en el rodeo… ¡No! ¡Todo era un error! La última vez que se sintió un hombre libre fue cuando se reflejó en aquéllas esmeraldas que el tiempo no lograba apartar de su memoria; cuando esos ojos verdes lo hicieron volar en cuerpo y alma durante aquélla cacería.

-Candy – murmuró y sus brazos varoniles temblaron ligeramente. Aquél recuerdo era una niñería, era algo trivial, era algo que él había dejado ya en el olvido. ¡Claro! Él no temblaba… quizás sus manos vacilaban porque no había probado bocado alguno desde el desayuno… ¡Sí! ¡Por supuesto! Ella no importaba más para el gallardo oficial. Ella era ahora la duquesa de Grandchester. Lo había olvidado con mucha facilidad. ¿Por qué no olvidarla también?

-Después de todo – murmuró fingiendo indiferencia, aún frente al espejo – ni que fuera tan hermosa.

-No finjas Anthony Brown – una voz respondió desde su interior – ella te parece encantadora.

-¿Encantadora? ¡Claro que no! – replicó.

-¿Divina, entonces?

-¿Divina? ¿De dónde? ¡Es más terrenal que la vid!

-¡Qué raro! Solías decir que era un ángel.

-¿Un ángel? ¡Un ángel no le grita "Cabeza Dura" a la directora de su colegio!

-¡Ah pero si estás muy bien informado!

Anthony trastabilló. Una vez más su subconsciente lo había retado en cuanto al viejo recuerdo que él insistía en olvidar en un baúl cerrado con candados, muchos candados, para que no se escapara.

-Es fea – agregó el oficial, como queriendo justificar su "olvido" – tiene pecas, es bajita, parece que nunca se peina, trepa árboles como un muchacho.

-Es hermosa… sus pecas bailan cuando sonríe, su estatura es perfecta para elevarla por los aires y girar con ella, su cabello es una cascada de rizos voluntariosos y sus risa cristalina te hechizó, aunque trepe árboles.

-¡Basta! ¡Es tiempo de hacer a un lado semejante recuerdo! ¡Pero qué pérdida de tiempo! Mientras que yo me debato conmigo mismo, hay miles de jóvenes muriendo en las trincheras.

Anthony salió exasperado de su habitación. Una vez más había fracasado. No importaba cuánto se esforzara… Candy siempre se las arreglaba para atravesar las trincheras, la humedad, la guerra misma y meterse en cada fibra del oficial.

-Ya nunca más Candice White Andrew, Duquesa de Grandchester… y demás títulos raros – murmuró con un tono que incluso rayaba en la insolencia.

Anthony caminó presuroso hacia el hotel donde se llevaría a cabo la recepción. Mil veces se había hecho la misma promesa. Mil veces había decidido que jamás volvería a pensar en aquél sueño infantil, insípido –según él –, y jamás volvería a permitir que esos ojos verdes le quitaran el sueño. Ella era de otro, eso no debía olvidarlo.

En el hotel la recepción había comenzado apenas. Las mujeres jóvenes no pudieron disimular el desbordado interés por el recién llegado.

La mayoría le miró con disimulo, deseando en su interior ser esta vez la elegida para compartir la velada con el oficial que a pesar de la guerra conservaba un aire dulce en su personalidad.

-¡Alfred! – un joven oficial, también un Feldwebel para ser exactos, se acercó a él con aire jovial y le abrazó efusivamente. Era raro ver aquél cuadro y pensar que eran hermanos: Un rubio alto y esbelto al lado de un hombre de pelo negro y crespo, de no muy alta estatura, con un pequeño bigote que incrementaba su edad real enmarcando sus labios.

-¡Friedrich! – los amigos se olvidaron por unos segundos de los protocolos llevando su efusividad incluso al juego.

-Hay alguien que quiero que conozcas – murmuró Friedrich al oído de Anthony. De inmediato el cuerpo del rubio se tensó y su amigo continuó –: Vamos Anthony, creo que ya es momento de que olvides esos rizos dorados del otro lado de la guerra.

-¡Friedrich! – los amigos habían acordado jamás hablar en público de cualquier cosa que pudiese ligar a Anthony Brown con su vida en América. Sin embargo, pese a la nerviosa protesta del rubio, su amigo solamente le guiñó el ojo.

-¡Relájate, estás muy tenso! ¡Ven conmigo Alfred! – Friedrich arrastró el nombre, era como si disfrutara de ese peligroso juego.

Anthony siguió a su amigo con cierta reserva. Tenía sentimientos encontrados, cierto era que se había resuelto a jamás volver a pensar en aquélla chica que le robó el corazón cuando era un jovencito, pero había algo, una parte de él que se negaba a apoyar tal proyecto. Anthony, en su interior, deseaba creer que esa chiquilla era suya, finalmente su sueño no le hacía daño a nadie. Ella estaba muy lejos y él probablemente no saldría vivo de esta guerra, además, ella estaba fuera de su alcance. Su secreto estaba a salvo: Candice, le pertenecía, por lo menos en esos sueños húmedos y nocturnos… no importaba cuántas veces se hubiese jurado que ella no volvería a atraparlo… siempre terminaba hechizado.

Los pensamientos del joven oficial se hicieron humo cuando reconoció a la chica que su amigo insistía en presentarle. Usó todo el porte que poseía. De inmediato su pecho se irguió, su caminar fue más seguro y sus ojos se posaron escudriñando minuciosamente la graciosa figura femenina que parecía recibirle con entusiasmo.

Aún estaba a unos pasos de la señorita en cuestión, caminando entre los invitados que parecían adivinar el andar del joven y le abrían paso como si su figura tan solo, los instruyera a actuar de tal manera.

-¡Friedrich, tú debes estar loco! ¡Ella es la hija del Canciller!

-¡Sí lo sé! – su pseudo hermano rio divertido.

-¡¿Pero qué estás pensando?!

Ya no tuvo tiempo de responder. La linda señorita caminó resuelta hacia el joven oficial con una sonrisa encantadora.

-Tienes que aceptar que es bella –murmuró Friedrich mientras un mesero ofrecía una copa a la dama.

-Lo es – respondió el rubio tratando de guardar la calma. Él sabía tratar a las mujeres. De alguna forma tenía que complacer a la dama sin permitir que ella pudiese imaginar algún interés especial. Ella finalmente, alcanzó dos copas de la charola del mesero y extendió una a Anthony.

-Seguramente tiene sed – la mano enguantada delicadamente buscó el brazo de Anthony tras él aceptar la copa.

-Gracias – Anthony hizo uso de todo su aplomo para representar el papel del que se había apoderado apenas dos años atrás, en 1915.

La dama sabía que sería el centro de las miradas femeninas. Era obligatorio que la miraran después de mirar a tan guapo oficial. Las señoritas habían estado aguardando por la llegada de los Kursbach, en realidad, habían aguardado la llegada de Alfred Kursbach y habían bombardeado con la discreción de la época a su hermano tratando de averiguar la hora en que el gallardo rubio arrivaría al evento.

Alfred Kursbach era conocido como un oficial serio y de confianza. En más de una ocasión había guardado la espalda del canciller en el campo de batalla y había sido responsable de importantes avanzadas.

Hombre reservado de ideas fuertes. Muy precavido en cuando a las conversaciones que sostenía pues reconocía dentro de sí a un hombre profundamente apasionado cuyas ideas de libertad y convicciones de paz no eran bien recibidas sino en un grupo por demás selecto de sus compatriotas. Sabía muy bien que un puñado de líderes del SPD empezaban a cansarse del hambre y esfuerzo del pueblo alemán; aunque claro, ese era un secreto a voces. Sin embargo, nunca se había inmiscuido en el partido; aunque estaba consciente de que sus ideales eran compatibles con los de él.

Únicamente en la soledad de las caballerizas el joven se permitía evocar sus recuerdos y hacer planes para su vida futura una vez que esa horrenda guerra terminara.

De mi sofá (debo confesarles que por razones de fuerza mayor tuve que deshacerme de mis muebles y ya no tengo más mi hermoso y enorme escritorio donde nacieron mis primeras historias): Bueno, pues sucede que hoy nace esta historia épica y romántica en donde nuestro adorado Anthony está en el bando enemigo. Es un poco loco, pero es un reto que desde hace un año está coqueteando conmigo.

Gracias por leer!

Malinalli, para la Guerra Florida 2014