Antes que nada, esto no es algo que a mi se me ocurriera como el mejor fanfic de la vida, no. La verdad esto es tan solo una adaptación de un libro que leí para la secundaria hace unos años atrás, cuatro para ser exacta~

Bueno, la cosa es que estaba limpiando los estantes donde estaban todos los libros, y el destino hizo que se cayeran todos. Cuando me agacho para juntarlos, me encuentro con el libro. Y bueno, llegó a mi la duda de como sería si Shindou fuera el protagonista. Básicamente igual, solo que con Shindou~ Y... mi mente es traicionera, y me obligó a hacer esto.

No les diré nada más~ Disfruten la lectura.

Aclración: No viven en Japón, sino en París~

Disclaimer: Los personajes de Inazuma eleven go es propiedad de Level-5. El libro se llama "La chica de 2° B" y es del autor Christian Grenier. Solo me pertenece la idea de hacer esta ridícula, pero divertida, adaptación.


CAPITULO UNO

Viernes 16 de Septiembre.

—¿Alguno de ustedes toca un instrumento?

El profesor de música era nuevo: se llamaba Yuuto Kidou. Ya en la primera hora de clase, escribió su nombre en el pizarrón. Si hizo esa pregunta enseguida, es porque la clase está compuesta únicamente por alumnos voluntarios. La música, cuando uno tiene catorce años, se vuelve optativa. Ya no es algo importante, como las matemáticas o la física... Uno puede, en teoría, vivir sin ella. Yo no.

Esperé, sin embargo, unos segundos antes de levantar la mano. Así, no me hacía notar demasiado. Y menos todavía, porque había llegado tarde a clase. Y, en consecuencia, había tenido que sentarme adelante de todo.

La sonrisa del profesor Kidou se había ensanchado. Ay, no había duda: me estaba hablando a mí.

—¿Su nombre?

—Shindou. Takuto Shindou.

Me di vuelta.

¡¿Cómo?! ¿Treinta y dos alumnos de dos de las cuatro divisiones de segundo año habíamos elegido la clase optativa de música, y yo era el único que tocaba un instrumento?

Pensé en el viaje del año pasado a Berlín, en Alemania, que hicimos con la señora Kino Aki -la profesora de alemán, y la tenía de nuevo este año-. En el programa de ese día se había previsto una visita a uno de los colegios de la ciudad. Entramos a una sala; había treinta alumnos con su profesor de música, que nos recibió con un saludo cordial e incomprensible. Para darnos la bienvenida, les pidió a los alumnos no sé que cosa, pero bueno, todos obedecieron. Cada uno sacó de su estuche un instrumento: flauta, violín, clarinete... Una chica se sentó al piano. Los otros se pusieron de pie. Y el profesor les dio la señal de largada, levantando las dos manos a la vez. Comenzó entonces un verdadero concierto sinfónico. Como en la Pleyel (1). La perfección. Nos sentimos chiquitos. Hasta yo estaba impresionado. En Alemania, la excepción es, forzosamente, que alguien no toque un instrumento.

Acá, en París, en el Colegio Raimon, esa mañana, la excepción era yo. El año pasado, tendría que haber aceptado ingresar a una clase especial para músicos, como me había recomendado Kiyama.

Eché una mirada furiosa a Kariya -un estudiante avanzado-. Se dio cuenta. Le dijo al profesor, como para justificarse:

—Yo toco el bajo, En una banda de amigos. Pero no solfeo. Shindou, en cambio, es casi un profesional.

En el aula, se produjo un murmullo alegre. Una especie de risa educada. La de todos los de la otra división.

—¿Qué instrumento toca, joven Shindou?

—El piano.

—¿Desde hace mucho?

—Sí.

—¡Desde hace más de diez años, profe!— Lanzó a mis espaldas Kariya, a quien no le había preguntado nada—. Su padre es músico.

Hiroto frunció las cejas rojas y finas, verdaderas lineas finas con un cráneo liso encima, donde se sacudía un rebelde mechón rojo. Se sacó los anteojos de carey. Era para pensar mejor. De repente, sus grandes ojos de miope se convirtieron en dos bolitas ridículas.

—Espere.— Murmuró—. ¿Usted acaso es pariente de Shein Shindou?

Con eso, Kiyama se estaba luciendo. Porque el nombre de Shein Shindou hay que pescarlo cuando desfila a toda velocidad por la pantalla del televisor. Y sí, Shein Shindou compuso, sobre todo, música para series televisivas. Y también algunos arreglos, como dice. No está muy orgulloso de eso.

—Es mi padre.

Pensé que iba a encontrar en el rostro de Kiyama la sonrisita de desprecio habitual. Pero el profesor se volvió a poner los anteojos para declarar a toda la clase, haciendo como si nada:

—Takuto Shindou nos muestra el ejemplo clásico de lo que es un músico o un intérprete: suele ser hijo de alguien que se dedica a la música. El padre de Johann Sebastian Batch, el de Mozart, de Beethoven.

—¡El de Jean-Michel Jarre!— Agregó Kariya, animado.

—¿Eso significa según ustedes que la música se transmite por los genes?— Preguntó Hiroto.

Miraba fijamente a Kariya como para invitarlo a responder a la pregunta, y agregó:

—¿Qué un hijo de músico tiene naturalmente más talento que otro?

Modesto, Kariya. Veía la trampa en la que necesariamente iba a caer. Quiso ganar tiempo:

—Bueno, tal vez...

—¡Claro que no!— Afirmó el profesor—. Significa simplemente que un hijo de músico está inmerso en la música desde su más temprana edad. De este modo, cuenta con las mejores condiciones para desarrollar su posible don. Wolfgang se convirtió en Mozart sólo gracias a las lecciones de su padre. Claro que, sin duda, tenía disposiciones excepcionales. Pero si el viejo Leopold hubiera sido... digamos... comerciante o agricultor, con seguridad hoy no tendríamos ni "Don Juan" ni "La flauta mágica". ¡En cuanto a Beethoven, sabemos que su padre le hizo entrar el solfeo a golpes en los dedos!

Un silencio respetuoso pesó de pronto en el aula y vino a concentrarse sobre mis hombros. Listo, iban a pensar que yo era un chico golpeado.

—Este año— dijo Kiyama—, les propongo completar mis cursos con clases especiales que podrán preparar libremente, sobre el tema que elijan... ¿Alguien se ofrece para el viernes que viene?

Un verdadero problema, esa pregunta: todos los alumnos bajaron la cabeza. De haberse atrevido, Kariya se hubiera escondido debajo de la mesa.

—Bueno, voy a elegir a algunos voluntarios. Usted, el del bajo... sí, usted, ¿cómo es su nombre?

—Masaki Kariya.

—Y bueno Kariya, sea gentil: prepárenos para el viernes una clase especial cobre su instrumento... o sobre la banda de la que forma parte.

Conozco bien a Kariya. Desde hace dos años. Provocador, pero nada valiente. Pude medir su pánico en su repentina falta de réplica.

—Profesor, por favor, la semana próxima no: la otra, se lo prometo.

—Dentro de dos semanas. Queda anotado. Entonces, el viernes que viene, le toca exponer a...

Kiyama simuló concentrarse en la lista de alumnos. Fingimiento inútil. Como él, yo sabía de antemano a quién le iba a tocar.

—...Takuto Shindou. Sobre el tema que elija.

Alzó hacía mí su gruesa mirada fuera de foco. Debe haber confundido mi mueca con una sonrisa resignada.

Ese trabajo era un clavo, aunque en el fondo estaba contento de sacármelo de encima rápido: dentro de una semana, iba a estar tranquilo por una buena cantidad de tiempo. Mientras tanto, no quedaba otra que hacerlo.

En la vida, tengo un problema: no sé expresarme bien. No encuentro las palabras para decir todo lo que tengo en el corazón y en la cabeza. Soy un discapacitado del verbo, un mal-hablante, podría decirse. A los que ven mal, se los perdona. Es una discapacidad reconocida, es como ser sordo o manco. Pero cuando uno es un inválido de la palabra, es una verdadera tara, un vicio, un defecto que se supone que uno adquirió como consecuencia de malos hábitos.

Hay personas que, cuando hablan, parecen estar leyendo. Forman frases de estilo, tipo Luis XV, llenas de doraduras. Pero si uno pudiera hurgar en su cabeza, se sentiría a veces decepcionado: sus palabras son un decorado que esconde a menudo cosas vulgares, pensamientos e intenciones que han pintado por encima para dar una buena impresión.

Conmigo sucede más bien al revés: el interior es tierno y suave, pero cuando quiero hacerlo salir, se vuelve áspero y tonto. Entonces, como el embalaje es engañoso, desconfían de mis palabras. Las toman con pinzas. O si no, las dejan en el borde de la conversación, sin abrirlas.

Por el contrario, toco bien el piano. Kiyama tenía razón, no es un don, aprendí a hacerlo.

Hay que decir que además de la música, no me gustan muchas otras cosas en la vida. Es normal. Me sumergí en ella cuando era chico. No fue difícil, todo el mundo se dedicaba a eso en mi casa. pero cuidado, no cualquier música. La de los conciertos y del domingo. La que llaman "seria", como si fuera aburrida. La llamada "clásica", como si uno no la encontrara más que en el museo. La que llaman "la gran música", como si las otras fueran un poco más pequeñas.

La música que me gusta es la que permanece y que mira pasar a las otras: al rock y al funk, al pop y al rap, al gump y al punk y a alguna otra tecno de nombre corto y complicado.

Se cree que la gran música es un lujo. Como si hubiera que ser rico para escucharla. Sin embargo, esta música no cuesta más plata que las otras. ¿Por qué privarse de ella, entonces?


Martes 20 de Septiembre.

Al salir del colegio, me fui a sentar a mi banco; se encuentra en la explanada llena de plátanos que une la estación del subte Rome con la Place Clichy.

Desde sexto grado, ese banco es mi refugio, mi escondite. En París, uno consigue el lugar que puede. Y yo no soy muy difícil de disimular: en la calle, en el patio, en la clase, paso casi inadvertido. Los profesores se dan cuenta de que existo cuando toman lista y cuando completan los boletines.

Una o dos veces por semana, vengo entonces a instalarme en mi banco. La mayoría de las veces, está libre; en este barrio, todo el mundo corre, tanto los turistas como los transeúntes. Ahí, a menudo, escribo mi diario porque no es siempre fácil hacerlo en casa.

Sí, escribo. Cuando están en el papel, tengo la impresión de que mis palabras son más verdaderas que las que digo, que fijan todo lo que no supe expresar.

Nunca tengo apuro por volver a casa. Primero, porque vivo a diez minutos a pie del colegio, es la calle Capron, un pasaje algo lujoso encajonado entre un estudio de artes y el gran museo del norte. Luego, porque mi madre es discapacitada. En cuanto llego del colegio, debo terminar antes de la cena todo lo que ella no pudo hacer durante el día.

Acababa de sentarme en mi banco cuando llegó un señor de la tercera edad y desalineado. No, no tan desalineado después de todo. Cuando alguien es pobre o está desocupado, parece siempre más desarreglado de lo que es. Llevaba una camiseta manchada, como la de los artistas novatos, unos pantalones gastados y viejos, sandalias algo rotosas, y una pañoleta en la cabeza. Me miró y le miré. Después, se sentó en el banco que estaba enfrente de mí.

No estaba escribiendo mi diario. Estaba transpirando de tanto pensar en ese famoso trabajo que debo presentar el viernes próximo. Elegí a Schubert, que es mi músico preferido. Pero me levanté enseguida. Por el olor. Aquel hombre tenía olor a pescado, hasta los gatos se le acercaban.

Entonces llegó un chico. Catorce años, cabello rosado amarrado en dos coletas bajas, limpio y sonriente como una publicidad. Respiraba felicidad y salud. Hay, en la vida, chicos extraordinarios que pasan y sabemos que no se detendrán. Pareciera que se mueven por una pantalla de cine: podemos mirarlos, oírlos, pero es inútil intentar comunicarse con ellos. Forman parte otra dimensión, de un universo tabú y cerrado.

Sin embargo, se trataba con toda seguridad de un alumno de mi colegio.

Sin molestarse, el señor de la tercera edad fijo su mirada en él. Entonces, él se paró a mirarlo y buscar algo dentro de su bolso -mochila-. Pero al abrirlo, se cerró su sonrisa. No sé qué le dijo al hombre, pero supongo que olvidó de respirar, si no se hubiera ido corriendo en seguida. Y luego oí que el tipo murmuraba:

—Bah, no importa, jovencito. ¡Lo que vale es la intención, como dicen! Yo, cuando miro a la gente, es nada más para comenzar una charla...

Él pareció tranquilizarse de inmediato. Ahí me di cuenta de que era realmente lindo: parecemos siempre más lindos, creo, cuando estamos contentos. Y justamente, él había vuelto a sonreír. Se sentó en el banco, revolvió dentro de su bolso. Sacó un paquete de galletitas con cara de haber ganado al loto. Parecía más contento que el hombre. Por su aspecto, pienso que él hubiera preferido que ese chico no se hubiera tomado tantas molestias.

Pero él hizo como si nada. Comió las galletitas con él, charlando; en fin, estaban de gran reunión. El vagabundo se distendió. Yo los miraba con un enorme hueco en la panza. Como si también hubiera tenido hambre.

Creo que debo haberme reído, para mis adentros por supuesto. Tenía que estar tocado ese chico para preferir conversar con él en vez de hacerlo conmigo. Pero en el fondo, bien en el fondo esta vez, sabía que él tenía razón. Creo que el coraje de eso: hacer lo que sabemos que es verdadero y justo, burlándonos de la mirada de los otros y del qué dirán.

Por último, se levantó y se alejó. Le seguí con los ojos hasta el final. Hasta que cruzó la calle a la altura de la vieja fuente Wallace, y tomó una de las galletitas perpendiculares al bulevar Des Batignolles.

Me sentía solo, ridículo. Muy digno, el hombre se metió en el bolsillo lo que quedaba del paquete de galletitas; luego se recostó en el banco y durmió. Después de esto, ¿cómo hablar de Schubert? Schubert vivió mal, y murió en la miseria. Era feo y desgraciado en el amor. Yo estaba con Schubert como ese chico con el hombre: le brindaba al músico interés y consuelo, pero doscientos años después de su nacimiento.

Es tanto más fácil querer a la gente a la distancia.


Viernes 23 de Septiembre.

Creía estar a salvo después de haber concluido mi exposición. ¡Qué error!

—Señor Shindou— dijo Kiyama al final de la hora—, le agradezco mucho. Estuvo muy bien.

Y, con seguridad, hasta demasiado. Lo mejor es a veces enemigo de lo bueno, dice mi padre. En este caso estaba por provocar un conflicto.

Había concebido mi clase especial como una especie de concierto-conferencia. Y sí, cuando estoy frente al piano, nunca busco las palabras, sino que desafino sobre todo cuando hablo. Entonces hablé poco: daba breves informaciones sobre la vida de Schubert, su música, sus cuartetos, sus óperas, sus "lieder"... Luego, cuando sentía que las palabras se agotaban y las frases se vaciaban de a poco, me precipitaba sobre el piano; interpretaba el movimiento de la sonata de la que acababa de hablar, o interpretaba el tema de una sinfonía. Para ilustrar la idea del "Rey de los alisos" que me sentía incapaz de comentar, mostré cómo el piano imitaba el galope del caballo...

Y funcionó.

Todo el mundo estaba encantado, cuando, en realidad, en una hora apenas había leído una página y media. Para convencer, lo importante no es realmente lo que se dice: es sobre todo el tono y la música: tiene que ser armonioso, bien medido y construido... Con mi exposición, había hecho trampa para gustar. Un número de ilusionista, en definitiva.

Pero jamás hay que pedirle a un mago que repita un truco que le salió bien. Sólo que Kiyama no era un espectador cualquiera; era más bien como el director de la sala...

En el momento en que mis compañeros salían de la clase, me pidió que me quedara. Sus cejas no paraban de hacer olas en su frente y, debajo, su mirada balanceaba como un barco ebrio.

—Fue notable. Una exposición en el tono justo, apasionante... y original. Además, toca muy bien. Y lamento que un trabajo así termine acá. ¿Aceptaría volver a dar su exposición ante otra clase del colegio? ¿O, quizás, ante alumnos de la primaria? Puede decir que no, Takuto. Pero si quiere un día ser profesor... a propósito, ¿qué quiere hacer más adelante?

Cuando me hacen esta pregunta, siempre tengo ganas de contestar: "ser feliz". Pero parece que eso no es un trabajo. Una profesión de fe, a lo sumo.

Le dije simplemente:

—Dedicarme a la música.

En Francia, hay menos de cien pianistas que viven de su arte. Si uno quiere vivir de su instrumento, formar parte de una orquesta, hay que aprender a tocar el violín, el clarinete o el fagot. ¡Pero no precisamente el piano! Mi padre vivió esta amarga experiencia.

Kiyama consultó su agenda. Me sentí como si estuviera en lo del dentista. Salvo que ahora era más complicado: era necesario que él tuviera clase y que yo, por mi parte, estuviera libre.

—El martes a la mañana, de ocho a nueve, ¿qué tiene que hacer?

"Quedarme en la cama", estuve a punto de responder.

—Nada. Tengo física a las nueve.

—Entonces, ¡hasta el martes que viene, Takuto!


Miércoles 28 de Septiembre.

Ahí estaba él.

Sí, el chico del otro día estaba ahí y asistió a mi clase. Fue algo inesperado y catastrófico.

Los problemas comenzaron a las ocho, cuando Kiyama constató que la sala de música estaba ocupada.

—¡No importa! Hará la exposición sin piano. El aula 38 está libre, vamos.

Dóciles, los veinticinco alumnos de Segundo B lo siguieron. Yo quise discutir con el profesor: mi exposición sin piano era como una demostración de natación sin pileta, como una clase de dibujo sin lápices ni pinceles... Pero no quiso oír nada.

En cuanto llegué, me instaló en el escritorio. Se fue al fondo del aula. Luego dijo de lejos, cuestión de ponerme del todo cómodo:

—Bueno días. Siéntense. Les presento a Shidou Takuto, un compañero del otro curso de Segundo año que va a dar una clase sobre Schubert. les agradecería que tomaran apuntes... Bien, Shindou: ¡le toca a usted!

Miré las frases que parecían mezclarse en la hoja. Sin embargo, no había tantas. Pero ahora formaban un rompecabezas. Pasaba como en "Los números y las letras", pero multiplicado por cien: tenía tan sólo una página como palabras y una hora para unirlas como corresponde.

Entonces, levanté los ojos y lo vi. Estaba ahí, ya no sentado en el banco, sino en la primera fila de la clase. Y en vez de una caja de galletitas, sacó de su bolso una carpeta, hojas, una lapicera. Luego clavó sobre mí sus grandes ojos azules como si estuviera por contarle cosas apasionantes. Me aclaré la voz y comencé a hablar dominando mi pánico.

Yo sé por qué los profesores nos piden que demos clases especiales: es para hacernos tomar conciencia de que su trabajo es difícil. En el fondo, para que los escuchemos, tendrían que ser tan charlatanes como Antoine de Caunes, Nagui y Christophe Dechavanne juntos (2). Los espectadores no pueden interrumpirlos: la tele es impermeable a los sarcasmos y al ruido. Pero ahí, arrinconado entre un escritorio de madera falsa y un auténtico pizarrón negro y gastado, frente a esa manada atenta y crítica, me sentía vulnerable y desnudo.

Con los profesores pasa lo mismo que con el ejército: aunque no lleven uniformes, sabemos que pertenecen a los altos grados. Pero un alumno es el ideal de segunda clase. Y si lo ponen en primera línea, él solo se deja abatir.

Bueno, es verdad, sobreviví y no demasiado humillado. Hubo una o dos tentativas de diversión, en el centro, pero el chico de la primera fila se dio vuelta enseguida, como si quisiera oír lo que estaba diciendo. Eso me dio valor. Seguí mi exposición para él. Tan bien que yo mismo me la creí:

—Beethoven murió adulado, en plena gloria, a los cincuenta y siete años. Su mayor admirador formaba parte del cortejo fúnebre; tenía tan sólo treinta años y poco más de un año de vida. Era totalmente desconocido... Se llamaba Franz Schubert. Era feo, gordito y petiso. Ninguna mujer alzó los ojos hacia él. Sin embargo, su música da prueba...

Ahí debía interpretar los primeros compases del segundo movimiento de "La Doncella y la Muerte". La doncella era él y yo estaba muerto de vergüenza, privado del piano que me hubiera permitido, justamente, traducir mi angustia.

Enfrente de mí, el chico escuchaba con una atención distraída y educada. Su compañero de banco se inclinó en un momento dado para susurrarle algo en el oído. Se rieron un poco. Exactamente lo que necesitaba para perder el hilo del texto.

En vez de una hora completa, mi clase duró veinte minutos. Una maratón que algunos alumnos intentaron celebrar con aplausos. Kiyama, tomado por sorpresa, me dijo:

—Hasta pronto, Shindou. Y gracias otra vez.

Me escapé para ir a rumiar mi bronca. Vamos, no era momento de enamorarse. O entonces tenía que elegir a otro chico, accesible. En mi clase hay quince. Sólo que tengo la impresión de que soy en el amor como en la música: apunto siempre a lo que está por encima de mis medios. Por ejemplo, desde hace tres meses, estoy trabajando duro con las "Variaciones Goldberg" de Bach que me cuestan mucho.

No, no tengo derecho a pensar en chicos. Todavía no. Dejo esas actividades para Kariya, que le dedica tiempo por dos. Por otra parte, mi padre me lo había advertido. Hace seis o siete años, cuando anuncié que quería seguir con el piano, me dijo: "De acuerdo. Pero te acercas a un recorrido largo, difícil, doloroso. Te condenas cada día a varias horas de ejercicios; se terminaron, por años, la distracción, el deporte, la tele. A partir de ahora, despídete de tus amigos y más tarde, de la idea de un novio. Vivirás con tu instrumento de tortura. Sabiendo que tienes una ocasión entre mil de vivir del piano".

A los ocho años, estaba seguro de mí mismo. No tenía amigos. Ya no teníamos tele. Distracciones, nunca había tenido. No me gustaban los juegos de mi edad. Nací viejo, es así. A veces, ese desfasaje me molesta. No es del todo fácil tener cabeza de adulto y vida de escolar. Creo que es más fácil llevar una vida de adulto cuando se sigue siendo chico.

Cuando llegué a casa, mi madre me esperaba acostada en su dormitorio. Mala señal. Tenía cara de cansada y la voz seca. Cuando siente dolores, se pone de mal humor. Ser discapacitado es difícil para todo el mundo, pero cuando además se tiene mal carácter, la cosa se complica; y mi madre, aunque no es su culpa, se altera. La verdad es que volverse impotente no puede hacer feliz a nadie.

—La señora Fuyuka Kudou no pudo venir. Tienes que ir a hacer las compras.

—¡Pero tengo clase en lo de Kidou a las seis y media!

—Ya sé. Te queda poco tiempo.

Desde el comienzo de la semana, mi padre está en Barcelona poniendo a punto el sonido de una serie televisiva. Durante su ausencia, la señora Kudou hace las compras y se ocupa un poco de la casa.

No me acuerdo del accidente de mi madre. Fue hace once años, un verano. Estaba acompañando a mi padre en una gira con su pequeña orquesta. Ella se encontraba en una camioneta que transportaba a los seis músicos con sus instrumentos. El vehículo volcó en la autopista. Mi madre fue la más perjudicada: las piernas y la columna vertebral.

Ahora vive en una silla de ruedas. Está obsesionada por su inmovilidad forzada, su carrera de cantante interrumpida y las molestias que nos impone a mi padre y a mí. Es mucho para digerir y mi madre no puede.

Eché una mirada a mi reloj: las cinco y veinte. O sea, teóricamente, media hora para comprar, una hora para ejercicios y tres cuartos de hora para el trayecto hasta lo de Kidou. Era difícil acumular todo en setenta minutos.

Sin embargo, después de haber liquidado las compras me instalé frente al teclado. Algunas gamas para respirar. Arpegios para desquitarse. Y luego, por placer, un pequeño "Impromptu" de Schubert. Parece que algunos autores no pueden dejar de escribir: cada día, tienen que redactar algunas líneas. Sin duda, para no "perder la mano". Yo, sin mi música cotidiana, perdería la cabeza y los oídos. Y encima tengo un juguete lujoso. Un magnífico piano de cola. Un Bösendorfer. Una maravilla, encontrada en un remate, en Draguignan, hace diez años. Este instrumento es nuestro Rolls Ryoce. No nos abandona. Mucha gente compra una casa y alquila un piano para poner adentro. Nosotros compramos un piano antes de comprar una casa.

Llegué tarde a lo de Kidou. No se dio cuenta. Estaba de gran conversación con Midorikawa Ryuuji, su agente artístico.

—No iré de ninguna manera.— Refunfuñaba Kidou sacudiendo la cabeza—. Estoy demasiado cansado en este momento.

—¡Ese concierto tendrá lugar dentro de dieciocho meses!— Insistía Midorikawa mostrando todos sus dientes.

Midorikawa Ryuuji era un hombre alto y elegante, sonriente y muy delgado. De hecho, una curiosa mezcla: tiene la amabilidad de Bourvil, la vivacidad de Louis de Funès y la sonrisa de Fernandel (3). Pero así y todo, se toma a sí mismo muy en serio. Su fuerza es el optimismo y el buen humor, su trabajo. Por otra parte, Kidou le dice a menudo a Midorikawa que le paga más que nada para que resuelva los problemas.

—Ma, ma... ¿mi quiere matare?

Cuando Kidou está perturbado o carece de argumentos, le sale su acento. Una conquetería que sólo conocen los íntimos. Pues Kidou, en público, habla poco.

—¡Más adelante, Midorikawa! Shindou está esperando para su lección.

—¡Ah, Shindou! ¿Cómo está?

Midorikawa me estrechó la mano con vigor, me sonrió hasta las orejas y agregó en un susurro:

—¡Trate de convencerlo!

¿Se imaginará que tengo la más mínima influencia sobre el maestro? Cuando se fue Midorikawa, Kidou se dejó caer en el sillón. Ordenó:

—¡Miroirs"

Ejecuté la orden. O más bien ejecuté la obra de Ravel. (Raro, por una parte, ese verbo que quiere decir "dar muerte", mientras que cuando se trata de una obra, "ejecutar" sería más bien "hacerla renacer"...).

Hace ya tres meses que ensayo esta "Suite para piano". Digo "nosotros" porque Kidou también la trabaja. La puso en el repertorio del concierto que da el próximo sábado en la sala Pleyel.

Yuuto Kidou es un gran pianista. Uno de los mejores. No soy el único que lo piensa. Grabó decenas de discos, lo llaman a las salas de concierto de todo el mundo. El departamento en el que vive e Parías, además, es sólo uno de los que es propietario; tiene otros dos, en Nueva York y en Tokio, creo.

Kidou es muy rico, pero no lo sabe. O mejor dicho, no le importa.

Hace dos años, el día en que recibí el premio de excelencia en el Conservatorio, mi profesor de piano vino a felicitarme. Estaba en compañía de un hombre maduro con unas gafas verdes bastante extrañas y una sonrisa llena de simpatía. No lo reconocí en seguida: las fotos de las tapas de sus discos lo muestran sin esas gafas.

—Kidou, aquí esta Shindou Takuto, el joven con el que querías hablar...

Había tocado sin saber que Kidou estaba en la sala. Kidou y mi profesor eran amigos de la infancia. Frente a ese virtuoso, yo me sentía muy pequeño.

—Muchacho, estuvo bien. Tiene, tiene... ¿cómo se dice? Capacidades. Pero su mano izquierda... aún está un poco pesada. Ma... mire: venga a mi casa. Yo voy a mostrarle.

Me extendió la mano y una tarjeta personal. Mi padre todavía guarda esa tarjeta. Por poco no la encuadra como una entrada al paraíso. Y el paraíso, él se lo había perdido, se bifurcó hacia el purgatorio y no se movió más de ahí.

Un mes más tarde, estaba en lo del maestro Kidou, frente al teclado de su piano y con mis pequeños zapatos. Kidou quería que entrara al Conservatorio Nacional Superior de París, en donde enseña con una docena de pianistas. Ese Conservatorio es el Olimpo, la Academia. Se entra sólo por concurso. Y ese concurso, un año más tarde, lo aprobé. Me convertí en alumno de Kidou y asistí a las seis horas de clases oficiales y semanales. No le bastó: quería que mejorara y que fuera a su casa una o dos veces por semana.

Los consejos de un virtuoso como él no son gratuitos. Kidou, por su parte, no prestaba atención a eso. Con gusto me había regalado sus clases. Pero el tiempo que dedica a los alumnos representan conciertos suprimidos. Un día, delante de mí, Midorikawa le dijo muy enojado:

—Kidou, esto no puede seguir así, hay que elegir: los conciertos, las giras, las clases en el Conservatorio, las que le das a Shindou... No, no puedes hacer todo, y aún menos trabajar a cambio de nada.

Kidou llamó a mi padre:

—Mire, no quiero que se vuelva una cuestión de precio. ¡Ma... este chico debe ser solista! ¿Cuánto podría pagar?

Mi padre hubiera dado lo que llevaba puesto. Kidou dijo una cifra al azar. A sus ojos, irrisoria: tal vez el equivalente a treinta segundos de concierto. Para mi padre, una jornada de trabajo.

En realidad, le pago a Kidou una hora de clase y voy a su casa dos veces dos horas por semana.

—¿Ma... Shindou, estás soñando? ¡No está nada bien! Desde hace un minuto, tu mano izquierda no hace más que acompañar. Con Ravel, la mano izquierda no es nunca un bajo continuo. Tocan las dos manos, ¿comprendes? Hasta en este pasaje de "Pájaros tristes", la mano izquierda desgrana un canto fúnebre... ¡Escucha!

Kidou se sentó al piano. Es verdad: tocan sus dos manos, es decir que se entretienen juntas y las dos voces se responden diciendo dos cosas diferentes. Parece normal. Natural. Evidente. Sobre todo, cuando se lo escucha.

Un día, Kidou vino a casa. Le afirmó a mi padre que su música no era mala en sí:

—La mala música no existe. Pero hay, sobre todo, malas formas de tocar...

Se sentó al piano. Le gusta mucho nuestro piano a Kidou. Y tocó "Claro de luna". Sorpresa: ya no sonaba para nada infantil sino ingenuo y extraño, falsamente inocente. Volvía a ser melodía de Lully.

Ayer a la noche, Kidou se enojó consigo mismo. Hasta lo que tocaba no llegaba a satisfacerlo.

—¡Ah, no, no va más! ¡Estoy tocando mal! ¿Qué me pasa? ¡Y ese maldito concierto, dentro de cuatro días! Vas a ir, ¿no?

Sí, el próximo sábado, estaré con Kidou sobre el escenario: daré vuelta a las páginas cuando él interprete a Berio y a Stockhausen. Kidou interpreta casi todo de memoria, salvo la música contemporánea. Las dos piezas del sábado las conoce de memoria, por supuesto. Pero tener la partitura ante los ojos tranquiliza. Es su pequeña reuda de auxilio en caso de incidente en el recorrido.

Y yo estoy encantado de ser mecánico. Así, estoy en el vehículo y viajo gratis en el mejor lugar.


La verdad espero que esto les guste~ Si fuera por mi... Shindou y Kirino deberían de haberse mostrado sus sentimientos desde el comienzo del anime~ Si, soy una fujoshi~

(1) La Pleyel es una famosa sala de conciertos que se encuentra en París.

(2) Son personalidades de la televisión francesa.

(3) Se trata de tres actores célebres del cine francés.

Como saben solo me pertenece la idea de hacer que Shindou aparezca, ya que esto en realidad es un libro que estoy adaptando~ Se aceptara lo que sea que ustedes quieran por esta adaptación, solo no me peguen que sino no podré seguir.

Nos estamos leyendo~

See You~