Me tardé un poquito más de lo planeado, pero aquí está. A ver que les parece. Sé que el capítulo es muy cortito, pero es sólo una especie de prologo.
Ya saben, los personajes no son míos. Yo sólo le rezo a San R. R. Martin todas las noches para que también él tenga una debilidad por los tullidos, bastardos y cosas rotas y les dé a estos dos algo parecido a un happy ending.
Antes de seguir, quiero agradecer otra vez los reviews que recibí los últimos días, porque me hicieron tremendamente feliz y me animaron a seguir adelante con esto, y ya no más paja. A leer se ha dicho! ;)
1. Noche 1
No recordaba que las murallas alrededor de la Puerta de Hierro fueran tan altas. Quizás porque nunca las había cruzado con tan fuertes probabilidades de no volver a salir por ellas con vida.
El sol había estado quemando con fuerza durante la mayor parte del día y, a media tarde, una lluvia intensa pero rápida cayó sobre Desembarco del Rey, lo que provocó un clima que causaba bochorno e incomodidad. La primavera estaba terminando y el clima anunciaba la llegada del verano con descaro. Para un hombre que había dado por sentado no sobrevivir al último invierno aquello debía considerarse una bendición.
Una carreta pasó a su lado y lo salpicó de barro, pero los hombres que iban custodiando la mercancía ni siquiera le dirigieron una mirada de disculpa. Disfrutó del anonimato. Para todos a su alrededor no era más que un extranjero, un forastero llegado de las ciudades libres seguramente para comerciar.
Pocas cosas habían cambiado desde la última vez que estuvo ahí. La torre destruida por el incendio durante la toma de la Fortaleza había sido reconstruida y el camino principal había sido repavimentado, pero fuera de eso sólo los estandartes con el dragón de tres cabezas marcaban alguna diferencia. La vida en poniente no parecía acusar su ausencia como tampoco nunca antes dio demasiadas muestras de reconocer su presencia.
Llevaba el cabello corto y la plata en él, con pasos lentos pero seguros, ganaba terreno al oro. El muñón de su mano derecha permanecía oculto bajo la capa y nunca había estado tan lejos de sentirse el León de Lannister. En ese momento seguía siendo simplemente Jaime, el pequeño comerciante de Pentos que era feliz con una vida sencilla alejado del juego de tronos.
Sin embargo, el maldito juego había reclamado su participación y ya no podía negarse a jugar esa última partida que sabía de sobra estaba destinado a perder.
Recuperando su sonrisa burlona se preguntó qué tan bien parados quedarían los encargados de su búsqueda cuando él tocara a sus puertas y se entregara voluntariamente. Permaneció largo rato de pie frente a uno de los guardias que custodiaban la entrada. Por pura arrogancia eligió al de aspecto más feroz. El hombre lo observó sin reconocerlo, más molesto por su insolencia que por la amenaza que pudiera representar.
Todavía en ese momento podía darse la vuelta, tomar el primer barco que encontrara y regresar a casa. El guardia apretó el puño de su espada con gesto amenazador. Jaime sólo tenía que mirar hacia otro lado, retroceder un paso y desaparecer. Volver a casa, a la única vida que había disfrutado.
Trató de memorizar el intenso azul del cielo, ese tono profundo y alegre que siempre le recordaba un par de ojos capaces de desnudarle el alma en un instante. Respiró profundamente hasta llenar sus pulmones con el aroma a tierra húmeda, a barro fresco, a gente. Cerró los ojos para concentrarse en los sonidos a su alrededor: el vuelo de las palomas sobre su cabeza, las ruedas de las carretas golpeando las piedras del camino en su eterno recorrido, el sutil silbido del viento… las voces. Sabía que entre todas las trivialidades echaría de menos las voces.
Todavía podía regresar sin enfrentar mayores consecuencias…
—Quiero ver a tu reina, muchacho —por su tono aquello sonó más como una orden que a una petición.
Seguía siendo un Lannister, después de todo, y un Lannister no suplica ni ruega. Los Lannister dirigen y ordenan. Los Lannister no bajaban la mirada ante nadie, ni siquiera en medio de la más humillante derrota. Tontamente se sintió satisfecho con la idea de ser él quien finalmente hubiera decidido cuándo se llevaría acabo ese encuentro. No se presentaba vencido ni derrotado, era él quien estaba decidiendo dónde y cuándo hacer la jugada final y acabar de una vez por todas con el juego.
Para su sorpresa, sus palabras despertaron la hilaridad del guardia. El hombre llamó a su compañero y señaló a Jaime antes de hacer una reverencia tan pronunciada que la punta de su espada rozó el suelo. Jaime recordó los lejanos tiempos en que su simple presencia era bienvenida con un reverencia parecida, pero real.
—¡Hey, Gion! Ser Pordiosero, pide audiencia con Su Majestad. Seguramente ella estará engalanándose para recibirlo, ¿no lo crees? —el hombre dio un golpe en las costillas al otro para remarcar su punto.
Gion se unió a las carcajadas de su compañero y por un momento ambos se olvidaron de la presencia de Jaime. Él cruzó los brazos para dejar bien visible la falta de su mano derecha y cuando la risa de los hombres menguó lentamente, fue su turno de sonreír.
—Me atrevería a asegurar que ella lleva años esperándome. Si no me crees sólo hazle saber que Jaime Lannister está aquí. No me extrañaría que ella en persona saliera a recibirme en cuanto se entere de que el Matarreyes está tocando a su puerta y quiere saludarla.
Toda risa cesó de golpe. Ambos guardias tomaron las espadas con presteza y las dirigieron hacia él, repentinamente considerándolo una amenaza real. Lo estudiaron con más calma: cabello dorado, ojos verdes, muñón en el brazo derecho, sonrisa pedante, ¿quién otro, además del Matarreyes, encajaba en esa descripción?
Él no dejó de sonreír.
Al final —y su ego se vio mortalmente herido por ese hecho—, la reina no salió a recibirlo. Aunque sí le brindó su hospitalidad con generosidad: le fue asignada una celda en la parte alta de la torre reconstruida, contaba con un catre duro cubierto con algo de paja, una manta raída, pero limpia; pan, carne seca y agua fresca. No podía quejarse, había pasado la noche en peores posadas en su camino rumbo al norte.
Y el clímax de la gentileza llegó cuando el carcelero apenas le colocó una cadena en el tobillo. Podía recorrer toda la celda de esquina a esquina. Resultaba gratificante saber que cuando le cortaran la cabeza sus piernas estarían bien ejercitadas.
Una considerable mejora frente a sus anteriores cautiverios. Incluso tenía una ventana para gozar de algo de luz y aire fresco. Una ventana que daba al puerto y que durante todo el primer día le dio consuelo imaginando que si lograba forzar la vista conseguiría ver lo que sucedía del otro lado del mar, que quizás si concentraba su mirada lo necesario en un punto lejano sería capaz de echar un vistazo a la vida que había dejado atrás y, aunque fuera sólo por un instante, ser parte de ella otra vez.
Su Majestad no lo honró con su presencia el primer día de su estancia; tampoco lo hizo su hermano, Tyrion. Probablemente creían necesario quebrar su voluntad con incertidumbre. Debilitarlo con una demora que pudiera hacerlo abrigar esperanzas. Hubiera deseado decirles que perdían el tiempo porque su voluntad jamás había sido tan firme y no tenía duda alguna de que el entregarse era en sí una sentencia de muerte. Estaba listo para hacerle frente.
Aquello era lo correcto —pensó mirando al mar con las últimas luces del atardecer—, quizás lo más noble y honorable que hubiera hecho jamás, pero no dejaba de ser la situación más dolorosa que había enfrentado en su vida. Cuando la oscuridad de su primera noche cayó sobre él, también lo hizo una terrible soledad.
Iba a salvar lo más valioso que tenía, incluso si eso significaba al mismo tiempo perderlo.