Para Hanji, mi Hanji

alivio en el dolor,

y viento de luna

en mis noches de tortura.

IV. Martirio

El silencio reinaba en la estancia.

La luz crepitante de las velas cuidadosamente depositadas en los brazos de finos candeleros de oro permitía muy apenas ver con claridad alrededor.

Aquel parecía un recinto en el interior de unas podridas catacumbas. Habían adornado sus viejas paredes con bellas tapicerías antiguas de tema religioso, sus pisos con alfombras finísimas, sus pasillos con elegantes cortinas y sus estancias con caros muebles muy ornamentados.

Pero no dejaban de ser unas tristes, oscuras y apestosas catacumbas, pensó, el cura Edmund Owen.

Era joven y curioso, de cejas delgadas, cabello castaño y quebrado, tez blanca, perfil griego y moral inquebrantable. Se internó para estudiar desde su adolescencia temprana y fue de los muchachos más jóvenes en recibir el honroso cargo de sacerdote. Había servido como el clérigo de una iglesia en un poblado rural en el seno de la muralla María durante algunos años.

Con el incidente del Titán Colosal, aquel pueblo había sido evacuado y él, junto con los feligreses que gentilmente había ministrado durante años, fueron trasladados al interior del muro Rose, esperando rehacer su vida en una tierra donde eran como extranjeros, sin casa, sin tierra, sin familia ni amigos.

Cinco años después, ahí estaba, sentado en aquella estancia de preciosos muebles y atmosfera sofocante, esperando pacientemente a entrevistarse con un superior en la jerarquía clerical.

Ese era el despacho de aquel hombre. Su pesado escritorio suponía una barrera tras la que se podía ver una cómoda silla de respaldo alto acolchado y más allá sobre la pared y perdiéndose en las densas tinieblas, una muralla uniforme de gruesos tomos de viejo encuadernado y sabiduría antigua.

Con un viciado chirrido, la pesada puerta de madera se abrió sacando de golpe al sacerdote Owen de aquel trance casi místico a medio camino entre estupefacción reverente y una especie de temor ominoso.

―Buenos días, sacerdote ―la voz del Cardenal emergió de la profunda gruta de su garganta, grave y distante, como proveniente de un antiguo sepulcro ceremonial ―espero no haberlo hecho esperar demasiado.

Era sumamente extraño. Aquel hombre era un anciano, seguramente muchísimo más viejo de lo que aparentaba, pero todo su cuerpo parecía empeñarse con cada fibra que lo componía a resistirse a los estragos de la edad. Sus cejas y cabello, aunque canosos, aun conservaban las raíces negras y eran gruesos y abundantes. Su cuerpo, aunque caminaba adolecido de sus articulaciones, se erguía fuerte aun, proyectando una postura digna. Los ojos parecían no haber envejecido un solo día desde que cumplieron los 40 años. Sumado a esto, el Cardenal era un hombre que podía sonar, al mismo tiempo, perfectamente correcto y educado sin dejar de ser imponente y amedrentador.

El clérigo Owen, se puso de pie y a manera de respuesta, inclinó la cabeza y todo su torso en señal de respeto y comenzó a recitar aquel ensalmo antiguo que los miembros del clero usaban de saludo:

―Alabadas sean, Maria, Rose y Sina, nuestras salvadoras y protectoras; don del cielo, esperanza de la humanidad y sustento a nuestros derruidos corazones…

―Alabadas sean ―respondió el Cardenal como era debido, y camino por su estudio con paso firme, esperando la continuación del saludo.

―Benditos sean los sacerdotes y siervos de las santas murallas, benditos sus clérigos y abades, benditos sus testigos y sus mártires…

―Benditos sean… ―repitió el Cardenal y conforme caminaba iba apagando con sus dedos las velas que iluminaban la estancia. Un extraño silencio que se prolongó incómodamente reino por un instante, y a la luz de la vela final, los vivaces ojos del superior analizaron al sacerdote, como si su vida dependiera de recitar con convicción la parte final del credo.

―Y muerte para los traidores, aquellos que bendecidos con la fe y la protección, en el seno de la iglesia, osan levantar sanguinarios puños contra sus salvadoras, mueran en su sitio y sea baldía su habitación, mueran donde vayan y sea vacía su heredad y su generación…―con voz trémula, Owen concluyó la sentencia.

―Muerte a ellos… ―Dijo el Cardenal complacido y tomó en su mano el candelero dorado que contenía la última luz en todo el cuarto ―Amén.

El ambiente en la apretada estancia se había vuelto sofocante. Ahora, el Cardenal sostenía en sus manos la última vela que crepitaba débilmente sobre el candelero. Aquella mortecina y tenue luz acentuaba las formas arrugadas y angulosas del rostro del anciano dándole la fantasmal apariencia de una gárgola de iglesia en una noche de tormenta.

―Acompáñeme, sacerdote ―Ordenó con autoridad al abrir la puerta y salir. Owen lo siguió en parte por obedecer, en parte por no desear quedarse encerrado en las añejas tinieblas de aquel cuarto.

Los pasos apagados del Cardenal se escuchaban resonar sobre los duros y viejos suelos de tabique de aquellas olvidadas catacumbas. La luz que cargaba hacia que su sombra se alargara siniestramente y para Edmund Owen fue complicado seguirle el paso, teniendo que apresurarse cuando el viejo doblaba en una esquina y veía la luz de la tea alejarse dejándolo en penumbra.

"Es muy veloz para ser tan anciano…" pensó el joven cura, tratando de seguir a trote los pasos de su superior.

Pronto llegaron al final de un largo pasillo y una extraña corriente de aire frio obligó a Owen a detenerse justo a tiempo para no caer: ante él se abría una larga y profunda abertura circular, bordeada a la orilla por una escalinata espiral que parecía descender a las entrañas mismas de la tierra.

―No se demore, sacerdote. ―dijo el Cardenal iniciando ya su descenso ―la luz del día es apenas la necesaria para que no la malgastemos dudando.

Un poco temeroso y con paso precavido, Edmund comenzó a descender por las antiguas y desgastadas escaleras. El silencio no duró mucho, la voz del cardenal comenzó a emerger del agujero, pues le llevaba bastante ventaja, distorcionada por un eco monstruoso y un ambiente sepulcral:

―Ya debe imaginarse la razón por la que fue llamado ante mí, ¿no, Padre Owen? Sé que no es desconocido por usted el reciente fallecimiento del obispo Burdens.

―Claro que nos enteramos. En nuestra parroquia elevamos los rezos pertinentes para que el alma del obispo pudiera tener paz en la otra vida… ―respondió el cura, tratando de afianzarse a la pared que tenía a mano para no sentir vértigo.

―Es una lástima…

―Todo fallecimiento es lamentable, su eminencia, pero un servo de las Santas Murallas como el obispo seguro se encuentra ahora en la dichosa gloria donde las fauces de ningún titán puede lastimarle…

―No. ―sin cambio perceptible en su tono, el Cardenal corrigió― es lamentable que detuviera el trabajo de los campesinos de su feligresía para rezar por una vida que fue de tan poco provecho. Seguro habría hallado mayor utilidad esas horas arando la tierra, construyendo o pescando…

Ante la respuesta abrupta, el sacerdote Owen casi resbala y cae, pero logró sostenerse apenas, el Cardenal continuó como si su monstruoso comentario solo hubiera aparecido en su mente.

―Lo he mandado llamar, porque dado el testimonio que ha observado, sacerdote, encuentro que es usted idóneo para ocupar el cargo que el obispo dejó vacante y continuar con las santas tareas encomendadas a su persona.

Ambos hombres seguían descendiendo y la espiral descendente parecía no tener fin visible.

―Pero… si acepto el obispado… para el cual, no me malentienda, es un gran honor el haber sido considerado, tendría que dejar a mi congregación ¿no es así?

―Es así. Tendría que dejar todas sus labores de cura y tendría que hacerlo de inmediato. Las labores de obispo le absorberían de tal forma que se requiere que se mude a radicar en Mitras y pase gran parte del tiempo en esta abadía.

Entonces, ¿Seguían aun en la abadía? A Edmund le parecía que habían caminado tanto y tan profundo que pronto se encontrarían en los túneles subterráneos de Stohess.

―¿Que labores son esas su eminencia?

―Es muy simple, y la diferencia en la magnitud de importancia de sus labores como cura es tan distinta de las que tendría como obispo, como son distantes el cielo y la tierra.

»Como cura, su labor consiste en tratar de mitigar el dolor e infundir esperanza en las vidas de los pobres y desamparados hombres y mujeres de su congregación que viven una vida miserable en un mundo cruel cuya injusticia no comprenden. Es como tratar de quitar el dolor de una herida permanente con suaves palabras de ánimo…

El joven clérigo estaba mudo. Abrumado por la dureza de las palabras, abrumado por la irrefutable veracidad de estas.

―Pero como obispo ―continuó el Cardenal― puede, de hecho, ayudar a curar la herida si es que tal cosa es posible. Durante más de cien años, los esfuerzos humanos de la milicia han sido fútiles para combatir la terrible plaga de los titanes. La verdad, es que no se puede combatir con fuerza bruta a seres mucho más poderosos corpóreamente hablando…

»La labor del obispo Burdens era, en vida, la propiciación de tres circunstancias que juntas, logren exterminar para siempre a los titanes de la faz de la tierra. Según la tradición, lo único que la humanidad debe hacer es permitir que dichas circunstancias se den juntas, y, desde luego, sobrevivir en mientras las consigue.

»Un sujeto, un lugar y un tiempo. El tiempo llegará, lo queramos o no, y más que un objetivo es una fecha límite para nuestra búsqueda. El lugar, debemos encontrarlo y tenemos la esperanza que, conforme a la tradición, el hallazgo de dicho sitio nos aporte información esencial para encontrar al sujeto

―Pero… ―Interrumpió desconcertado el sacerdote ―¿se refiere al salmo que habla del tiempo de gran paz cuando los dientes de los titanes no morderán más ni sus fauces hambrientas arrancaran la vida de los hombres?

―De manera criptica, el pasaje del que habla, es ese.

―Pero pensé que esa escritura hablaba del lugar al que van los fieles cuando mueren. El paraíso donde los hombres encuentran descanso de su vida una vez que mueren.

El Cardenal se detuvo. Levanto la vista y en sus ojos se reflejó el fuego inclemente que crepitaba solitario en la vela.

―No existe tal cosa. El mundo sin titanes, solo puede ser este mundo cuando los eliminemos. El sentarse y rezar por la salvación de un alma que ha sido devorada por un titán no le da acceso a ningún sitio fuera del vientre de la bestia que lo engulló.

Las palabras se amontonaron en la boca de Owen pero ninguna comprensible salió.

―Debe entender que muchos de los más grandes misterios de la Sacra Iglesia de las Santas Paredes se mantienen en secreto para evitar que caigan en oídos equivocados y corazones perversos.―continuó caminando el superior.

»Otra de sus labores, será evitar que dicha información llegue al poder de los traidores, y, para fines prácticos, identificarlos y entregarlos a la corte eclesiástica para que reciban el merecido de su abominable apostasía.

―¿Ha dicho… traidores?

―Desde luego, ¿o no ha oído hablar acerca del grupo corrompido que nació en el corazón de nuestra amada iglesia?

»La Secta de la Carne, es una ideología torcida y degenerada, que piensan que las Murallas son prisiones que mantienen a la humanidad encerrada en sus miedos y dudas, que la única manera de liberarnos es fundirnos en una misma carne con los titanes…

―Pero… ¿Cómo es eso posible? ¿Se refiere a que nos dejemos ser devorados..?

―No es posible y no tiene importancia. ―lo detuvo el Cardenal de pronto con voz estentórea ―Son herejías de algún pérfido demente. El solo pensarlas demasiado es en si ya incurrir en pecado por dar lugar a la duda y la locura.

»Lo único que debemos saber de la secta es que sus seguidores merecen la puerta y toda la valiosa información que obtengamos no debe llegar a sus oídos.

―Y… ¿Cómo se supone que obtendré esa información?

La pregunta llegó justo cuando el anciano Cardenal puso su primer pie sobre el tan ansiado piso firme del fondo de aquel oscuro pozo.

―Para eso estamos aquí. Sígame.

Pasillos y más pasillos. Oscuridad y más oscuridad. Puertas y más puertas.

Ambos hombres se movían ahora por un laberinto subterráneo interminable de pasajes tan estrechos que conservaban un olor deleznable pero sofocante.

―Hay conocimiento que no está escrito en ningún libro…

Las palabras del Cardenal sonaban cada vez más terribles y siniestras. Owen no supo si aquella sensación oscura e inquietante estaba en su mente o fuera de ella.

―Hay conocimiento… que un hombre puede acceder, solo a través de experimentar el mas insoportable nivel de dolor concebible.

Un extraño sonido, como de cadenas arrastrando hizo que Edmund saltara de miedo ¿era real? ¿De dónde venía? Detrás de aquellas derruidas puertas podían esconderse abominaciones que ninguna mente sana sería capaz de resistir, imaginó el joven cura temblando de horror.

―Hay conocimiento que tenemos, gracias a las fervientes almas que expiraron entre indecibles gemidos de agonía al tiempo que descubrían la cortina del saber definitivo y nos revelaron secretos perturbadores encriptados en indescifrables misterios…

El Cardenal se detuvo, se giró al sacerdote que dio un salto hacia atrás aterrado. ¿Ese grito había venido de su garganta o de detrás de alguna de aquellas pesadas puertas como de mausoleo?

La apariencia del anciano era verdaderamente horrorosa. Su piel amarillenta y arrugada estaba perlada y brillosa de sudor y sus ojos, a la luz de la vela se veían hundidos y profundos en sus cuencas como abismos infernales.

―Bienvenido, Obispo Owen ―lo llamó ceremonioso como si le estuviera otorgando su embestidura sacra en ese mismo instante ―al salón de los mártires.

El ahora obispo se había quedado sin aliento y miraba desconfiado a su superior, quien dejaba sobre un destartalado taburete junto a una puerta, la vela que los había alumbrado durante todo el recorrido.

―No se admite fuego después de este punto ―aseveró el viejo y sacando de entre su sotana un manojo lleno de oxidadas llaves, seleccionó una sin problema y abrió la puerta de madera y hierro.

―Adelante. ―lo invitó― él debe estar ansioso por conocerlo.

Casi como un reflejo, los pies de Owen se adentraron en el recinto que estaba incómodamente frio, pero conforme se fue acercando al fondo del mismo, noto un extraño dejo de temperatura. Un calor extraño recluido solo al fondo del lugar.

Una pestilencia magra era patente en todo el sitio y una oscuridad casi total reinaba completamente. Solo una delgada línea de tenue luz se filtraba por la rendija formada por la puerta al no ser cerrada del todo.

Entonces lo escuchó, parecía como una apagada y casi nula respiración, como un par de pulmones que se inhalan y exhalan débilmente, como el aliento final de un hombre muriendo. Algunas cadenas se arrastraron y Owen definitivamente no quiso alzar la vista.

Algo se movía, encadenado en la pared del fondo. Algo tortuoso y mutilado. El movimiento era errático y trémulo, como los espasmos de un animal herido de muerte. ¿Era un hombre… o lo había sido alguna vez?

Lo único que el obispo pudo distinguir le pareció como un montón de ropa hecha girones, un bulto sanguinolento que parecía arañado hasta el límite de destrozarlo… y le aterró pensar que ese despojo deshecho y ensangrentado pudieran ser los restos de una persona… que seguía con vida.

El frio sonido de un metal raspando contra el muro le heló la sangre. Al girarse, vio la silueta del Cardenal en la penumbra que había descolgado alguna suerte de instrumento de hierro y ahora caminaba arrastrándolo por la celda.

Y tuvo miedo. Tuvo terror de que la insensata locura sanguinaria de aquel recinto lo atrapara y se cerniera sobre él como había machacado al indefenso morador de aquella prisión mística.

La silueta lenta del Cardenal pasó de largó ante él y fue directo al fondo del recinto donde el moribundo encadenado yacía agonizante. Owen no pudo distinguir nada, pero por el sonido que hizo, la herramienta debió perforar al mismo tiempo que desgarraba el cuerpo del hombre encadenado destrozando más su lacerada carne.

No hubo gritos. No hubo gemidos. No hubo sangre que chorreara. Un gruñido, un grito ahogado como los alaridos de un hombre que muere asfixiado y…

Un susurro.

Salieron. Como si se hubiera extraviado del mundo, los pies del obispo siguieron al Cardenal afuera del recinto, al pasillo, donde la luz de la vela lo devolvió a la realidad, a la cordura, pero ya nada era igual, ya no podía ser el mismo. La puerta de la celda fue cerrada y con ella, volvió al silencio aquel mundo de tortura inhumana y delirante.

―Se trata de nuestro más sobresaliente informante. Sus revelaciones aunque sumamente misteriosas y difíciles de descifrar, contienen los más útiles datos sobre nuestra misión. Puedo asegurar que estará usted pagándole visitas periódicas y ordenando tratamientos especiales para este hombre si quiere encontrar al sujeto y el lugar antes de que llegue el tiempo

La declaración del Cardenal, después de todo lo sucedido, parecía ser una funesta sentencia proferida por el demonio mismo.

―Espero que comprenda que, de no dar los resultados esperados como obispo, pudiéramos ver la posibilidad de darle en lugar de eso el puesto de mártir… como sea, pasara aquí un buen tiempo buscando lo mismo que nosotros, la revelación de los misterios en pro de nuestra atormentada humanidad…

»Aquí esta su primera tarea. El mártir dijo: Vienen oro y bronce. Tres de siete han de pasar y esta es la cuarta. Cuando le sean cortadas las alas al ave en tierra santa, veremos renacer a los elegidos de la piel de acero.

Amanecía. Después de salir de las catacumbas la luz del sol segó a tal grado los ojos del obispo Edmund Owen que tuvo que cubrirse el rostro y encerrarse el resto del día y de la noche en sus aposentos, sin comer, sin dormir.

Ahora era de madrugada y estaba saliendo el sol. Quien sabe que silenciosos gritos se elevaban desde el fondo de las entrañas de piedra de la abadía, mezclados con los destrozados cuerpos y espíritus de seres humanos inocentes sacrificados con el fin de revelar un insensato misterio sin respuesta.

Un lugar, un sujeto y un tiempo.

Y una iglesia corrompida, llena de traidores, un palacio lleno de oídos tras cada puerta y de dagas bajo cada manga.

Un salmo salió de los labios del obispo y su voz no se escuchó mientras lo pronunciaba:

Alabadas sean, Maria, Rose y Sina,

nuestras salvadoras y protectoras;

don del cielo, esperanza de la humanidad

y sustento a nuestros derruidos corazones…

Benditos sean los sacerdotes

y siervos de las santas murallas,

benditos sus clérigos y abades,

benditos sus testigos y sus mártires…

Y salven los valientes traidores

que de la ruina y del miedo se levanten

y vistan con piel como la de los lobos rapaces.

Vivan y traigan muerte que renazca en vida.

Mueran y descansen en las entrañas de titanes,

hasta el día que todos seamos uno en su Carne…