Disclaimer: Los personajes de la saga Crepúsculo son propiedad de Stephenie Meyer y su casa editorial.
Advertencia: Posee contenido adulto y lenguaje explícito. Solo para mayores de 18 años.
Historia original. Se prohíbe su copia parcial o total sin permiso del autor.
Capítulo beteado por Vhica, Betas FFAD www facebook com / groups / betasffaddiction
Sedujo a la niña, engañó a la mujer y humilló a la esposa. El Laird Edward D´Masen había cometido todos los errores. Solo le quedaba ver si lograba enmendarse antes de perder a la única mujer que amó en su vida.
Capítulo 1 Rojo – El color de las pasiones.
"Del latín russus, que a su vez derivó de la raíz indoeuropea reudh. Diversas fuentes prefieren derivarlo del latín rufus, que significa rubio"
La bruma en la campiña, comenzaba a notarse. El principio de la primavera desgarraba los últimos jirones de un invierno condenadamente frio y largo. Los campos de cebada se mecían ante la briza de la tarde como un mar dorado incendiado por los últimos rayos del sol. En medio de ese océano de fuego, emergían monolitos de piedra desnuda. Penitentes grises peregrinando hacia el Great Glen.
Unas volutas de humo al pie del cordón montañoso, señalaban el pequeño asentamiento compuesto por una decena de cabañas de piedra caliza. Un poco más allá, el lago hacía espejo de las cumbres aún nevadas. Los campesinos finalizaban sus quehaceres cuando el rumor sordo de un grupo de jinetes, les alertó del peligro. Pronto quedaron a la vista las enormes bestias cabalgando hacia la aldea. Caballos tan inmensos como los hombres que iban sobre ellos.
Tanto podían ser nobles regresando a sus hogares por orden del rey, como también renegados salvajes que se dedicaban a tomar por la fuerza lo que quisieran. Incluso a veces no había diferencia alguna entre unos y otros. Ambos se complacían en saciar sus apetitos de comida, alojamiento o mujeres sin mediar permiso.
No había tiempo para diferenciarlos hasta que el hierro cortara tu garganta.
Si el aire pudiera teñirse de color, se diría que éste era rojo. Rojo al igual que las gargantas de los hombres que gritaban a sus mujeres, urgiéndolas a que tomaran sus hijos y se refugiaran en las cabañas. Rojo por el color de la piel al apretar las horcas y guadañas, empuñándolas como armas. Rojo por el sol que bañaba las espaldas de los guerreros, confiriéndole la identidad de un solo ser. Míticos y temibles: Highlanders
El retumbar de los cascos ahogó los insultos de los campesinos. Habían improvisado un medio arco enfrentando a los jinetes. Después de la guerra y el asedio de las batallas, la mayoría de los poblados eran presa del pillaje de los desbandados y el temor emparejaba con la rivalidad ancestral de los pobladores de las tierras bajas contra los montañeses del norte. Muchos los consideraban un poco más que bestias. Impiadosos y brutales. Mientras que los guerreros despreciaban a los lowlanders (habitantes de las tierras bajas) llamándolos mujericas y corderos, por su pasividad ante las leyes de reforma. Reforma que se había hecho a base de sangre, mentiras y una sucesión muy sucia.
-— Ocúltate. -— Urgió el anciano al niño que le acompañaba.
-— Pero abuelo… -— Alcanzó a decir antes de que la severa mirada del anciano le frenara.
Estaban en medio del camino y por más que corriera no alcanzaría llegar al límite del poblado. Su mirada infantil recorrió con premura buscando un escape y reconociendo con agonía, que poco podía hacer para defenderse. Luego tomó la bolsa de cuero que llevaba su abuelo en el hombro y saltó con agilidad tras unos brezos secos. Se arrastró hasta alcanzar una ruinosa caballeriza en donde se ocultó y por la rendija de unas tablas alcanzó a divisar la débil figura del anciano al ser alcanzada por la polvareda de los jinetes. Una fantasmal bruma rojiza que asemejó a las fauces de un dragón hambriento.
-—¡ Aye viejo! -— Gritó uno de los guerreros en gaélico, sorteando la pobre figura del hombre, mientras un coro de alaridos cerraba la horda.
Ante el estupor del viejo y el terror del niño, los jinetes pasaron de él y luego aminoraron la marcha. Se detuvieron a cierta distancia del inicio de la aldea. Un silencio apesadumbrado dominó la escena hasta que dos de los jinetes se acercaron a los campesinos con la tranquilidad de quien se sabe superior. Eran hombres de las tierras altas. Sus capas de piel y enormes espadas lo confirmaban. La calidad de sus ropas y monturas, hablaban por las claras, que estaban a servicio de un señor en buena posición. Sus cotas relucían, sus caballos eran magníficos y sus plaid estaban confeccionados con la mejor lana. El niño acalló su miedo llevándose ambas manos a la boca. Jamás de los jamases había visto semejantes gigantes. Las historias terroríficas que había nutrido su imaginación infantil, los hacía poco más que monstruos. Temeroso se recluyó al fondo de las ruinas mientras su corazón latía en la incertidumbre de suponer que la aldea, su abuelo y él mismo, podían perecer en las manos de esos bárbaros.
-— ¡Hey viajeros! ¿Qué se traen? -— Preguntó uno de los campesinos. Enfrentaban a los visitantes empuñando con fiereza sus herramientas de labra.
-— Somos gente pobre. No queremos problemas. -— Gritó otro de los hombres.
-— Paz. No somos rufianes. -— Contestó uno de los gigantes. Un fornido montañés de cabellos rubios, anchas espaldas y barba espesa. En su montura llevaba varias alforjas y cazos de comida. Mantenía una sonrisa socarrona aunque su mano izquierda se cerraba sobre la empuñadora de un hacha.
-— Habla por ti. -— Se mofó a su lado el de aspecto más amenazador. Un coro de risas oscuras resonó tras la bufa y los aldeanos sujetaron con más firmeza sus improvisadas armas.
Un tercer jinete se adelantó. Montaba un bayo de crines negras. Vestía ropa más fina que el resto. Un tabardo de un vivo color granate sobre el que destacaba un blasón dorado y cruzada tras la espalda, una enorme claymore asomaba su filo. Tenía ojos verdes como el mismo corazón de Escocia y su largo cabello rubio rojizo flameaba en el viento como llamas vivas.
Rojo como el mismo demonio. -— Musitó para sí el muchachito oculto en las ruinas.
-— Soy Edward d´Masen, venimos viajando hace tres días y necesitamos un herrero.
-— No hay herrero pero si una fragua y un hombre que atiende los metales. ¿Para qué lo necesita? -— Contestó uno de los campesinos.
-— Servirá. Uno de los caballos tiene una herradura mala. Vamos a pasar aquí la noche mientras la arreglan. Dormir y tal vez comer algo. -— La voz serena pero con un tono de irrevocable autoridad, no pasó desapercibida para nadie. -—. Por cierto…. vamos a pagar por la comida. -— Completó Masen a la vez que arrojaba unos chelines hacia el primer hombre que había hablado.
-— Puedo ofrecerle mi morada por algunas monedas más, mi Señor. -— Respondió éste mostrando una desdentada sonrisa.
-— Acamparemos aquí. Tanto ustedes como nosotros, estaremos más tranquilos así. -— dijo Masen.
Mientras el resto de los guerreros comenzaron apearse de sus monturas, el líder permaneció en sus estribos. A pesar de la suciedad del viaje, había algo digno en él; aunque no menos amenazante. Era joven. Incluso mucho más joven que la mayoría de su escolta. Aun así, su figura era imponente. No tanto por su tamaño, sino por su postura regia y dominante. Un guerrero en toda su talla. Así lo revelaba la musculatura fibrosa, el poder de los fuertes muslos aprisionando al corcel, la oscuridad de la guerra puesta en su mirada. Un gesto osco que no ocultaba la belleza de unos rasgos que deberían ser la veneración de cientos de mujeres.
Edward d´Masen lo sabía. Era un espécimen nacido para la adulación de las féminas. Casadas, solteras, rellenas, delgadas, agraciadas y no tanto. Edward no separaba ánimos cuando se trataba de desfogarse entre los muslos de una mujer. Su placer no se consumía en una sola batalla sino que era capaz de una guerra completa. Así lo recordaban todas las damas y doncellas de la corte, pero no era un amante amoroso. Lo suyo era un combate rabioso. Las amaba con la violencia de un corazón despojado de ternura. Como no serlo cuando solo a los ocho años había sido entregado en vasallaje a la mismísima mano del rey. Fue en Edimburgo donde perdió la inocencia de su virginidad y la de su propia niñez. Arrebatado de su hogar para ser llevado primero a la fortaleza del Laird Cullen, conoció de primera mano el odio de la mujer e hija de éste y aunque el Laird lo reconoció de inmediato como su hijo natural; no tardó en desentenderse de él mandándolo a vivir con el monarca. No fue el entrenamiento y las brutales golpizas, sino la burla de sus pares al saberse las condiciones de nacimiento podríamos decir "del lado equivocado de la cama". Con el tiempo la vergüenza de su bastardía y el odio hacia aquél a quién había llamado padre, lo empujaron a demostrarse a sí mismo y ante todos, que era el mejor. Pronto, su destreza en los entrenamientos lo congració con lo mejor de la casa real hasta llegar a ser uno de los favoritos. No tardó en ponerse a prueba su valor y la sangre española fue la primera en ser vertida por su espada. Ya nada tenía que probar pero cada vez que regresaba a su hogar, sentía que rendía examen.
Mientras el Laird se perdía en sus pensamientos mirando la barrera gris que se anteponía a su destino, el anciano había permanecido inmóvil en medio de los guerreros, estos casi parecían ignorar la gris figura a un costado del camino, no así al grupo de aldeanos que se acercaron con sigilo; aunque las monedas despertaron sonrisas donde antes hubo muecas furiosas. Pronto se organizaron las tareas por las órdenes dadas en perfecto gaélico. Montar una tienda, recoger leña para el fuego y buscar algo de comida en las cabañas. Uno de los jinetes de una edad muy joven, recibió las riendas de Masen y se hizo cargo de los caballos reuniéndolos a pocos metros de donde se encontraba oculto el niño. El anciano que apenas se había movido, miró hacia allí y sonrió al vació sabiendo que esto tranquilizaría al pequeño.
El Laird caminó hacia donde improvisaron el fuego y se quitó la pesada espada de su espalda trazando un arco perfecto. De modo juguetón pero igualmente brusco, otro guerrero levantó la suya e intercambiaron un par de golpes que resonaron en la noche atrayendo más miradas. La exhibición no pasaba de un juego pero no dejaba de hacer notar a los hombres de la aldea, que eran invisibles rivales para su destreza. Lucharon por varios minutos hasta que fueron interrumpidos por los hombres que consultaron si podían esperar al día siguiente para conseguir más leña para la fragua. Masen se negó a permanecer más tiempo advirtiéndoles que quería marchar con los primeros rayos. Ya el sol se había ocultado dando paso a una noche cerrada y sin luna. Como dándose cuenta de ello, se giró hacia su escolta, dándoles una señal con la cabeza. Se alejaron hacia un recodo del rió donde se bañaron a pesar del frio. El anciano quiso seguirlos pero uno de los montañeses le cortó el paso.
-— Duro invierno ¿no? -— Se apresuró a decir para sacar conversación.
-— Nada que un buen plaid pueda soportar. -— Contestó secamente el montañés.
-— Por cierto, que dicen que Altnaharra ha sufrido los peores ventisqueros en años. -— Comentó el anciano especulando sobre el color del plaid y su lugar de origen.
-— No ha sido fácil en Allt na h-Eirbhe, pero a Braemar le ha ido peor. -— Respondió el guerrero corrigiendo en gaélico y confirmando a su interlocutor la procedencia del grupo.
Después de tanto rezar, la suerte lo ponía en oportunidad de cumplir su promesa. Los caminos de Edward d´Masen y él, se habían cruzado para bien y no podía perder más a tiempo.
Al poco tiempo reapareció el Higlander. Se había quitado la cota y el cabello húmedo mojaba los hombros de su camisa. El viejo volvió a acercarse y con la templanza que da la edad le preguntó:
-— Dices que eres del condado de Masen. ¿No era Carlisle Cullen el señor de Masen?
El highlander se volvió bruscamente y unos ojos fieros atravesaron al viejo. Unos minutos de tenso silencio procedió a la respuesta.
-— Yo soy el Laird ahora. Carlisle Cullen falleció hace más de un año. Yo soy su heredero de sangre y señor de Masen por mandato del rey. -— Gruñó el gigante no solo contestándole a él, sino que también dirigiéndose al resto de los hombres.
Algo en la respuesta, contestaba más de que las palabras. Edward d´Masen parecía necesitar explicar su lugar en el mundo y que un guerrero de su estampa tuviera esa debilidad , fue algo que complació mucho al anciano.
-— Perdone mi curiosidad Edward d´Masen. Es solo manía de un viejo poco provisto de sutilezas. -— Agachó la cabeza en gesto servil y agregó. -—. Phil Dwyer, a sus órdenes.
-— Sassenach. —– Rugió otro de los higlanders a la vez que escupía el suelo.
-— Inglés. -— Gruñó Edward y aunque el tono no sonó como el insulto de su escolta; situó al anciano en la duda de si había hecho bien al presentarse.
Cientos de años de revueltas políticas y religiosas separaban a ambos reinos que permanecían ligados por las familias monásticas sin mayor gusto por ninguna de las partes.
-— ¿Es eso un problema? -— Consultó el hombrecillo con la mayor tranquilidad.
-— Ser inglés en estas tierras, siempre es un problema, aunque yo no atiendo a esas diferencias. -— Contestó Edward con una mueca mientras le daba la espalda y comenzaba a andar hacia donde se habían aproximado dos mujeres de generosos atributos y presumibles intenciones.
-—¿ Mi Señor, no necesitas que nos ocupemos de guisar o lavar sus ropas o tal vez… de otras necesidades? -— Dijo una mujer rubia y rolliza con voz sugestiva mientras con un dedo bajaba el borde de su ya amplio escote.
Ambas le rodearon como hiedras venenosas.
-— ¿Tú cocinas? -— Preguntó el Laird a la otra muchacha, ignorando totalmente a la que habló.
-— No. -— Contestó una morena delgada y de labios carnosos.
Edward la miró indolente mientras la recorría sin pudor de arriba abajo.
-— Después, tras el establo. -— Dijo Masen mientras deslizaba una moneda por el canalillo de los pechos de la rubia y no dejaba de mirar a los ojos a la morena.
-— Gracias mi Señor. -— Respondió la rubia besando la moneda.
La morena se recostó contra el pecho del higlander y pasó su mano por el pecho bajando deliberadamente hasta su bajo vientre.
-—¡ Oh, por San Niniam!. Ya me considero pagada mi Señor. -— Gimió frotando el bulto tras la prenda.
Edward sonrió por el alago mientras retiraba la mano de la muchacha y regresaba con su gente. En ese tiempo, las caras se habían multiplicado gracias a que el fortachón barbudo se había congraciado con algunos campesinos, invitándolos a compartir el humeante guiso de conejo y las jarras de ale caliente. Corrió la bebida para algunos mientras el Laird vigilaba la escena.
"Por los huesos sagrados que se merecen un poco de diversión" Meditaba Masen. Habían partido hace más de dos meses desde sus hogares y tras una tediosa estancia en la corte, le habían dejado partir con el encargo de llevar a la sobrina del monarca, Lady Tanya D´Enali desde Dunfermline a la abadía de Melrose cerca de Kelso. La malcriada criatura le había hecho renegar todo el trayecto haciéndolo más lento e insufrible. Como la dama que se suponía ser… había logrado que la llevaran en un carromato alegando que no podía cabalgar porque temía quedar estéril. Debían parar cada pocas millas y aguantar sus quejas por toda incomodidad que se imaginara. Decían que era la preferida del rey y esto le abstuvo de hacer uso de una vagina tan dispuesta como la de la damita. A pesar de su joven edad, la pálida belleza de boquita deliciosa, no paraba de tocarlo inocentemente mientras hacía estragos con caricias encubiertas sobre su muslo.
"Pobre el infeliz que tuviera que desposarla" pensó Edward mientras buscaba a la morena con la cuál pensaba sacarse el fastidio. La encontró fácilmente en el regazo de Emmett Mc Carty. Bastó una mirada para que la muchacha se levantara y con un exagerado vaivén de caderas, se marchó hacia la oscuridad.
El anciano había sido uno de los bendecidos por la comida de Emmett y aunque el hambre lo consumía, había relegado su apetito para llevársela a su nieto. Al pobre niño le rugía la panza ante los perfumes especiados del manjar. Dios era testigo que habían sobrevivido a base de gachas y leche cuajada durante mucho tiempo y en los últimos días, ni siquiera podría decir que hubiesen comido. Se lamentaba de ello mientras su mente se distraía al ver al jovencito atragantarse con el guiso.
El cansancio lo adormeció cuando fue sorprendido por la llegada de la morena. Sólo atinó a retroceder hacia la oscuridad mientras le hacía señas a su nieto de que se quedara en su escondite al otro lado de la cuadra derrumbada. No podía ver pero distinguió cuando otras pisadas se unieron a la mujer.
-— Es hora de que me des de comer. -— Rugió la voz que pudo reconocer como la de Masen.
La risa femenina, el desgarro de la ropa, gemidos de mujer que se mezclaban con gruñidos masculinos.
El Viejo murió de vergüenza. Sólo rezó para que su pequeño no estuviera viendo. Pero los inocentes ojos estaban abiertos como platos viendo como el gigante rojo se había abalanzado sobre la mujer, rasgándole la blusa y devorando sus pechos como si fuera un festín. El niño estaba horrorizado pensando que el bárbaro la atacaba y se la estaba comiendo viva.
"Monstruo, monstruo" pensó mientras empuñaba su herrumbrada daga.
Mientras tanto, Edward se perdía a sí mismo, liberando toda su lujuria contenida. Mordisqueaba y chupaba los pezones de la mujerzuela provocándole dolor y excitación al mismo tiempo. Su mano levantó las faldas y se animó entre las piernas de la mujer. Ésta lanzó un suspiro de abandono cuando encontró su destino. Comenzó a pulsar adentro y afuera con sus dedos mientras la morena se retorcía . Después de que la joven se rindió en un grito de puro placer, Masen le permitió zafarse para que le bajara los jubones y tomara su polla en un apretón enérgico.
-—¡ Oh si! … Más, más duro. -— Gimió éste, entregándose a la caricia con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.
Fue en ese momento que el muchachito comprendió que había más que lucha entre los dos cuerpos y algo en él se removió. El entendimiento del descarnado acto del que estaba siendo testigo.
-— Señor mío. Por favor. Véngase dentro de mí. -— Suplicaba la muchacha levantando la pierna para envolverla en su cadera y así alinear la masculinidad con su centro.
-— Eso quisieras hermosa. ¿Cuántos has recibido en esa cuevita mojada? -— Le reprendió Edward de forma juguetona.
-— Los suficientes para saber que lo estoy haciendo bien. -— Susurró la chica buscando sus labios y bombeando arriba y abajo con más premura.
Edward se separó un poco y le aferró la cara, evitando el beso.
-— Date la vuelta hermosa. Vas a dármelo. -— Ordenó con voz ronca.
La mujerzuela pareció pensárselo hasta que sumisamente se dio vuelta, levantó sus faldas y expuso su blanco trasero para recibir de inmediato la embestida del guerrero que sin contemplaciones comenzó a moverse furiosamente sobre ella.
Con una mezcla de temor y ansiedad, el niño fue testigo de cómo en ese mismo momento se acercó el gigante que había preparado la comida. Venía con un jarro de estaño en la mano y se quedó apoyado sobre la pared, mirando como el montañés se servía de la mujer hasta acabar en un gruñido profundo. Su cuerpo parecía laxo sobre la chica aunque no tardó en separarse y colocarse las ropas.
-— Gracias mi Señor. -— Murmuró la muchacha mientras hacíia lo mismo.
-— Gracias a ti. -— Respondió Edward. Tiró una moneda a la muchacha y luego tomó la jarra del hombretón y se sentó a espaldas a donde estaba escondido el niño.
-— Me toca cariño. -— Acotó el gigante rubio desprendiéndose el cinturón donde colgaban las hachas.
La mujer sonrió y levantó las faldas nuevamente y fue allí cuando el niño dejó caer el cazo de comida.
El ruido hizo volverse a Edward.
El anciano vio lo que sucedería y salió del otro lado del cobertizo.
-— Laird. -— Dijo Phil en voz alta y en un intento de atraer su atención estiró el brazo para tratar de agarrarlo.
-— ¿Qué pasa contigo viejo? -— Soltó el cocinero.
Todo fue tan veloz que el anciano no registró cuando Emmett lo sujetó por detrás tomándolo de los ropajes y arrojándolo al suelo. Su cuerpo mustio aterrizó como una bolsa de huesos rotos.
-—¡ Abuelo!. -— Gritó el niño saliendo de su escondite.
El alarido sorprendió a los escoses que por puro instinto se apresuraron a empuñar las hachas de Mc Carty. Un muchachito delgado, con las ropas pringadas de barro y la cara tiznada, había saltado de la oscuridad del establo y con arrojo más que pericia, se antepuso al cuerpo de su abuelo, enfrentándolos con una daga.
-— Atrás o los mato. Les juro que los mato. -— Gritó furioso el muchacho.
-— Emmett. —– Ordenó Edward, reponiéndose de inmediato de la sorpresa. Para ese momento ya había una media docena de gigantes rodeando al niño. Era tan desparejo que no tardaron en reír ante el ridículo enfrentamiento.
El anciano por un segundo temió haberse roto algo y cuando vio que podía moverse, suspiró de alivio o esa fue su intención, pues apenas sacó el aire de sus pulmones, el dolor se extendió como lava por su pecho. Cerró los ojos sucumbiendo a la oscuridad y lo que fuera un suspiro se volvió un quejido. El niño se arrodilló de inmediato y abrazó la cabeza del anciano.
-—¡ Oh abuelo!. ¿Qué te han hecho? ¡Abuelito! -— Gimió el muchacho y las lágrimas bañaron sus mejillas sucias. Los ojos del anciano permanecían cerrados.
De inmediato las risas cesaron y el enorme highlander se encontró a su lado.
-— No lo muevas. -— Dijo Edward con brusquedad apartando de un manotazo la daga de su agarre. A pesar de que el muchacho temblaba aterrorizado, se negó a soltar al anciano. -—. Déjame revisarlo. -— Pidió con voz más suave, logrando que éste le soltara. Recorrió las costillas con tacto experto, con otra mano palpó la espalda y la cabeza. Por último apoyó su oído al pecho de Phil y permaneció escuchando unos instantes. Había un silbeo horrible escapándose en cada respiración.
-— Malditos salvajes. ¿Está… está muerto? -— Sollozó el jovencito.
Edward levantó la vista al rostro infantil que le miraba a unos centímetros. Dos enormes ojos oscuros tras unas pestañas negras y larguísimas le miraban con odio.
-— No está muerto. La caída no fue para tanto. -— Gruñó Edward.
-— Laird. -— Susurró el guerrero que había arrojado al viejo. Edward se volvió un instante y solo se percibió el pulso de sus mandíbulas apretadas, lo que fue suficiente para que éste se apresurara a reanimar al anciano.
Otros guerreros se habían acercado alertados por el grito del muchacho, justo para cuando Edward ya se marchaba.
-— Edward. ¿Qué ocurre? -— Consultó otro de los guerreros de una apariencia totalmente diferente al resto.
-— Nada Jaspe, me llevo al niño para echarle algo de comida a sus huesos mientras tú ves que puedes hacer por el viejo.
-— ¿Está herido? -— Preguntó Jasper abriendo el morral en donde traía sus hierbas curativas.
-— No, pero tampoco le queda mucho tiempo de vida. -— Contestó Edward con sequedad.