Hola, sólo quisiera recordarles que este one-shot está basado en la canción "Cheque al portamor" de Melendi por si quieren escucharla, y si no, pueden escuchar también la versión en karaoque que fue la que yo puse mientras escribía y que me ayudó mucho a entrar en ambiente. Si ninguna de estas opciones les agrada también está bien. Yo sólo hago la recomendación.

Disclaimer: Digimon es propiedad de Bandai y Toei animation, no hago esto con fines


~ Qué pena me das niñita consentida ~

Parte II

El timbre sonó en el departamento Takaishi y un joven rubio que respondía al nombre de Takeru fue quien se levantó de la silla del comedor, donde había estado garabateando algunas ideas en una servilleta, para dirigirse a abrir la puerta. Eran las vacaciones de invierno y su madre estaba en el trabajo.

En el umbral se encontró con una joven castaña que le sonreía.

—Hikari, no te esperaba hoy —dijo con una sonrisa.

—¿Eso quiere decir que no puedo visitar a mi novio cuando quiera?, ¿acaso tienes escondida a una chica en tu habitación? —preguntó bromeando.

—No, claro que no —contestó Takeru, nervioso, como si lo que decía la chica fuera verdad—. Sabes que siempre quiero verte. Pasa —le dijo haciéndose a un lado.

—Gracias, amable caballero —siguió bromeando ella, al tiempo que se quitaba el abrigo para colgarlo junto al paraguas en el perchero y Takeru cerraba la puerta a sus espaldas—. Afuera está helando. Hace tiempo que no teníamos un invierno tan frío, ¿no crees? —preguntó agachándose para quitarse las botas.

Pero Takeru se había quedado mirando el paraguas, por lo que no contestó. Era negro y si conocía lo suficientemente bien a su novia, como creía hacerlo, ella nunca usaba nada negro. Por otra parte, su hermano sólo usaba paraguas de ese color. Todavía recordaba aquella vez que lo vio junto a Mimi bajo uno rosado chillón. Su cara de consternación había sido la clase de expresión que quieres guardar para la posteridad, y así había sido gracias a Hikari. Tal vez después podría preguntarle si todavía conservaba esa fotografía.

—¿T.k.? —llamó la castaña al ver que no le prestaba atención.

Él se volteó a mirarla y se encontró con sus grandes ojos cafés mirándolo con curiosidad. «¿Pasa algo?» era lo que estaba preguntando con ellos sin pronunciar ni una sola palabra.

—¿Lograste convencerlo? —preguntó Takeru directamente.

Ambos habían hablado de su hermano hace algunos días y la chica afirmó en ese entonces que tal vez pudiera hacer algo al respecto sobre su negativa a asistir a la fiesta.

Hikari no necesitó más explicaciones para saber a lo que su novio se refería. Se sorprendió de lo rápido que había deducido el sitio del que venía, aunque seguramente el paraguas la había delatado. Negó con la cabeza sin borrar la sonrisa de su rostro.

—¿Entonces por qué sonríes así?

A él no le sorprendía que su hermano se hubiera negado una vez más, pero esperaba verla más decepcionada luego de su aparente derrota.

—¿Así cómo? —preguntó de vuelta.

—Como si hubieras conseguido lo que querías.

—Tal vez lo haya hecho —contestó adelantándose hacia la cocina.

—Pero creí que habías dicho que… —musitó Takeru, siguiéndola con la confusión pintada en la cara.

—Dije que podía hacer algo al respecto, no directamente que lo convencería —aclaró ella.

Para Takeru esa respuesta fue tan clara como un charco de lluvia, pero prefirió dejar el tema, pues sabía que no conseguiría sacarle algo más esclarecedor a su novia.


Mimi todavía no sabía lo que haría ese día. Tal vez se iría de compras, puesto que no tenía nada que ponerse para la noche de navidad. Nada nuevo, a decir verdad.

Acababa de salir de la ducha y ponerse unos pantalones y un chaleco grueso cuando sintió el timbre. Se dirigió a la puerta, pero cuando abrió no encontró a nadie allí.

—Qué extraño —se dijo mientras se asomaba y miraba en ambas direcciones por el largo pasillo.

Se disponía a cerrar, creyendo que sería una broma de algún niño por poco probable que sonara, cuando vio un sobre en el suelo.

Titubeó algunos segundos antes de agacharse y recogerlo. No decía nada, lo que lo hacía más sospechoso todavía.

¿Sería para ella?, ¿estaría bien abrirlo?

Se mordió los labios, sopesando las opciones, pero finalmente la curiosidad pudo con ella, así que con dedos temblorosos logró abrirlo y extrajo el contenido. Eran seis fotos de mediana calidad y en cada una de ellas aparecía Michael con la chica rubia de la fiesta en una actitud cada vez más comprometedora. En la última estaban besándose.

Se llevó una mano a la boca, presionando con fuerza como si así fuera a impedir que el llanto saliera, pero las lágrimas terminaron derramándose por sus mejillas y las fotografías, estropeándolas un poco en las orillas. Los primeros sollozos se filtraron entre sus dedos mientras se dejaba caer en el sofá.

No podía ser verdad. Una cosa era sospechar que Michael la engañaba y otra muy diferente, ver pruebas de ello. Pensó que las fotos podían estar arregladas, pero muy dentro de sí sabía que eran auténticas, reales. La realidad era la que acababa de golpearla en el estómago, quitándole todo el aire.

Sintiéndose incapaz de estar un segundo más allí, tomó su abrigo y su cartera y salió del departamento. Afuera tomó un taxi que la llevara directo a la casa de campo de Michael, donde no habría nadie y podría pensar con más calma.

Durante el trayecto se dedicó a mirar por la ventana. La nieve lo cubría todo como un inmenso manto del cual no podía vislumbrarse ni el inicio ni el final. Sonrió desganada al recordar que alguna vez, para darse ánimos, se había dicho a sí misma que se trataba del cielo vistiendo de novia a la ciudad. Qué ingenua había sido entonces, caminando en puntas de pie para no estropearle el velo a la majestuosa Odaiba.

Conforme el auto se alejaba de la ciudad, la nieve fue disminuyendo su intensidad, derritiéndose y comenzando a caer en gruesas gotas que muy pronto se convirtieron en una tormenta.

Al llegar a su destino, se permitió observar, pesarosa, el inclemente trayecto que la aguardaba fuera del taxi durante un momento. Tras pagarle al chófer, y sin esperar el vuelto, tomó un fuerte respiro y abrió la puerta.

Corrió lo más rápido que pudo a través del césped mojado y la maleza que comenzaba a crecer, pero para cuando consiguió resguardarse bajo la cornisa ya estaba empapada de pies a cabeza. Se detuvo sólo un segundo allí para recuperar el aliento antes de rodear la entrada rumbo a los establos.

Caminó con cautela, con los tacones de sus botas enterrándose en la paja en cada paso que daba, lo que sumado al peso de la ropa mojada le hacía difícil avanzar, pero finalmente alcanzó el último cuarto, desde donde un hermoso caballo la observaba con atención, probablemente habiéndola percibido mucho antes de que llegara hasta él.

Sonrió, sintiendo que sólo por verlo su día se había vuelto mejor.

—Hola, Dimitri —saludó, acercándose hasta poder alzar la mano por encima de las rendijas que le impedían la salida.

El caballo relinchó con lo que a ella se le asemejó mucho a la alegría.

—También me alegro de verte —dijo finalmente acariciando su cabeza—. ¿Qué dices si tú y yo damos un paseo, eh?

Se alejó un poco para poder abrir la puerta y dejarlo salir. Sólo le tomó unos minutos más acomodar la montura y ocupar su lugar, apoyando primero un pie en el estribo y levantado la otra pierna por encima luego.

—Eso es, vamos —susurró agitando ligeramente las cuerdas sobre su lomo.

Dimitri inmediatamente se dirigió a la salida, pero se detuvo justo en ésta al ver la tormenta que azotaba el exterior.

—Oh, vamos chico. No dejarás que un poco de lluvia te detenga, ¿no? —insistió Mimi, sin embargo, el caballo relinchó y retrocedió varios pasos, asustado—. Anda, vamos ya —le ordenó, esta vez golpeando con más fuerza las cuerdas y haciéndolo salir corriendo del establo.

Dimitri avanzó raudamente por el campo, como sólo alguien de su especie podría hacerlo. Mimi cerró los ojos y dejó que el sonido de las herraduras golpeando contra el suelo y de vez en cuanto metiéndose en alguna posa, llenaran su cabeza. El ruido metálico que éstas producían era amortiguado por la humedad de la tierra y el pasto. Los charcos de agua salpicaban las patas del caballo, pero esto no hizo que se detuviera. Por el contrario, fue aumentando la velocidad hasta un punto en el cual la lluvia pareció dejar de rozarlos. Mimi apenas la percibía como una ligera cosquilla en su rostro que no llegaba a identificarse como tal. Su cabello, mojado y desordenado por la lluvia, se agitaba con el viento e impactaba en su espalda.

Le gustaba montar. Si alguien le hubiese preguntado desde cuándo, habría contestado «desde siempre» sin dudar, pese a que su primera vez fuese a los doce años. Un capricho que sus padres le concedieron en ese entonces. Ojala el tiempo se hubiera detenido en aquella época.

Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, dejando una cálida sensación a su paso que muy pronto se desvaneció en el frío del ambiente.

Ya no sabía porqué lloraba. Si por lo de Michael o por no poder ser más tiempo esa niñita caprichosa a la que todo el mundo solía tratar como una princesa.

De repente, como si un rayo la golpeara, sintió el peso de la realidad caerle encima. Las palabras de Yamato, esas que había pronunciado hace ya tanto tiempo, cobraron sentido. Y lo odió. Lo odió con todas sus fuerzas por tener razón. Y se odio más a sí misma, si cabe, por dejar que el orgullo la dejara marcharse, aún a sabiendas de que él llevaba la razón.

Volvió a golpear las riendas, acelerando el paso de Dimitri que obedeció al instante, tanto por su buen entrenamiento, como por el miedo que parecía producirle la tormenta.

Lo que más le gustaba de montar era que cuando lo hacía se sentía libre y ligera, tan ligera como para tener la leve sensación de que saldría volando en cualquier momento. Adoraba que las cosas perdieran forma a su alrededor y su mente se vaciara de pensamientos.

Sin embargo, siempre debía bajar y volver a la realidad. Era la peor parte, pero no tenía elección. Al menos cualquier carga que tuviera se tornaba menos pesada después de un paseo de aquellos.

Abrió los ojos y distinguió una pendiente enfrente, por lo que tiró de las riendas, intentando detener a Dimitri, pero el caballo no hizo caso.

—¡Hey, detente! Hay que dar la vuelta… ¡Dimitri! —comenzó a gritar, alertada.

No podía entenderlo. Nunca, de todas las veces que lo había montado, el caballo había dejado de obedecer.

Desesperada, miró a su alrededor en busca de ayuda, pero por supuesto, no había nadie. Nadie saldría con una tormenta como esa. ¡Qué imprudente había sido!

Si gritaba nadie iría en su auxilio. Ni siquiera podía distinguir nada con la suficiente claridad, nada se le hacía ni remotamente conocido. ¿Era porque iban muy rápido o porque se habían alejado más de la cuenta? No podía saberlo con certeza.

—¡Dimitri! —intentó de nuevo, esta vez golpeándolo con los pies a sus costados, pero obteniendo el mismo resultado de antes.

Y justo cuando despeñarse parecía inevitable, un trueno surcó el cielo produciendo un relinchido del caballo antes de que se alzara en dos patas, arrojando inevitablemente su carga al suelo.

Mimi perdió el control sobre él y cayó con un golpe seco. Y allí, tumbada sobre la hierba y el barro, sin aire, y flotando en la semi-inconsciencia, recordó algo que Michael le había dicho la vez que le presentó a su caballo.

Verás. Dimitri es un chico valiente, puede andar en cualquier tipo de superficie, pero le tiene un miedo terrible a los truenos, así que salir a cabalgar durante una tormenta es una pésima idea.

Después, todo se volvió negro.


Regresó tres horas después con menos dinero y un malhumor palpable, pero también cargando un par de bolsas. Había olvidado lo mucho que odiaba ir al centro, sobre todo en época de fiestas. Las tiendas estaban siempre atestadas de personas. Era una suerte que ya casi nadie le recordara como una vieja promesa del rock juvenil.

Al llegar al departamento, dejó las bolsas en la entrada, encendió la luz, se quitó los zapatos y fue a la cocina por algo de beber. Cuando regresó al salón, miró desde el sofá todo lo que había comprado sin atreverse a desenvolverlo todavía. No estaba seguro de porqué lo había hecho.

Nunca desde la última navidad que pasó con los digielegidos había sentido el más mínimo espíritu navideño. ¿Por qué ahora?

Sonrió con desgana y apoyando los brazos en el respaldo dejó caer la cabeza hacia atrás cerrando los ojos por un segundo.

Mimi siempre quiso encargarse de la decoración del edificio, pero cada vez que obtenía una negativa de su parte, desistía de la idea.

Una vez le preguntó qué más daba hacerlo sola o con él, y ella se negó a contestar en un principio, sin embargo, acabó diciéndole que lo que hacía especial la navidad y todas esas fiestas familiares no era tanto adornar un lugar como hacerlo con quien uno quiere, compartir ese tiempo con una persona especial. Le dejó sin palabras, pero se mantuvo serio, por lo cual dudaba que lo hubiese notado. Para ella, seguramente, sólo estaba reaccionando como siempre, un poco apático y desdeñoso ante la idea de hablar de sentimientos y esas cosas.

Suspiró y se levantó del sofá. La idea, debía admitirlo, tenía gracia. Adornar ahora que no estaba ella para verlo, sin duda podía catalogarse como una ironía de la vida

Aquella tarde se dedicó a arreglar el patio interior del edificio. No pidió permiso, pero tampoco hubo objeción, por lo que continuó con su tarea en silencio a través de las solitarias horas.

Después de que Mimi se fuera pasó varios meses encerrado en el departamento. Si Tai y los demás no hubieran estado ahí para sacarlo a flote probablemente habría seguido así. De ese período sólo tenía vagos recuerdos, porque la mayor parte del tiempo se dedicaba a beber y si es que acaso a comer algo, lo mínimo para subsistir. Y el (odioso) de Taichi se había tomado como un reto personal el sacarlo de ese estado, en el cual no parecía ni siquiera distinguir el día de la noche. Era como estar estancado en la tristeza, flotando a la deriva del tiempo.

Después, cuando decidió abandonar su confinamiento no declarado y consiguió un trabajo a medio tiempo —nada llamativo, de vendedor en una vieja tienda de discos donde el dueño no dio muestras de identificarlo como el ex líder de los lobos adolescentes que en ese entonces estaban en la cumbre del éxito, contra todo pronóstico, sin él—, empezó sin darse cuenta, la etapa de la aceptación.

Terminó por darle la razón a Mimi. No era un romántico, no creía en el destino y menos en las almas gemelas, pero debía aceptar que ni ella estaba hecha para él ni él para ella. Desde esa perspectiva la ruptura apareció por sí sola como el único e inevitable final. Algo que sucedería quisieran o no. Y así había sido. ¿Acaso valía la pena lamentarse por algo que, desde el principio, nunca estuvo en sus manos?

El error de ambos había sido creer que podía funcionar y entregarse a ese sentimiento como si fuera la única tabla a la que aferrarse en una inundación, como si fuera el único camino. Dejarse idiotizar por los engañosos efectos del amor. Porque sí, sabía que se había enamorado de Mimi, más incluso de lo que alguna vez se enamoró de Sora. ¿Podía alguien hacer las cosas tan mal?

Las diferencias que los separaban no se limitaban a cosas tan banales como que a él le gustara la carne y ella sólo comiera hojas, que de esas si habían bastantes, debía decirlo, pero nunca suficientes como para superar el romance. El problema era, como mucho antes había logrado atisbar Mimi, que caminaban en sentidos opuestos. Él era un tipo tranquilo que no aspiraba a mucho en la vida. La clase de chico al que la sociedad calificaría arbitrariamente como conformista. Mientras tuviera su guitarra, papel y un lápiz para componer, todo estaría bien. En cambio Mimi soñaba alto. La cima del mundo no era suficiente, ella quería las estrellas. ¿Qué podía hacer alguien como él al respecto?

Subir allí y bajármelas —le contestaba a veces la Mimi de su imaginación. La misma que lograba vislumbrar en su cuarto cuando se concentraba lo suficiente en un punto muerto.

Esa era la respuesta que habría dado un chico enamorado. ¿Por qué él no podía hacerlo? Las metáforas se le daban bien, siempre fluían de un modo fácil en sus canciones, pero cuando se trataba de conversaciones ordinarias, hablar de sentimientos y cursilerías se convertía en una misión imposible. Se le secaba la boca, se le hacía un nudo en la garganta y apenas conseguía respirar. La ansiedad le ganaba. Al final siempre era más simple eludir esos temas. Guiarse por el tacto, las caricias, las miradas. Nunca entendería porqué algunas personas necesitaban que les recordasen todo el tiempo que las querían. Mimi era esa clase de persona.

Pasados seis meses más o menos consiguió poco a poco volver a una especie de rutina. Ya no sólo trabajaba, sino que también se arriesgaba a tocar en bares algunas noches, y cuando no lo hacía le quitaba el polvo al piano del departamento, que era lo único que había conservado de ella. Más de alguna vez quiso venderlo, regalarlo, donarlo y hasta destruirlo, pero siempre fue incapaz. Le gustaba tocarlo casi tanto como lo odiaba por no poder desecharlo. Cada vez que entraba en el departamento sentía como si se burlara de él desde su fría esquina, recordándole lo que no tenía y que lo había perdido por cobarde, por no ser capaz de pedirle que se quedara, por no luchar por ella, por estar demasiado cómodo siendo un don nadie, por tenerle tanto miedo al fracaso y preferir vivir lejos, en el anonimato, donde nada ni nadie podría juzgarlo ni lastimarlo.

Luego de ese tiempo buscó uno que otro efímero romance que sólo duraban hasta que los rayos del sol se colaban por la ventana. Se reía de lo irónico de la situación, pues cuando ascendió a la fama los medios no se habían cansado de inventarle aventuras con chicas distintas prácticamente cada semana, como si él tuviera tiempo para eso. Las giras eran por sí solas lo suficientemente agotadoras. Por fin le estaba haciendo honor a su fama de casanova, esa cuya fuente era inexistente y que se remontaba hasta sus días de secundaria.

A sus conquistas nunca les decía nada, pero cuando las llevaba al departamento y caían sobre el colchón, se levantaba sobre sus codos y las miraba largamente en silencio hasta que se impacientaban o rompían en risas nerviosas. —¿Qué miras? —preguntaban a veces. Él sólo intentaba que entendieran que no buscaba una novia, que no era lo suficientemente egoísta para encadenar a alguien nuevamente a su vida. Durante esos minutos en que lo miraban de regreso les daba tiempo para arrepentirse, para coger sus cosas y marcharse, pero eso nunca sucedía. Se entregaba entonces al ciego placer, sabiendo que a la mañana siguiente lo lamentaría, porque sentiría más fuerte la ausencia de Mimi y no querría volver a hacerlo, pero lo haría de nuevo, porque jamás había sido bueno aprendiendo de sus errores. La chica, en el mejor de los casos, se iría en silencio comprendiendo el significado de su indiferencia; en el peor, le gritaría unas cuántas verdades a la cara que no tendría el valor de negar.

Caía la noche cuando Yamato terminó su labor. Se había dedicado a poner cuidadosamente cada adorno, tomándose más tiempo del necesario sólo para mantener la mente ocupada. Retrocedió algunos pasos para observar el resultado. El árbol, que rozaba el metro ochenta, lucía imponente en el pequeño patio y las luces se reflejaban en las paredes creando toda clase de figuras.

—Oh, ¡es hermoso, Yamato! —dijo la Mimi de su imaginación.

La sintió arrimarse a su hombro y añadir con tono mimado.

—¿Lo hiciste para mí?

Sonrió de lado. Algunas veces lo sorprendía la claridad con la que conseguía evocarla, no sólo sus rasgos y su apariencia, sino también su carácter con su irremediable egocentrismo.

—Sabes que sí —contestó en un susurro.

Mimi le dedicó una pequeña sonrisa antes de disolverse en la bruma de la noche.

De regreso al departamento se permitió observar durante un minuto o dos la forma en que las luces impactaban contra el cristal de las ventanas. Era casi mágico.


Intentó abrir los ojos, pero al principio los párpados se negaron a levantarse. Le pesaban mucho, como si estuviera despertándose de un profundo sueño, aunque no podía recordar ni qué había soñado ni dónde estaba exactamente. Lo que tenía claro era que no se había acostado por su propia cuenta.

Cuando al fin consiguió alzarlos los fijó en el techo durante algunos minutos hasta que pudo enfocar bien la vista y corroborar que estaba bien. Su primera impresión fue que estaba en buen estado, pues no le dolía nada, sin embargo, al intentar incorporarse una horrible punzada en la cabeza la obligó a dejarla caer de nuevo en la almohada. Fue ahí cuando notó el yeso en el brazo derecho y un ligero dolor en las costillas. Al tantear con su mano izquierda, descubrió vendas rodeándole aquella zona. ¿Qué había ocurrido?

Observó a su alrededor, intentando conservar la calma y descubrió que estaba en su habitación. ¿No había salido?, ¿qué hacía allí entonces?

El sonido de la puerta abriéndose la sobresaltó e hizo que se girara de inmediato en esa dirección. En el umbral apareció un muchacho rubio, alto y bien parecido, que al verla despierta pareció aliviarse.

—Despertaste —dijo en un suspiro, al tiempo que atravesaba el cuarto para posicionarse a su lado.

Mimi pestañeó un par de veces sin contestar, como si estuviera desorientada, cuando en realidad eran los recuerdos de lo que había pasado los que le impedían hablar. Todo había regresado de repente produciéndole una horrible jaqueca.

—¿Estás bien?, ¿cómo te sientes? —insistió el chico, escrutándola con la mirada.

—Estoy bien —contestó Mimi en un susurro—. ¿Cómo me encontraste, Mike?

—El conserje dijo que habías salido muy apurada y sólo con tu cartera, así que cuando llegué al departamento supuse que no podías haber ido lejos. También dijo que parecías un poco alterada y sé lo mucho que te gusta montar cuando algo va mal. Como verás, sólo seguí mi instinto —replicó alzándose de hombros y cruzando los brazos sobre el pecho—. Lo que no entiendo es qué puede haberte alterado tanto como para arriesgarte de esta manera. Sabes lo peligroso que es montar con estas condiciones climáticas, te advertí sobre ello.

Mimi apartó la mirada, sintiendo que un nudo se formaba en su garganta, impidiéndole hablar.

—¿Qué va mal? —insistió Michael, agachándose para ponerse a su altura.

Ella se negó a mirarlo y se pasó una mano por los ojos, como si estuviese desperezándose, para ocultar las lágrimas que se escurrían por sus pestañas.

—¿Me traes mi bolso? —preguntó.

Michael se levantó y asintió con la cabeza antes de cruzar el cuarto hacia una esquina donde la cartera descansaba en una silla. Al volver junto a ella lo puso en su regazo.

Mimi introdujo una temblorosa mano en él y sacó las fotografías arrojándolas sobre la cama.

—Esto es lo que va mal —dijo.

Michael permaneció impertérrito y tomó las fotos, dándoles una rápida ojeada antes de contestar.

—No veo cuál es el problema. Obviamente esto es un montaje.

Mimi se permitió reír sarcásticamente, aunque lo que en realidad quería era llorar, pero por supuesto, no iba darle ese lujo.

—¿Crees que soy estúpida? —preguntó mirándole airada—. No hace falta que respondas, es obvio que me has tomado por una tonta, pero si crees que vas a convencerme de que esto es un montaje, estás muy equivocado.

Michael retrocedió algunos pasos y la miró a los ojos sin arrepentimiento alguno.

—No voy hacerlo. Por mí puedes pensar lo que quieras, no soy yo el que más pierde en todo esto.

—¿Qué quieres decir?

—Por favor, Mimi. No me dirás que ahora pretendes hacer el papel de la chica enamorada, porque sinceramente no te queda.

—No entiendo de lo que hablas —replicó frunciendo el ceño, al tiempo que hacía un esfuerzo casi sobrehumano para incorporarse en la cama.

—Los dos sabemos muy bien que nunca me has amado y que si regresaste a Nueva York conmigo fue porque las cosas con ese idiota de Ishida no iban bien y no tenías nada que perder. Viniste aquí por mi dinero y eso es lo que te he dado, ¿no estás feliz?, ¿no tienes todo lo que siempre soñaste?

Mimi consiguió levantarse de la cama y lo miró comenzando a temblar de pura indignación.

—Eres un…un…

—¿Un qué?, ¿de verdad pretendes seguir adelante con todo esto? Sabes que no me amas y si quieres que sea sincero, yo tampoco. En la secundaria salí contigo porque eras la chica más popular de la escuela y había hecho una apuesta con mis amigos. Después, cuando fui a Tokyo y me encontré contigo, pensé que si te traía de vuelta papá dejaría de molestarme con que ya era tiempo de que me comprometiera con una chica. Sabía que aceptarías, porque esto es lo que siempre has querido ¿no? Tener mucho dinero y lujos.

—Pensé que me querías —susurró Mimi.

—¿Quererte? —preguntó burlón—. Yo no quiero a nadie ni tú tampoco. Creí que lo entendías. Creí que éramos iguales.

—Pues te equivocas. Tú y yo no somos iguales. Tú eres un imbécil ricachón. Yamato tenía razón contigo.

—¿Yamato?, ¿el mismo perdedor al que dejaste por mí?

—Yamato no es un perdedor.

—¿Ahora lo defiendes? —preguntó enarcando las cejas.

—Lo defiendo porque él es mucho mejor de lo que nunca lo serás tú.

—Vamos, vete entonces con Ishida si es tan genial como dices. Vete si prefieres vivir en la inmundicia.

—Me iré, me iré y nunca volverás a saber de mí, maldito bastardo —respondió presionando ambos puños.

—Pero ten en cuenta que si te vas, no te llevarás nada de esto. Absolutamente nada.

Mimi lo observó incrédula, sintiendo la rabia bullir en su interior como un volcán apunto de explotar

—No suena tan bien ahora, ¿verdad? Como sea, por mí puedes hacer lo que quieras, pero como creo que sabrás ver que lo que más te conviene es quedarte, deberías mirar en tu clóset. Te compré un vestido para la cena de navidad. Estarás preciosa en él. Te dejaré para que lo pienses, cielo —susurró al final, teniendo el descaro de darle un beso en la frente antes de marcharse.

En cuanto la puerta se cerró tras él, Mimi retrocedió torpemente algunos pasos y se dejó caer sobre la cama, incapaz de sostenerse en pie por más tiempo. Las lágrimas acudieron en torrentes a sus ojos y una opresión en el pecho amenazó con quitarle la respiración mientras se ponía de lado, abrazándose a sí misma. No podía creer lo que le estaba sucediendo. De un minuto a otro su perfecta vida en Nueva York se había convertido en un infierno. Sentía como si la realidad acabara de golpearla con toda su fuerza, dejándola tumbada y sin aliento.

Sólo consiguió reponerse un buen rato después cuando las lágrimas parecieron acabarse. Se sentó en la esquina de la cama mirando el enorme clóset a su derecha y se quedó ahí, adolorida y somnolienta. Lo peor de todo esto no era el accidente que había tenido, sino el menoscabo de su orgullo. No podía permitirlo. Nunca antes lo había hecho.

Si iba a marcharse y dejar todo tras de sí, no lo haría como una pobre chica desvalida y herida, sino como la Mimi Tachikawa que siempre había sido. La que caminaba por los pasillos de la secundaria como si fuera la reina del mundo.

Terminó de limpiarse las lágrimas con el dorso de la mano y se levantó, caminando en puntas de pie hacia el clóset, procurando hacer el menor ruido posible, tal como una niña que hurguetea en el armario de su madre.

Descubrió en el interior un hermoso vestido color damasco hecho de gasa. Acarició la tela por encima y fue hasta el espejo. No se iría sin antes demostrarle a Michael lo que valía.


La navidad llegó demasiado pronto para algunos, Yamato entre ellos, sin embargo, la medianoche lo descubrió en la residencia Inoue. Cuando horas antes los demás lo vieron entrar por la puerta la sala se llenó de júbilo y una extraña nostalgia. La receta perfecta para una maravillosa noche.

Ahora, habiendo dejado regalos y llevándose unos cuantos que no esperaba, no se arrepentía de haber ido a aquella reunión. Parecía la decisión más acertada, un buen comienzo para una nueva etapa. Ya era tiempo de dejar ciertas cosas atrás. Y quería creer que esta vez podría hacer las cosas bien. De verdad quería creerlo.

Ya se había despedido de todos, excepto de Hikari, a quien encontró bebiendo de una copa en un rincón apartado. La miró durante algunos segundos antes de acercarse.

Ella alzó los ojos hacia él en el momento que lo escuchó llegar.

—Yamato-san —sonrió.

—Te buscaba para despedirme —dijo él, sin rodeos.

Hikari asintió con la cabeza, apartando la copa hacia un lado.

—Me alegra que vinieras. No veía a mi hermano tan feliz desde… —se detuvo, intentando recordar—. No podría precisarlo, pero supongo que te haces la idea de que hablo de un buen tiempo atrás.

Yamato asintió brevemente.

—Hasta pronto, Hikari-chan —dijo haciendo una reverencia antes de voltearse.

Sólo alcanzó a dar algunos pasos antes de detenerse y volverse hacia la muchacha. Se quedó mirándola sin saber qué decir, mientras ella le mantenía la mirada a su vez, sin inmutarse. No sabía qué era, pero tenía la sensación de que debía decirle algo. Desde su visita todo parecía haber marchado mejor. Era como si ella hubiera hecho algo que a él le hubiese pasado inadvertido, casi como el toque de un ángel. Tragó saliva, decidiendo finalmente qué decir.

—Yo quería agradecerte por…—titubeó—. En realidad, sólo quería decir gracias.

Hikari lo observó serena, sin parecer sorprendida ni confusa por sus palabras. Él sólo se marchó.

Mimi había acabado de arreglarse hace una hora para la cena, pero seguía encerrada en su habitación, pensando en lo que haría. Una modesta maleta estaba junto a su cama. De las perchas de su clóset colgaban vestidos, blusas y faldas totalmente desgarradas. Michael había dicho que no se llevaría nada, pero eso no significaba que las dejaría ahí tan tranquila, para que se las diera a cualquier chica que conociera. Sabía que aquello era infantil, pero eso no quitaba el alivio que sintió al hacerlo.

Intentaba tranquilizarse diciéndose que no era la primera vez que hacía esto, que daba un salto hacia la nada dejando la comodidad del presente y de lo concreto atrás, pero de algún modo eso no conseguía consolarla. No importaba ya. La decisión estaba tomada.

Se levantó de la cama y se dio un último vistazo en el espejo. Rozó con los dedos su reflejo y se sonrió. Hoy saldría de esa casa con la cabeza en el alto. Era todo lo que le importaba.

Salió de su habitación y se unió al pequeño grupo de gente que estaba reunida en el salón.

—¡Mimi, preciosa, allí estás! —la llamó la madre de Michael apenas la vio aparecer.

—Buenas noches —dijo haciendo una leve reverencia ante todos, una costumbre japonesa que hace tiempo había dejado. Simplemente le parecía justo empezar desde ya a recuperar su antigua vida.

La mayoría la miró con sorpresa, pero nadie dijo nada, así que tomó su lugar al lado de Michael en la mesa sin añadir nada más.

Era cerca de la medianoche cuando golpeó su copa para hacer un brindis.

—Hola a todos y gracias por estar aquí. Significa mucho para mí, porque es un día muy especial y no lo digo sólo por la navidad. Quería aprovechar para anunciarle a todo el mundo que me voy, pero antes de eso…no podía dejar de brindar por el chico más cretino que he conocido en mi vida. Él es el típico niño rico que se siente con el poder de pisotear y utilizar a todo el que se cruza en su camino, pero aparentemente me confundió con una de esas niñitas que se dejan menospreciar. Déjame sacarte de tu error, querido, no soy como las demás. Yo sí sé lo que valgo. Esto es por ti, Michael —concluyó, elevando la copa en su dirección antes de dar un largo trago ante el estupor de todos los reunidos.

Acto seguido, dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco y se marchó.


Apareció en su puerta sólo unas semanas después. Tomó el ascensor hasta su piso, como solía hacer, y tocó el timbre antes de tener oportunidad de arrepentirse. Mientras esperaba sintió ruido del otro lado y el estómago se le encogió. Llevaba una semana en Tokyo y la única que lo sabía era Sora, que se había empecinado en que no fuera a verle tan pronto, que esperara un poco más, pero ella no podía esperar. Había querido ir en cuanto aterrizó y sólo el miedo a su reacción la había mantenido lejos hasta entonces.

Cuando la puerta se abrió y la rubia cabellera de Yamato emergió tras ella, alzó la mirada hacia él con el corazón latiendo desbocadamente en su pecho, mas éste se detuvo en cuanto sus ojos se encontraron en un punto intermedio. Los de él pasaron de una expresión perezosa y despreocupada al asombro, ese que sólo algo extremadamente inesperado podía provocarle.

Los segundos comenzaron a sucederse tortuosamente entre ambos con el silencio de fondo como único acompañante. Yamato ni siquiera había retirado la mano de la manilla. Tan sólo estaba ahí, mirándola como si creyera que era otra obra de su imaginación.

Mimi, consciente de que la única forma de terminar con el incómodo momento era romper el hielo, se removió inquieta bajo su escrutinio.

—Hola —dijo en un tono apenas audible.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Yamato, saltándose las formalidades. Su mirada pasó de la sorpresa a la frialdad con asombrosa facilidad.

Mimi retrocedió, mordiéndose los labios. No había esperado algo diferente, así que en cierta forma podía decir que las cosas estaban saliendo bien.

—Vine a hablar contigo. Hace tiempo que no nos vemos, tengo algunas… —se detuvo, soltando un pequeño suspiro e intentando atisbar algo del interior del departamento por encima del hombro del chico, sin embargo, se vio obligada a abandonar la postura en puntillas porque era inútil, Yamato le sobrepasaba por muchos centímetros—, cosas que quisiera decirte —culminó.

—Puedes decirlas, estoy escuchando —replicó Yamato, soltando finalmente la manilla para apoyarse contra la puerta.

—¿No me invitas a pasar? —preguntó Mimi enseguida, sin dejarse amedrentar por su mirada.

—¿Matt?, ¿quién está en la puerta? —dijo alguien desde el interior.

Yamato se volteó, cubriendo con su cuerpo la figura de la muchacha que acababa de salir al salón, pero Mimi consiguió verla de todos modos. Era una chica de cabello rubio hasta los hombros y ojos verdes. Si estuviera en otras circunstancias, probablemente habría dicho que resultaba bonita, pero dado que se encontraba en el departamento sólo pudo pensar en ella como una chica cualquiera sin demasiada gracia, mientras se mordía la lengua.

—Es una vieja conocida que vino de visita, pero se irá enseguida así que no te preocupes. Espérame en la habitación —le explicó Yamato sin el menor titubeo en su voz, como el que habrías esperado encontrar en alguien que está mintiendo.

La chica se limitó a asentir, regresando al cuarto. Yamato se giró hacia Mimi.

—Entonces… ¿ibas a decir algo?

Mimi pestañeó, aturdida, y frunció los labios en una mueca de desagrado.

—Si quieres hablar dile a esa que se vaya.

Yamato alzó las cejas como si realmente no se esperara esa exigencia de su parte.

—No voy hacer eso —replicó frunciendo el ceño.

Mimi sintió que las rodillas comenzaban a temblarle, habría apostado que el chico haría lo que ella quisiera.

—Entonces… supongo que no hay nada que hablar.

—Sólo recuerda que tú lo has querido así —replicó Yamato justo antes de cerrar la puerta frente a sus narices.

Por un segundo la muchacha se quedó petrificada, incapaz de asimilar que el chico verdaderamente había hecho lo que hizo. ¡Le cerró la puerta en la cara! Nunca antes le habían hecho algo como eso y la rabia no tardó en expandirse por su cuerpo como un fuego voraz, haciendo que viera todo rojo y los oídos se la taparan como si estuviera a gran altura. Lo único en lo que podía pensar era en lo que acababa de suceder y estuvo apunto de lanzarse contra la puerta, con la intención de aporrearla hasta que le abriera para poder gritarle sus verdades, pero en cuanto se fue hacia el frente las rodillas la traicionaron, haciéndola caer al suelo, incapaces de sostenerla por más tiempo. En cuanto su piel rozó el frío azulejo las lágrimas saltaron de sus ojos y un sollozo trepó por su garganta haciéndole difícil respirar. Se cubrió la boca con una mano para acallarlo, por ningún motivo permitiría que la escuchara llorar, saliera y la viera en ese estado, sólo quería salir de allí, pero no se sentía con la suficiente fuerza para ponerse en pie, así que arrastrándose por el suelo logró apoyar la espalda contra la pared y esta vez metió la mitad de su puño a la boca para acallar los gimoteos que luchaban por escapar de sus labios.

Al final quienes la compararon tantas veces con una pieza de porcelana tenían razón. Era exactamente como una. Aunque podía parecer fuerte e irrompible por fuera, bastaba un empujón para que cayera y se rompiera en mil pedazos. Estaba vacía por dentro.


—Te lo dije, no podías ir y aparecerte en su apartamento de un día para otro, sé que sonará duro, pero no tienes derecho a reprocharle nada —le dijo Sora aquella tarde que se reunieron en una cafetería.

—¿Crees que no lo sé? —preguntó desganada, con su tono de voz desprovisto de aquel reproche del que hubiera podido teñirlo en otro tiempo, mientras revolvía distraídamente su té—. Sé que no puedo culparlo por seguir adelante, pero supongo que mi parte más egocéntrica quiso creer que no podría hacerlo. Ni siquiera era consciente de lo convencida que estaba de ello hasta que lo vi con esa chica en el departamento. No me lo esperaba para nada, ¿puedes creerlo?, ¿qué clase de persona espera que los demás detengan sus vidas por ella?

—Tienes razón —asintió Sora, luego de dar un pequeño sorbo a su café—. Eres egocéntrica y caprichosa, una niñita consentida acostumbrada a obtener todo lo que quiere y llorar cuando no lo consigue hasta que alguien se lo da.

—No es necesario que seas tan cruel —murmuró mientras dos lágrimas traicioneras se deslizaban por sus mejillas, aterrizando una de ella sobre su té.

—Sólo estoy repitiendo lo que tú crees de ti misma. Pero Mimi—replicó tomando las dos manos de la chica entre las suyas por encima de la mesa—. Tú puedes ser diferente si eso es realmente lo que quieres. Sé que debajo de la chica superficial hay una Mimi de buenos sentimientos que sólo teme ser lastimada.

—Quizá tengas razón… ¿pero qué debería hacer, Sora?, ¿qué hago si ya no sé cómo ser de otra manera?

—Si que sabes. Sólo tienes que confiar en ti y preguntarte qué prefieres. Recuperar a Yamato o seguir adelante.


La segunda vez que fue a verlo reparó en muchos más detalles, como el creciente deterioro del edificio y también las figuras que formaban las luces del árbol de navidad contra las ventanas. Quizá fuera porque el ascensor estaba en reparación y tuvo que usar las escaleras. Sonrió apenas con nostalgia y se sorprendió al descubrir que era la primera vez que no se sentía enfadada al encontrarse con el familiar cartel sobre las puertas. Antaño habría chillado fastidiada, golpeando el suelo furiosamente con un pie, para luego subir las escaleras a grandes zancadas y reclamarle a Yamato que ese sitio no podía ser llamado hogar. Ahora no sabía lo que era un hogar y en cambio las subió lentamente, como si quisiera memorizar cada detalle del trayecto, cada escalón, cada esquina e incluso cada imperfección. Llegó arriba con ganas de llorar aunque no sabía ni porqué. ¿Por lo que había perdido?, ¿por no saber valorar aquel sitio cuando si fue su hogar más de lo que lo fue nunca la mansión de Michael? Tragó con fuerza decidiendo armarse de valor para llegar hasta su puerta y golpear exactamente como la vez anterior. Suficiente le había costado tomar la decisión de regresar para echarse para atrás ahora. Las palabras de Sora seguían repitiéndose en su cabeza.

Entonces irás a verlo.

Mimi asintió con un débil movimiento de cabeza.

Lo estuve pensando mucho y ahora sé que no puedo renunciar a él, no sin luchar, al menos.

Entonces es lo que debes hacer.

¿Pero cómo, Sora?, ¿qué hago, qué le digo?

Sólo sé tú misma.

Mimi entreabrió los labios, como dispuesta a rebatirle, pero la pelirroja no se lo permitió.

La verdadera tú, no la niñita caprichosa que se marchó, sino la chica que volvió.

La verdadera yo, pensó mientras aguardaba que el chico abriera.

Puedo hacerlo, se dijo a continuación mientras los segundos se empujaban unos a otros y nadie acudía a la puerta.

Lo primero que pensó fue que no quería abrirle, sería lógico y ni siquiera se lo habría reprochado, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía forma de saber que era ella sin abrir, así que tal vez sólo estaba dormido o había salido Tendría que esperar.

No había lugar donde sentarse, así que cogiendo su orgullo y guardándolo en el fondo de su bolso, dejó a su cuerpo deslizarse hasta el suelo con la espalda contra la pared y allí esperó. Esperó hasta que se hizo tarde y unas pisadas a la vuelta de la esquina le indicaron que alguien se acercaba.

Se levantó rápidamente, sacudiéndose el polvo con las manos mientras esperaba que su figura emergiera de la oscuridad, pero no fue sino hasta que él llegó al último escalón que se atrevió a alzar la mirada, justo en el momento en que la suya detectaba su presencia.

Se enderezó, tratando de no mostrarse tan apabullada como se sentía, mas la forma en que la miró, como a cualquier objeto extraño o ajeno que no pertenece allí y que en consecuencia apenas consigue descolocarlo por un par de segundos no la ayudó en lo absoluto. Se sintió pequeña, increíblemente pequeña e insignificante, pero intentó esconderlo a toda costa.

—Hola —dijo con la voz quebradiza.

—Hola —contestó él con firmeza mientras se atrevía a dar un par de pasos en su dirección y rebuscaba las llaves en el bolsillo de su pantalón—. ¿Qué haces acá? No creí que volvieras después de lo del otro día —le dijo a pesar de que no parecía en lo absoluto sorprendido por su presencia.

Mimi llegó a la conclusión de que por más que dijera lo contrario probablemente habría estado esperando que volviera, no porque quisiera verla —ni siquiera se permitió sentir esperanza al respecto—, lo más seguro es que pensara eso porque era lo más lógico de hacer siendo ella, volver y conseguir lo que quería como la niña caprichosa que siempre había sido. Ahora debía demostrarle lo contrario, que lo quería a él no por capricho, no por salirse con la suya, sino por lo que significaba para ella.

Tragó saliva con dificultad.

—Bueno, el otro día no pudimos hablar, así que pensé que debía intentar otra vez.

—¿Y ahora si quieres hablar? —preguntó con un toque de ironía.

Mimi siempre había pensado que Yamato era el rey de la ironía, sabía cargar su voz con la cuota justa en cada momento, y eso generalmente le fastidiaba, pero esta vez no permitió que lo hiciera.

—Ya sabes, no parecías muy dada a hablar después de que viste a Miki —continuó él deliberadamente.

Comprendía lo que estaba haciendo. Seguramente tenía la esperanza de que si decía las palabras adecuadas ella estallara en otro ataque de celos y se marchara dejándole en paz. ¿Acaso tendría tanto miedo como ella de esto? ¿De hablar, de reencontrarse?

—Pero ahora estás solo, ¿no? —contestó con compostura, sin apenas demostrar alguna emoción en su tono de voz, algo que siempre le había costado mucho.

Punto para mí, pensó.

Yamato alzó tan ligeramente las cejas que estaba segura de que hubiera pasado desapercibido para alguien que no lo conociera tan bien como ella.

—¿Y qué si no lo estoy? ¿Si hay alguien esperando adentro, todavía querrías hablar? —preguntó con brusquedad, dejando de lado la sutileza del sarcasmo.

Mimi se mordió los labios. Esta vez estaba decidida y no permitiría que él la hiciera a un lado sólo porque estaba dolido, ni siquiera valiéndose de esas burdas técnicas que en otro momento la habrían hecho caer. Asintió firmemente con la cabeza.

—Bien —dijo él cruzándose de brazos.

—Bien —replicó ella como acto reflejo.

Yamato resopló y apartó la mirada hacia un lado aunque probablemente no veía nada producto de la oscuridad del pasillo. Ella, por lo menos, no lo hacía. Comenzaba a sentirse un poco ciega estando ahí. Lo único que les proporcionaba un poco de luz eran las luces del árbol de navidad, pero por algún motivo que no llegaba a comprender le reconfortaba ver la forma en que impactaban contra el vidrio como si fueran algo mágico. Fuera como fuera, no podían quedarse allí toda la noche.

—Entonces… ¿me invitas a pasar? —se atrevió a preguntar al fin.

Él giró tan rápidamente el cuello que Mimi temió por un segundo que se hubiera hecho daño. Los ojos que la habían abandonado hace un momento estaban de nuevo sobre ella y la observaban con cautela.

—¿Por favor? —añadió con un tono de voz suplicante, bastante impropio de ella. Ciertamente, llegados a este punto, poco le importaba ya tener que renunciar a su porte orgulloso y su actitud presuntuosa de siempre, por más incomprensible que le resultase hasta para sí misma sentirse de aquella manera.

Yamato soltó un suspiro de puro cansancio, semejante al de un trabajador exhausto que al término del día sólo desea marcharse a casa y repentinamente ve frustrados sus planes ante una nueva tarea urgente. Mimi era ese expediente tedioso, esa clienta molesta, esa paciente exigente que no deseaba atender más, pero no se veía capaz de echarla, así que arrastrando los pies hasta la entrada, introdujo la llave en la cerradura y la empujó al sentir que el seguro cedía.

—Pasa —masculló, dejando el espacio libre para que fuera ella primero.

Mimi, sabiendo que no debía desaprovechar una oportunidad como esa, asintió en agradecimiento y se apresuró hacia el interior del viejo departamento. Yamato entró tras ella y luego de cerrar la puerta lanzó las llaves sobre la mesa en la que descansaba un viejo teléfono que hace tiempo no usaba. Éstas aterrizaron con un breve y suave tintineo que no alcanzó a llenar el silencio que se extendió entre ellos.

Cuando llegaron hasta la pequeña sala de estar lo primero de lo que ella se percató fue de que el viejo piano que le había regalado aún seguía ahí, encajado contra la misma desteñida pared. Dejó que una pequeña sonrisa asomara en sus labios sólo porque él estaba a sus espaldas y no podría verla. Por primera vez desde que regresó a Tokyo se permitió sentir esperanza.

—Oh, así que todavía lo conservas. Pensé que a esta altura ya lo habrías entregado a la caridad o algo así —comentó mientras se quitaba la chaqueta y se ponía en puntas de pie para colgarla en la percha.

Yamato no tuvo más que dar un vistazo para comprender que se refería al viejo piano, que lo observaba siempre impertérrito y burlón desde la esquina. ¿Por qué esta noche iba ser diferente sólo porque tuvieran una visita? Incluso si esa visita era ella.

—No pude deshacerme de él —replicó llegando a su lado luego de haberse quitado la chaqueta también.

Mimi no tuvo el valor de mirarle a los ojos, pero aún cuando su tono frío sugería que simplemente no había conseguido dónde desecharlo, ella prefirió creer que en realidad significaba que nunca pudo hacerlo, porque se aferraba a su recuerdo. Era una idea ingenua, tal vez, pero nunca le había molestado que la catalogaran de tal. A veces es más fácil creer lo que quieres en lugar de ver la realidad.

—Claro —contestó parcamente.

Se quedaron en silencio. Yamato ni siquiera había prendido las luces así que ahora estaban sumidos en una oscuridad incluso más profunda que la de afuera, pero Mimi no se sintió incómoda. Sabía de antemano que no iba tratarla como una visita cualquiera, porque en el fondo no lo era.

—¿Y qué es lo que quieres? —la pregunta sonó brusca después del silencio, pero no la pilló por sorpresa ni por asomo.

Se giró lentamente hacia él y por un segundo tuvo la sensación de estar desnuda, supuso que así debía sentirse ser sincera del todo con alguien, permitiendo que te vea por completo.

"Sé tú misma" Sora siempre daba buenos consejos para los demás. Que no los aplicara en su propia vida era otro asunto que no le correspondía a ella juzgar.

—Pedir perdón —respondió a bocajarro.

Esta vez Yamato no disimuló su sorpresa en lo absoluto.

—Realmente eres una caja de Pandora. Nunca dejas de sorprenderme, Mimi —comentó con una leve risa sin gracia.

—Eso es bueno —le sonrió ella de vuelta—. Significa que todavía esperas encontrar algo más que a la niñita caprichosa de siempre cuando me miras, ¿verdad? —preguntó con un tono melancólico aunque sin esperar respuesta alguna—. Y Yamato —dijo cuando los ojos de él vagaron por la habitación, incómodos, esperando que volvieran a mirarla a ella—. Realmente tengo más que enseñar.

Yamato clavó la mirada en ella tan profundamente que comenzó a temblar. Se sintió ridícula. Ni siquiera podía contar todas las veces que él la había mirado así, sin pestañar, como si quisiera memorizarla y a la vez traspasar su piel y ver lo que escondía dentro. Era la clase de mirada que te haría desear correr, pero que a ella siempre la había embriagado, una mirada de la que no podía ni quería escapar.

Ella entreabrió los labios para hablar a pesar de que no estaba segura de lo que diría, pero él se lo impidió. Cruzó la habitación en un par de zancadas y la cogió bruscamente de la cintura, haciéndola emitir un pequeño grito de sorpresa.

—No hables —le dijo. Y luego la besó.

La besó con ansias desmedidas y una pasión apenas contenida durante esos años. La besó como si todavía la amara, y tal vez lo hacía. La besó como si ella jamás se hubiera ido, como si fuera un reencuentro más de todos los que hubo cuando él se iba de gira y ella esperaba en casa. La besó como si no pudiera vivir un segundo más sin hacerlo y ella le correspondió. Llevó las manos hasta sus hombros mientras él la apretaba con fuerza contra su pecho como si quisiera metérsela dentro.

De repente, y casi sin ser conscientes de ello, comenzaron a moverse por la habitación hasta que Mimi sintió que su espalda chocaba contra algo, pero ni siquiera se detuvieron a comprobar lo que era. Sus rizos rebotaron sobre su espalda cuando las manos de Yamato la alzaron con facilidad, depositándola con cuidado sobre ese algo. Sólo la melodía disonante de las teclas del piano que se hundieron bajo su peso les indicó de lo que se trataba. Compusieron juntos la peor canción de la historia, formada sólo por las desquiciadas notas que le arrancaron al teclado de un instrumento que inconmovible, presenció el reencuentro de dos personas que todavía no tenían suficiente del otro.

La madrugada los descubriría varias horas más tarde enredados entre las sábanas y sumidos en un silencio infausto justo en el momento en que más faltaban las palabras.

Yamato despertó primero y la encontró justo a su lado, durmiendo de costado con el rostro sereno y los labios ligeramente entreabiertos. Durante varios segundos la observó como si fuera obra de su imaginación, todavía sin poder creerse que lo de la noche anterior realmente hubiera ocurrido, pero cuando ella abrió los ojos y lo inundó con la calidez de su mirada todo se volvió café y real, y horriblemente aterrador también.

Permanecieron así, recostados y mirándose el uno al otro durante lo que pareció una eternidad, ambos con un nudo la garganta que les impedía hablar justo ahora que había tanto que decir, pero ningún indicio claro de por donde comenzar.

Mimi extendió la mano queriendo acariciarlo, pero se detuvo a medio camino como si temiera que al hacerlo se rompiera la magia, o algo peor, despertara en Nueva York y descubriera que todo fue un sueño. Ya no sabía qué opción la aterraba más. Probablemente ambas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Yamato, rompiendo finalmente el silencio que parecía encadenarlos.

Mimi suspiró y se levantó, apoyando la espalda contra el respaldo de la cama y abrazando sus rodillas contra su pecho.

—Supongo que ahora es cuando me dices que me marche porque no soportas verme aquí después de lo que te hice…

Yamato la observó largamente antes de hablar, a pesar de que ella no volteó a verlo ni una sola vez.

—¿Cuál es la otra opción? —preguntó.

Esta vez los ojos de Mimi revolotearon sobre los del chico con curiosidad y sorpresa.

—¿La otra opción? —repitió como si no comprendiera lo que quería decirle.

—Tiene que haber otra, ¿no? —le explicó él, sentándose también en la cama—. Quiero decir… estás aquí y yo… lo que pasó… —sus palabras se tropezaban unas a otras sin remedio, siempre había sido así.

—¿Realmente estás dispuesto a perdonarme? —preguntó Mimi con los ojos muy abiertos, sintiendo su cuerpo arder con la calidez de la esperanza.

—No lo sé… no había pensado en eso, pero tampoco quiero que te vayas.

Esa afirmación era lo máximo que podía pedir de él, quizá la mayor y más sincera expresión de sus sentimientos y sólo saber eso hizo que se le humedecieran los ojos.

—No tiene que ser ahora —le dijo— Basta con que me digas que algún día podrás perdonarme.

—¿Y si te digo que no?

—Entonces supongo que tendré que irme y dejar que consigas a alguien mejor, alguien que sí te merezca.

Yamato negó firmemente con la cabeza.

—No puedo creerlo. Te pones en el lugar de la víctima, pero aún así te atreves a exigirme que te perdone o si no te irás…

—No es por mí —replicó ella, ligeramente enfadada—. Yo podría vivir sin que me perdonaras, pero ¿tú podrías?, ¿podrías estar conmigo de nuevo con el fantasma de lo que pasó asediándote a cada momento?, ¿podrías ignorarlo o dejarlo atrás?

—¡No lo sé! —contestó ligeramente exaltado—. No tengo idea, Mimi, porque nunca he sido bueno con el perdón, pero podría intentarlo…todo lo que puedo ofrecerte es mi mejor intento por hacerlo, ¿no es eso suficiente?

Mimi negó débilmente con un movimiento de cabeza y la enterró entre sus piernas.

—¿Por qué el perdón es tan importante? —preguntó él, mirándola de soslayo sin saber si acercarse o no.

—Porque… no podemos estar juntos si cada vez que me besas piensas en mí besando a otro o cada vez que discutimos me reprochas lo que te hice… terminaremos haciéndonos más daño del que ya nos hemos hecho.

—Nunca quise hacerte daño —replicó frunciendo el ceño.

—Ni yo, pero el punto es que ya lo hicimos —susurró volviendo a levantar la cabeza con las mejillas empapadas en lágrimas.

Sorpresivamente Yamato llevó una mano hasta su rostro y comenzó a limpiarlas. Mimi lo observó asombrada.

—No quiero lastimarte.

—Tampoco yo.

—Entonces tendrá que ser suficiente por ahora —dijo dejando inmóvil la mano sobre su mejilla.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó mirándolo con confusión.

—Estoy pidiéndote que te quedes —dejó salir en un susurro.

Mimi sonrió.

—¿Lo harás? —pocas veces en su vida había percibido aquel titubeo en la voz de Yamato.

Asintió y luego se inclinó para juntar su frente a la suya.

Tal vez no era necesario que la perdonara. Tal vez todo lo podían hacer era intentar sanar sus heridas mutuamente y comenzar a partir de ahí. Tal vez el perdón vendría después.

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Notas finales:

Soy lo peor. Me demoré un montón en traer esta segunda parte, a pesar de que tal como dije en el anterior, lo tenía casi listo. Tenía escrito hasta la conversación de Mimi y Sora, pero por algún motivo no conseguía avanzar a partir de ahí. Lo cambié muchas veces, no me gustaba, acabé odiándolo incluso y dejándolo de lado por todo este tiempo, pero me pareció que ya era el momento de darle un final.

Sé que es un final abierto, pero honestamente no me lo imagino de otra forma. Incluso tenía un final más cerrado y más feliz, por decirlo de algún modo porque este no es un final triste exactamente, pero al releerlo no me gustó, lo encontré demasiado idílico.

No sé si estoy muy conforme, siento que sólo en algunos momentos conseguí transmitir lo que quería, pero lo subo ahora mismo porque si no lo hago sé que luego lo odiaré y que puedo postergarlo por todo un año más.

Gracias por leer.