03
La visita de los Fernández
Su vida trabajando en casa de los Kirkland era mejor si se comparaba al trato que recibía en la escuela. Allí no había logrado forjar ninguna amistad ni relación cordial, los profesores preferían ignorarlo y los recesos eran detestables porque los chicos adoraban meterse con él.
Prohibido para los esclavos, prohibido para los negros, prohibido para las niñas, prohibido para los «maricas».
Para ellos, Francis era todas y cada una de estas cosas. Había intentado lo más respetuosamente posible hacerles comprender que era decisión de sus amos, que era un chico y no entendía por qué lo llamaban marica; el resultado había sido golpes, burlas y humillaciones.
Generalmente James se burlaba junto a los demás y Arthur no se entrometía; solo cuando amenazaban con herirlo de gravedad intervenían anunciando que no podían romperle los huesos a un esclavo ajeno, porque entonces sus familias estarían obligadas a pagárselos. Francis nunca consideró que se tratara de una defensa genuina, pero suponía que debía estar agradecido porque todavía no se hubiera roto un brazo.
James y Arthur le molestaban, sí, pero no de modo tan asiduo. En el tiempo que duraron sus prácticas de lectura reinaba entre Arthur y Francis una relación normal entre amo y sirviente que no generaba sobresaltos, ni discusiones, ni mucho menos castigos físicos. Arthur se armaba de paciencia y Francis ponía empeño en aprender; además, a ambos les gustaba leer cuentos de hadas hasta el punto en que Francis ya se las sabía de memoria. James era igual que su hermano, pero Francis nunca llegó a compartir a solas con él. Con él no habían existido cuentos de hadas.
Los fines de semana, a veces, Francis los pasaba sin ver a James, a Arthur y a Peter, quien se esmeraba en seguir a sus hermanos mayores. Los tres chicos se instalaban en el fuerte, una casita construida en un árbol al que solo podían pasar los verdaderos Kirkland. Al acercarse una vez por curiosidad, fue recibido por un arsenal de huevos. Desde entonces, le perdió interés.
Pero una vez intentó vengarse: le echó más sal de la adecuada en un almuerzo a la comida de James y Arthur, solo para descubrir que ambos niños tenían el paladar como muerto y ni notaron la diferencia. Aquello le hizo cuestionar sus habilidades en la cocina: después de todo, sus platillos solo los había probado la familia Kirkland.
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Las lecciones quedaron suspendidas en cuanto Francis consiguió leer palabras enteras. Lamentó que el señor William le diera un punto final a sus encuentros. Ya casi tenía trece años y Arthur era lo más cercano que tenía entonces a un amigo.
Arthur, por el contrario, sí tenía otras amistades: los hijos de las haciendas de los alrededores. Incluso con su hermano mayor compartía una relación estrecha. Tenía especial relación con Gilbert y Alfred, los herederos de las haciendas vecinas. Estos tenían caracteres explosivos, pero Arthur conseguía seguirles el ritmo e incluso superarlos cuando se trataba de demostrar su destreza.
Con el tiempo, Francis de verdad admiraría las habilidades de Arthur en la equitación y la cacería, que a pesar de ser el amo trabajaba junto a sus empleados sin importar que sus ropas quedaran sucias, manchadas de sangre y tierra.
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Una vez, la hacienda fue visitada por unos comerciantes muy acaudalados apellidados Fernández. A Arthur le presentaron a Afonso, Antonio, Catarina e Isabel, los hijos del matrimonio. Afonso tenía tres años más que Arthur, pero a pesar de aquella diferencia fue con quien mejor congenió, apartándose de los demás para enseñarle el territorio a su invitado. Mientras tanto, Antonio disfrutaba en la cocina y James se desvivía por impresionar a las dos niñas.
Francis se encontraba en los establos cuando Arthur le mostró los caballos a Afonso. Hasta entonces, Arthur solo montaba potros, aunque ya James dominaba caballos adultos. Le enseñó el que solía cabalgar su hermano.
—Cuando tenga doce años, me darán uno. Será mío —le informó a Afonso—. ¿En donde vives pasa igual?
—No, donde vivo solo hay mar —le explicó—. Todavía no me dejan partir en barcas solo, y tengo trece años.
—Será diferente —dijo Arthur, y se le ocurrió una idea que le originó una sonrisa sincera—. Oye… pero ya eres bastante mayor para un caballo, ¿te quieres montar? Yo te ayudo.
Francis arrugó el ceño cuando Arthur montó a Afonso en el caballo de James. Le parecía una grosería hacia su hermano mayor, quien no dejaba que nadie más se encargara de aquel ejemplar. Para ayudarle con las riendas, Arthur se montó detrás. La diferencia de altura era notoria, pero Arthur tenía más presencia y no dudaba en sus movimientos.
—James no te ha dado permiso —se atrevió a decir, incapaz de mantenerse callado un segundo más—. Seguro se molesta si ve que andas montando su caballo. Y tus padres más, porque no debes montar caballos adultos.
—Cállate, idiota, ¿te ordené que hablaras? —repuso Arthur, avergonzado—. No necesito la aprobación de nadie.
—Claro que la necesitas. Solo te quieres lucir con este, eso es todo —dijo Francis, y se sorprendió cuando el rostro de Arthur fue asaltado por rubores.
—¿Permites que tu criado te hable de ese modo? —preguntó Afonso, con reproche.
—No, nunca, no me debe hablar así —masculló.
Se bajó del caballo, se acercó hacia Francis y, antes de poder echar a correr, le propinó una bofetada en la mejilla que le causó lágrimas de inmediato. Era la primera vez en mucho tiempo que Arthur lo golpeaba. ¡Y lo había hecho por lucirse!
Invitado idiota, tan idiota como Arthur, que estaba embobado por él.
—Disculpe, señor —murmuró Francis, sabiendo que era su deber mostrarse arrepentido.
Arthur lo tiró al suelo antes de marcharse con Afonso. Le quería mostrar aquel fuerte al que solo un verdadero Kirkland podía acceder.
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Sus tías se despidieron de él después de la puesta de sol. Amparadas por la luna, vestidas de blanco, le dieron un beso en la mejilla para alejarse entre un camino rodeado de matorrales. A lo lejos, Francis solo distinguía sus ropas; la piel de sus tías era como la oscuridad y en la noche se fundía con ella.
Iban a reunirse con sus pares y los dioses. Francis esperaba la oportunidad en que él, finalmente, fuera invitado a estos encuentros purificadores. Por el momento solo acudían los adultos y jóvenes mayores que él; pero había otro problema: "¿Ellos me aceptarán tan claro como soy? Si los blancos me creen un impostor, ¿qué pensarán los negros?".
Se quedó comiendo un pan que había sobrado del almuerzo, frente a la tenue luz de una vela. Estaba duro pero peor era el sabor del aire.
No llevaba ni la mitad cuando escuchó a alguien tropezar fuera de su casa, seguido por una maldición de una voz que conocía bien. Tocaron a la puerta con movimientos secos. Francis se levantó para abrir bajo la seguridad de hallar allí a un visitante inesperado.
Arthur iba vestido con una capa esmeralda; parecía un aprendiz de hechicero, y el pensamiento le causó gracia. Él no necesitaba emplear la magia para obtener lo que deseaba. La riqueza de su familia ejercía la única influencia. La brujería y la magia quedaban para los que estaban debajo de los blancos.
—¿Estás solo? —preguntó.
—Mis tías están dormidas —mintió Francis y Arthur se encogió de hombros. No le interesaba el dato.
Intentó apreciar la pequeña estructura sin éxito. La luz apenas iluminaba la mesa donde comía, y Francis se preguntó cómo Arthur había podido llegar hasta ese punto sin ninguna antorcha. "Con razón se tropieza" consideró. Él no era un esclavo que se escapa por las noches guiado por la luna. Los blancos necesitaban herramientas.
Arthur se sentó en la silla que antes ocupaba Francis. Miró el trozo de pan con desdén.
—¿Y esto? —dijo, dándole un bocado.
—Era mi cena —dijo Francis, poniendo los ojos en blanco—. ¿Mi señor me dirá por qué me honra con su visita a mi humilde, y para nada digno de él, hogar?
—Cuida tu tono. Todavía puedo castigarte más.
—No sé de qué habla, nada me haría más feliz —dijo, y cuando Arthur se levantó de la mesa, Francis retrocedió—. ¿Los señores saben que estás aquí? Es peligroso para un niño ir solo a estas horas. En la noche salen los espantos.
—Los espantos me temen a mí —dijo Arthur, con suficiencia. Francis evitó echarse a reír—. Y no soy un niño, idiota. Soy tu amo. Y, eh, puedo pasear donde yo quiera. Solo paseaba por aquí. Soy el amo de este lugar. Puedo pasearme por aquí cuando quiera —insistió.
Era una mentira frágil. Francis estudió la expresión de Arthur, y recorrió el trayecto que tenía su mirada. Se llevó una mano a la mejilla, creyendo que soñaba. ¿De verdad se sentía culpable? ¿Por una cachetada? Eso era inusual, no solo en su relación, sino en general. Como esclavo, Francis consideraba que era cuestión de tiempo recibir los primeros azotes, que temía en el día y en la noche se convertían en pesadillas.
—Te recomiendo que lo hagas de día —dijo—. Por más que tu apariencia espante a quien se acerque, no creo que sea seguro para un niño.
—¡No soy un niño!
Francis cometió una acción insensata. Aprovechando la diferencia de altura, alargó el brazo hasta tocar con su mano la cabeza de Arthur. Al menos, todavía, debía bajar ligeramente la vista para dirigirse a él y eso al chico lo exasperaba. Como previó, Arthur le retiró la mano con brusquedad, bufando.
—No sé ni para qué me molesto —gruñó—. Mañana vas a trabajar duro, idiota. ¡Vas a dejar de flojear en la cocina y me vas a preparar todos los dulces que Afonso y yo queramos! A Antonio no le hagas nada.
A Afonso le podría preparar piedras, a ver si las disfrutaba.
—Yo no holgazaneo. Es que, aunque te parezca difícil de creer, en la cocina debo cumplir órdenes. Pero ya veré qué puedo hacer. Para ti —especificó. Evitó mencionar que le agradaría complacer los gustos culinarios de Antonio, quien tenía un mejor humor que todos aquellos pequeños amos.
Lo único que le molestaba de Antonio era que lo trataba como si fuera una señorita, por más que le decía que él era un chico.
Arthur se marchó poco después. Francis lo vigiló hasta que desapareció en la penumbra. Por un momento había creído que Arthur estaba acompañado, pero allí aparte del muchacho con capucha verde no había nadie más.
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William Kirkland se ocupó de las lecciones de Francis. En un principio había tenido miedo, y llegó temblando literalmente de pies a cabeza al despacho del abuelo, quien lo recibió con el entusiasmo habitual en aquella familia. Era severo, poco dado a las sonrisas, y después de los saludos cordiales lo mandó a sentar en el escritorio. Además, había distinguido que de él provenía el desagradable olor a tabaco que inundaba la casa. Supuso que cuando nadie lo veía se gastaba cajas enteras de aquel vicio.
—¿De verdad, señor? —preguntó Francis, sorprendido.
—¿Cómo vas a aprender algo si te vas a pasar toda la hora de pie, mocoso? —le reprochó el señor William, señalándole la silla—. Apúrate, no tengo todo el día e imagino que luego te irás a trabajar. ¿Ya tienes pensado el postre de hoy?
—Sí, señor —dijo Francis, pero antes de que pudiera decirlo, el abuelo lo interrumpió:
—Prefiero que me sorprendas. Ahora es más importante que te sientes a leer. Arthur me dijo que ya conoces bastantes palabras.
—Más o menos, señor. No soy muy…
El señor William lo interrumpió, para pedirle que examinara el libro que le daba. Francis había creído que se trataría de un texto importante y complicado pero, para su sorpresa, se topó con una narración cuyos nombres se le hicieron familiares. El señor William le dirigió una sonrisa —o una mueca— cómplice.
—No eres el primer esclavo que aprende a leer. Supongo que te será más sencillo leer una historia que hable de tus antepasados. Los negros que fueron traídos de África, donde tenían salvajes orígenes, y fueron domesticados hasta casi parecer hombres. Sus creencias son bárbaras, pero no me ciego, no hemos podido erradicarlas. Allí están, tú mismo les rezas a dioses en que yo no creo, ¿cuántos son?
La descripción de su gente dolía.
—Muchos, señor —confesó Francis—. No hay un número específico.
—¿Y a cuál le tienes devoción?
—A las diosas principales, señor. Me gusta en especial la diosa del amor.
—Es también la diosa del engaño —consideró el señor William—. Suele estar vinculada a la brujería. ¿Has visto brujería alguna vez?
—No, señor, no me gustan esas cosas —dijo, con prudencia—. Jamás he visto nada de eso.
—Haces bien.
Se enfrascaron en el primer texto, cuya dificultad hizo imposible que Francis lo leyera sin ayuda. A pesar de ello, disfrutó de la lectura tanto como con los cuentos de hadas.
William Kirkland aclaró que debía guardar completo silencio. Nadie tenía que saber las lecturas que guardaba en su biblioteca, ni siquiera las tías Molly y Margaret.
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La visita de los Fernández se extendió. En los días posteriores, tuvo la fe en que Arthur se aproximara para preguntarle cómo transcurrían las lecciones con su abuelo. En vez de eso, se encontró con la sorpresa de seguir opacado por la visita de aquella familia y sus hijos; Arthur competía con Antonio con prácticamente todo. Tenían la misma edad pero personalidades completamente opuestas: Francis creía que el chico de ciudad jamás dejaría que lastimaran a un sirviente. A Afonso intentaba impresionarlo y a las chicas apenas les hablaba, como si en su presencia se tragara la lengua. Ni siquiera le había vuelto a pedir que preparara un postre para la cena. Para su contrariedad, Francis compartía la cocina con el criado de la familia Fernández, quien se encargaba de elaborar platos típicos de lugares lejanos como Portugal y España. Tía Molly y Francis lo ayudaban en los detalles, pero no se podía decir que participaran en el proceso creativo.
A pesar de ser un hecho insignificante, a Francis le enfurecía lo fácil que Arthur prescindía de él y la forma en cómo Afonso acaparaba toda su atención. ¿Qué tenía de especial ese niño?
Su indignación le sorprendía. ¿Por qué se sentía así? Cuando pasó al lado del altar religioso de sus tías, le dio un repaso y luego se preguntó si acaso no estaría enamorado de Arthur, muerto de celos por el intruso, tal y como las diosas se peleaban por el amor del dios guerrero. No le parecía algo malo estar enamorado de un chico, tampoco que fuera su amo, porque era común que las esclavas se sintieran atraídas por ellos, pero desde un principio le pareció que era un amor infértil.
¿Y si rezaba, y si buscaba atarlo, como la diosa del amor ofrecía a quien desesperaba por su ayuda? Francis sonrió ante la ocurrencia, pensando que nunca emplearía un amor artificial. En su lugar, optó por actuar con naturalidad, ignorando sus sentimientos y aguantando el estado de idiotez perpetua que Arthur adquiría con Afonso.
Siguió de largo, alejándose del altar.
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Esa era su intención pero una vez sucumbió ante el deseo de atraer su atención. Cortó una flor y se la acomodó en el cabello, considerando que a falta de broches o sombrero, una flor sería un adorno atractivo. Intentó encontrar a Arthur, pero lo llamaron para cumplir con sus obligaciones y tuvo que interrumpir la búsqueda. De todas formas, en la cocina aprovechó para hacer un pastel de calabaza.
—¿Y eso? —preguntó tía Molly—. Falta mucho para comenzar a preparar la cena.
—Lo sé. Es para el señor Arthur y sus invitados.
—¿Un regalo de despedida?
—¿Despedida? —saltó Francis, alarmado, y la tía Molly asintió.
—Se marchan a la ciudad por unas semanas, al sitio donde tú vivías. Irán a visitar el hogar de los señores Fernández. Los pequeños señores conocerán el mar.
A Francis aquella información —el mar, el dichoso mar que traía muertes a los marineros, enfermedades a los pasajeros débiles, que separaba multitudes— no le ofreció ningún alivio, a pesar que el hecho de librarse de las maldades de James y Arthur en conjunto debería haberle alegrado un poco. Solo que no lo consiguió, porque justo cuando reconocía la especie de amor que sentía hacia su profesor temporal, este se marchaba para gozar de los encantos que la ciudad le concedía a los niños ricos, blancos, libres. Y, aún más, en compañía del mayor con el que se había topado hasta entonces. Comenzaba a sospechar que la amistad que Arthur había creado con Afonso con tanta facilidad escondía otro deseo, inocente —porque Arthur a su edad no se podía decir que fuera promiscuo— como el primer amor.
Acabó el postre con tristeza y deambuló por la cocina como si fuera un zombi, sin propósito de existencia. Tal vez exagerara, pero creía haber perdido en la lucha por la atención de Arthur. Ni siquiera había tenido una oportunidad.
Con todo, procuró recobrar los ánimos. Cuando el pastel estuvo listo, envolvió un pedazo y comenzó nuevamente la búsqueda de Arthur. Lo encontró en el amplio jardín de detrás de la casa, correteando junto a Afonso, Antonio y otros niños de la escuela que a Francis le caían mal. Se les acercó sabiendo que debía tener cuidado ante la presencia de los demás.
Sus ojos se centraron en Arthur, sudoroso y sucio, pero sumamente entretenido. Este se detuvo cuando Antonio señaló la presencia de Francis.
—¡Es la criada bonita! —dijo Antonio.
—Que es un chico —corrigió Afonso, con signo de que habían tenido esa conversación varias veces.
—¿Y tú sigues empeñado? ¿Cómo va a ser un chico? Mírala, no lo es.
—Tócale las bolas —sugirió Gilbert.
—No haré eso con una dama, por más que tú sí seas un cerdo —dijo Antonio, ofendido ante la sugerencia.
—Que es un chico —insistió Afonso—, y no es una dama, ni un caballero, es un negro.
—¡Pero si es blanca! —exclamó Antonio, incapaz de entender a su hermano—. Eres muy maleducado con una dama.
—Y tú un ciego que no quiere tocarle las bolas para salir de dudas.
—Pues ve y tócaselas tú, si es un negro, da igual, ¿verdad? —retó Antonio.
Mientras los hermanos comenzaban a discutir, Arthur los ignoró y se acercó a su criado sin entender qué hacía allí.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes esa cosa boba en el cabello? —le reprochó, arrugando el ceño—. Quítatela. Es ridícula.
Francis lo hizo de inmediato, más porque era una orden que porque se sintiera avergonzado de tener una flor en el cabello. Luego, sin más preámbulos, le mostró a Arthur el postre envuelto.
—Me dijeron que se va mañana —dijo, recordando hablarle con respecto frente a tantos—. Pensé que a usted le gustaría tener un bocadillo mientras viaja —le explicó. Se alegró al ver el brillo en los ojos de Arthur, el cambio en la mirada era sutil pero evidente.
—Eh, bien. Al fin comienzas a pensar por ti mismo, supongo que no eres del todo inútil —consideró Arthur, dándole lo que consideraba una felicitación—. ¿Y qué harás para cenar?
—De la cena se encarga el cocinero de los señores Fernández, señor.
—Ah, bueno, pero ya podrías hacer algo tú, ¿no? —reprochó Arthur.
—Sí, señor, si usted lo desea —dijo Francis, entusiasmándose ante la idea de que Arthur quería, específicamente, un platillo preparado por él.
—Como sea. Solo di eso —le exhortó.
Justo cuando deseaba encontrar otra cosa que decirle, y que pudiera interesarle, fue asaltado por sus compañeros de clases. Arthur soltó una exclamación de protesta ante la acción que los había tomado desprevenidos. Afonso le colocó una mano en el hombro.
—Solo van a comprobarle a mi hermano si el negro es chico o chica.
—Ustedes son unos cerdos —protestó Antonio, quien se situó junto a Arthur—. ¿Por qué dejas que la maltraten?
—Es un chico —corrigió Arthur y Antonio puso los ojos en blanco.
—Que ustedes no le den vestidos a sus esclavas no las convierten en chicos.
Uno de los chicos pateó a Francis en el estómago. Muchos se rieron, pero ni Arthur, ni Antonio ni Afonso lo hicieron. En su lugar, Antonio, indignado, se abalanzó contra el chico con ganas de propinarle una dolorosa lección.
—Si querías demostrar que es una chica, hay que golpear más abajo —señaló otro chico. Unos estuvieron de acuerdo, pese a las protestas de Antonio.
Francis recuperó el aliento a duras penas. Con la patada había caído al suelo y ahora se mantenía de rodillas. Huir. Era el único pensamiento que ocupaba su mente. No. Había otra posibilidad. Francis miró a su alrededor y descubrió un rama cerca de él. Era un arma improvisada, pero lo único que tenía para defenderse.
Cuando alargó el brazo para tomarla, otro le tomó de la mano y le apretó los dedos. Quien golpeó a ese fue Afonso.
—Hey, basta ya, ¿qué les ha hecho a ustedes este chico? —protestó.
—Chica —corrigió Antonio.
—Lo que sea —dijo Afonso.
Francis aprovechó el desconcierto de todos para liberarse y alejarse de ellos. Lo último que escuchó antes de echar a correr fue a Arthur protestando porque maltrataran a su esclavo en su propiedad sin autorización de su parte.
No volteó para observar qué ocurría a continuación. Se alejó y se alejó hasta acabar cerca del matadero, donde tropezó con un chico mayor que él, de piel tan negra como el carbón y una mirada de desconcierto en el rostro.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el esclavo.
—Los amigos de Arthur me quieren golpear —explicó, mientras se esforzaba por recordar su nombre.
Casper. Se llamaba Casper y había sido comprado hace poco a un comerciante de esclavos. Era alto y tenía músculos pese a que no debía superar los dieciocho años.
—Ven, vamos a ocultarte —dijo—. Espero que esto no me traiga problemas…
Francis se quedó quieto en un rincón, manchándose de tierra, sangre y el olor a muerte. Casper cuidó que ningún blanco se percatara de su presencia allí.
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Al atardecer, se bañó para eliminar el olor nauseabundo de su cuerpo. Cuando acudió a la casa principal para atender sus deberes en la cocina, descubrió un ambiente tenso. Para su sorpresa, o tal vez porque seguía oliendo mal, la tía Molly le dijo no lo necesitaban allí por esta vez.
Francis se encontró deambulando por los pasillos hasta que, motivado por la curiosidad, acudió al dormitorio de Arthur. Se asomó por la puerta, encontró allí también a Afonso y a Antonio, para variar. Intentó retirarse sin ser visto, pero Afonso se fijó en él y le invitó a entrar.
En sus manos y su rostro tenían rastros de la pelea que se había producido después de la huida de Francis. Por su culpa.
—Justo hablábamos de ti —dijo el mayor de todos—. Arthur está preocupado y quiere que aprendas a defenderte.
—Eso no es cierto —masculló. Las mejillas coloradas y que estuviera mirando al piso como si se tratara de un objeto fascinante desmentían sus palabras.
—¿Y qué puedo hacer? —preguntó Francis, desanimado.
Antonio tomó una espada de madera, y Afonso sonrió.
—Aprenderás a utilizar la espada, como nosotros. A ver si así vuelven a meterse con una señorita —dijo Antonio.
—Oye, de verdad soy un chico —corrigió Francis sin muchas esperanzas en este punto.
Esa noche, antes de la cena, los niños Fernández y Arthur le enseñaron los movimientos básicos con una espada. Al finalizar, Francis se preguntó por qué Afonso le había caído tan mal en primer lugar.
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¡Hola! Como CHdA y eCdH estoy a punto de acabarlos, voy a poder actualizar esta historia con mayor regularidad. Gracias por sus comentarios!
Nuevamente, agradezco mil a Suzume por su beteo.
Un par de datos: sé que suena extraño utilizar la palabra "zombi" pero estuve revisando y ya esta aparece en 1697, en Le Zombi du Grand Pérou de Pierre-Corneille de Blessebois. En todo caso, el concepto de zombie es algo que marcó la esclavitud haitiana.
Sobre, "las diosas peleándose por el dios guerrero", me refiero a Oya y Obbá peleando por Shangó. Disculpen cualquier dato erróneo que pueda tener sobre religión, no es mi intención.
Casper es el nombre que le doy a Camerún. Btw, en este capítulo aparecieron cosas que serán claves en los próximos capítulos, ¿descubrieron cuáles?
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