Y ahora sí terminamos, si alguien sigue leyendo, gracias por la paciencia y no olviden dejar sus comentarios.
Feliz 2015!
11. Noche 1001
Brienne se acomodó débilmente entre las mullidas almohadas, suspiró en silencio cuando el esfuerzo de levantar ligeramente la espalda le resultó más de lo que en ese momento podía tolerar. Se sentía tan débil y cansada que el simple hecho de mantenerse despierta la estaba dejando exhausta. Todo su cuerpo suplicaba que se rindiera y finalmente cerrará los ojos, pero ella neciamente se resistía.
A petición suya la doncella había dejado la ventana abierta y la fresca brisa que se colaba por ella le infundía algo de fuerzas. El sutil aroma a sal que llegaba del puerto de Tarth siempre había sido una de las cosas que más echaba de menos de su hogar. Pronto se cumplirían tres años desde su regreso a casa y todavía le parecía increíble que la vida le hubiera brindado la oportunidad de regresar a Evenfall.
Sus hijas ahora corrían por todos los pasillos y sus gritos de alegría se podían escuchar todos los días. Había tenido la oportunidad de enseñarles personalmente todos sus lugares favoritos, aquellos de los que guardaba las más dulces memorias de su infancia. Cada tarde Lord Selwyn pasaba horas enteras con las niñas en sus rodillas llenándoles las cabecitas rubias con historias de caballeros galantes que emprendían largos viajes y salían victoriosos de empresas imposibles para ganar el amor de sus hermosas damas. Quizás algún día, cuando fueran mayores, también les contara la historia del temerario caballero dorado y su necia dama, quienes se habían rescatado mutuamente en tantas ocasiones que habían quedado ligados incluso más allá de esta vida.
Sí, las niñas eran felices y estaban rodeadas de gente que las quería y daría la vida por ellas. Jaime también le había cumplido esa promesa, no estuvo sola para criar a sus hijas.
Cerró los ojos por un momento y a su mente acudió la imagen de un par de brillantes ojos verdes. Suspiró, estaba tan cansada que lo único que deseaba era dormir y volver a contemplar esos ojos.
Lo recordó mirándola de esa misma forma, apretando su mano y sonriéndole con confianza como lo había hecho aquella última noche en Desembarco del Rey.
Estaban sentados en la cama con las niñas dormidas en sus canastillas muy cerca de ellos. Ella miraba al piso derrotada, finalmente se había dejado convencer de que lo más sensato, lo mejor, era marcharse a Tarth con las niñas, y aunque todo su ser se rebelaba ante la idea de abandonarlo, cuando lo miró a los ojos entendió que, si el tenía que morir, la única forma de darle paz en sus últimos momentos era aceptando su decisión.
—No podré hacerlo sola… —susurró débilmente sin soltar la mano de su esposo ni apartar la vista de sus hijas.
—No estará sola, Brienne. Estará tu padre contigo, tendrás gente de confianza que te ayudará… Solamente encárgate de no permitir que esa Septa funesta que tuviste se acerque a nuestras hijas —le dijo con la expresión repentinamente severa—. No quiero que les llene la cabeza con estupideces como lo hizo contigo y las haga sentir como un caballo viejo y cojo que se trata de acomodar con el comprador más estúpido.
Hacía mucho tiempo que ella había dejado de sentirse como mercancía dañada, no se sentía así desde ese primer beso, desde la primera vez que él la sostuvo entre sus brazos. Lo besó y se abrazó a él con fuerza.
—Además —le dijo más animado— estoy hablando con la mujer que se ha enfrentado a bandas de forajidos, a un oso, a los mejores ejércitos de poniente, dragones y los otros. Un par de chiquillas sin dientes no pueden representar un reto mayor, por mucha sangre Lannister que corra por sus venas.
Se recostaron aún abrazados.
—Fracasé otra vez, no pude salvarte —se lamentó con la cabeza enterrada en su cuello—. No sirvió de nada haber venido…
—Señora mía, no puedo estar de acuerdo con eso —le aseguró dándole suaves besos en la nuca—; su estúpida temeridad me dio la oportunidad de despedirme adecuadamente de mis hijas y de disfrutar de dos maravillosas noches más con mi moza favorita.
Aunque ella aún albergaba la esperanza de que la reina fuera justa, las últimas palabras que les dirigió eran un anticipo claro de lo que les esperaba. Jaime estaba convencido de que toda la piedad que la Targaryen podía mostrarles era esa última noche juntos y un pasaje sin retorno para Brienne y las niñas.
Era poco, muy poco, pero a pesar del sabor agridulce que ambos sentían al enfrentarse al final de su historia, disfrutaron de esos últimas horas.
Brienne cerró los ojos ya estaba a punto de rendirse al sueño aunque algo en lo más profundo de su cabeza le advertía que tenía una poderosa razón para no ceder. Repentinamente la puerta se abrió y escuchó pasos mientras luchaba por abrir los ojos.
—Mi Señora —dijo una voz que despertaba profundos recuerdos en ella—, su doncella me entregó algo que le pertenece —susurró acercándose a ella muy despacio y colocando algo en su regazo.
Logró abrir los ojos cuando una figura borrosa colocó algo en su regazo y luego permaneció de pie a su lado, contemplándola. Lentamente su visión se volvió más nítida, se dio cuenta de que el hombre le sonreía y aquello que acababa de depositar a su lado se movía entre sus brazos.
Entonces recordó qué era aquello que le impedía descansar: tenía que verlos. El envoltorio entre sus brazos suspiró suavemente antes de emitir leves ruiditos parecidos a los ronroneos de un gato pequeño.
—Maúlla como un gato —murmuró, tenía la boca seca y de algún modo su propia voz le sonaba extraña.
El hombre tronó la lengua ofendido.
—No es ningún gato, es un león. Un cachorro de león, Brienne —le dijo con orgullo.
El sueño se disipaba poco a poco y cuando finalmente pudo fijar la vista en el pequeño notó que tenía los ojos abiertos. Con apenas unas horas de nacido ya la miraba de esa forma, entre dulce y burlona que definitivamente no era rasgo característico de los Tarth.
—Él será igual a su padre —aseguró acariciando la cabeza del pequeño con cariño y guiándolo hacia su pecho para que pudiera alimentarse.
—No seas tan veloz para lanzar maldiciones, querida —la interrumpió el hombre, acomodándose a su lado en la enorme cama mientras observaba al pequeño succionando el pezón de su madre con avidez.
—Me siento tan cansada…
—Lo sé; perdiste muchas sangre, nuestro pequeño león no te puso las cosas fáciles —le aseguró dándole un beso en la cabeza.
—Igual que su padre —enfatizó Brienne sonriendo.
—Quería dejarte descansar, pero el Maestre insistió en que el niño debía alimentarse —explicó, rodeándolos a ambos con un brazo.
Por un largo rato guardaron silencio y observaron al niño alimentarse con tanto entusiasmo que su frente se perló de sudor y sus mejillas se tiñeron de rojo. Ese rasgo, sin duda, si lo había heredado de su madre.
—¿Alguna vez te ha pesado, Jaime? —preguntó ella para poner fin a la prolongada pausa.
Por un par de segundos él la miró sin comprender, pero una mirada le bastó para entender a qué se refería. Hacía muchos años que podían leerse uno a otro con pasmosa facilidad, desde los ya lejanos tiempos en que debían adivinar sus movimientos si querían aumentar sus probabilidades de sobrevivir una batalla.
—¿Exactamente qué debería pesarme, moza? ¿Haber sido despojado de la Roca y todos mis derechos a la fortuna de los Lannister? ¿O quizás la amenaza de perder la cabeza si alguna vez abandono Tarth? —su tono burlón hizo a Brienne girar los ojos con cansancio; si se hubiera sentido más fuerte le habría dado un golpe en las costillas, pero se limitó a mirarlo con los ojos entrecerrados antes de permitirle continuar—. Nuestra reina se mostró estricta y firme frente a su reino. Privó de todas sus posesiones al asesino de su padre y únicamente en consideración a los servicios prestados por el Matarreyes en el Norte en tiempos de necesidad extrema, le permitió conservar la cabeza, siempre y cuando se mantuviera recluido en la sencilla y lejana Tarth, y mantuviera en secreto el motivo que tuvo para asesinar a Aerys —declaró Jaime, imitando el tono severo y frío de Daenerys cuando les comunicó su sentencia.
—Entonces, ¿nunca extrañas tu hogar? —Insistió Brienne.
—Este es mi hogar. Cualquier lugar en el que estés tú y nuestros hijos es mi hogar. La Targaryen me quito todo aquello que no me interesaba y me dio a cambio la vida, la única vida que me ha hecho feliz.
Jaime la besó en los labios y el pequeño gruñó molesto cuando se vio obligado a cambiar de posición para seguirse alimentando. Sus padres lo contemplaron hasta que terminó y con un suspiro se dispuso a dormir entre los fuertes brazos de su madre.
—¿Alguna idea de cómo llamaremos a nuestra cría de león? —preguntó Jaime, observando a su hijo con curiosidad.
Al igual que cuando nacieron las niñas, habían acordado no hablar de nombres hasta no tener al bebé en brazos. Muchas mujeres planeaban los nombres de sus hijos desde que eran niñas, pero a ella la maternidad siempre le había parecido algo demasiado lejano, incluso antes de abandonar Tarth para unirse al ejército de Renly.
Nunca había entendido lo fuerte que era su deseo de tener un hijo hasta aquél día en que perdió al primero durante su huida del muro. Jamás se había sentido tan rota y vacía… tan triste como aquella noche. Solamente los brazos de Jaime alrededor de ella le dieron la fuerza que necesitó para reponerse y salir adelante. Incluso en ese momento, cuando su felicidad era perfecta, solía imaginar a sus hijas corriendo acompañadas por un hermano mayor.
Cuando el tiempo pasó y ella no volvió a quedar encinta, escondió su amargura y se esforzó por concentrarse en lo que la vida le concedía; a pesar de todo era feliz con Jaime, y las únicas sombras que llegaban a oscurecer su cielo eran el temor de que alguien de Poniente los encontrara y el imaginar que, pasado más tiempo, su marido le reprochara su infertilidad. Pero él continuaba sonriendo, feliz y satisfecho, como si despertar cada mañana a lado de ella fuera más de lo que cualquier hombre pudiera pedir.
Eran felices entonces, mucho; por eso quizás su mundo se volvió de cabeza cuando notó que finalmente estaba embarazada otra vez. El miedo que sintió de volver a perderlo la desgastaba día a día hasta que Jaime lo notó y, una vez más, se convirtió en el brazo que la sostuvo y la hizo sentir segura hasta que tuvieron a las niñas en brazos. Por un momento llegó a imaginar que quizás él, como la mayoría de los hombres, se sentiría decepcionado por no haber tenido un varón; pero, por imposible que resultara, nada parecía hacerlo tan feliz como maginar absurdos parecidos entre las niñas y ella: el color de ojos o el cabello, la forma de mirar, hasta el más pequeño detalle común entre su esposa y las pequeñas imitaciones lo entusiasmaba.
Todo había sido perfecto hasta el día en que tuvieron que huir nuevamente y las niñas enfermaron a medio camino. A partir de ese día, y sin importar lo mucho que tratara de disimular, Brienne frecuentemente lo encontraba inquieto y ausente.
Apenas unos días después de ponerlas a salvo, Brienne despertó una mañana para encontrar la mitad de la cama vacía y una carta en la cuna de las niñas donde su marido le explicaba lo que había hecho y le pedía que esperara hasta tener noticias de Poniente para poder regresar a Tarth con su padre.
No necesitó terminar de leer la carta para entender lo que su corazón siempre supo: había sido feliz con Jaime aún sin hijos, huyendo y en medio de todas las privaciones imaginables, pero sin él, a pesar de las niñas, de lograr seguridad y paz, no volvería a tener felicidad.
De modo que hizo lo único que podía haber hecho y salió a seguirlo de inmediato.
Y ahí estaban, tres años después de aquella loca aventura final, con un hijo al que ella ya no esperaba y una vida que no se habría atrevido a imaginar para si misma. Todo se lo debía a Jaime, pero nunca había encontrado la forma de decírselo con palabras.
El bebé en su brazos lanzó un par de somnolientos puñetazos al aire. Deseaba que su hijo fuera como su padre: alegre, valiente, leal, dispuesto a dar la vida para proteger a quienes amaba. Deseaba también que el destino no enfrentara a ese pequeño a decisiones tan crueles como las que había puesto en el camino de Jaime. Le rogó a los dioses que sus hijos amaran y fueran amados, que encontraran esa clase de amor que cada día los impulsara a ser una persona mejor, un amor como el que Jaime y ella compartían.
—Me gustaría llamarlo como su padre —dijo al fin.
Jaime bufó y su rostro repentinamente se ensombreció..
—Creo que el mundo ya ha tenido bastante con un Jaime Lannister, moza. Créeme, todo poniente da gracias de que verdaderamente no haya más hombres como yo… Espera, porque yo soy su padre, ¿cierto? —añadió frunciendo el ceño.
En esa ocasión, Brienne reunió las fuerzas necesarias para darle un golpe. Él simplemente se rio divertido.
—¡Idiota! —giró los ojos por costumbre, y luego, mirando al pequeño ya dormido, añadió— Será Alexey entonces. Significa "el que protege y defiende". Así, de alguna forma, sí llevará tu nombre, tu verdadera esencia con él.
Jaime tragó saliva y asintió con los brillando de una forma extraña. Le dio otro beso en la mejilla y la apretó más cerca de él.
Brienne recargó la cabeza en el hombro de su marido y sin dejar de sonreír cerró los ojos. Ya podía dormir y soñar, aunque sabía con certeza que la maravillosa realidad que la Doncella de Tarth y el Matarreyes habían logrado haría palidecer al más hermoso de los sueños.