InuYasha es propiedad intelectual de Rumiko Takahashi.
Fic en respuestα αl reto de Fumiis Brαginski, del foro «¡Siéntate!»
Advertenciαs: Leves referencias a la II Guerra Sino-Japonesa, temas adultos.
Pólvorα & Polvo
I
Encuentro fortuito
—¿Está seguro de que estará bien solo, capitán Taishō? —preguntó el teniente Naraku con su característico deje aburrido en la voz, al ver cómo Sesshōmaru apretaba los dientes conteniendo un gemido de dolor.
—Sí —respondió este, apoyándose en el tronco de un gran árbol—. Solo ve por Jaken de una maldita vez, Naraku. Necesito un médico.
Naraku paseó sus ojos oscuros inquisitivamente por el cuerpo maltrecho del capitán. Su estado, concluyó, si bien no era lamentable, tampoco era el mejor. A leguas podía darse cuenta de que la herida en el muslo le dolía, pero su perenne orgullo no le permitía admitirlo en voz alta.
—Está bien —asintió Naraku y, dándole la espalda, se marchó hacia la base.
Sesshōmaru esperó a que la figura de Naraku se difuminara entre los árboles añejos para dejarse caer a los pies de su propio árbol. Ahogó una maldición al sentir que la herida hacía contacto con el suelo. Cerró los ojos con fuerza. ¿Cómo pudo haber sido tan torpe? Se le había encomendado una misión de reconocimiento junto con Naraku. El objetivo era una aldea pobre de la China boreal pero de suma importancia estratégica para la campaña nipona en ese lado del país. Sin embargo, había tenido la mala suerte, o el ridículo mal tino, de caer a una trampilla para animales abandonada; el resultado se podía vislumbrar a simple vista: una fea herida abierta en el muslo derecho y varios rasguños en los brazos y en las manos.
Suspiró contrariado, pensando que tal vez se merecía una baja deshonrosa por tamaña estupidez. Ahora solo, en medio de ese bosque perdido, a tres días y medio de camino a la base más próxima, tan solo le restaba esperar que Naraku llegase con Jaken, uno de los médicos de ejército, o que se lo llevaran en camilla con la ayuda de más hombres de la división. Ni siquiera fue capaz de imaginar la vergüenza que tendría que pasar delante del brigadier general.
Apoyó su espalda en el tronco del árbol suspirando nuevamente. El ejército, pensó. Desde joven había anhelado servir al glorioso país del Sol Naciente, seguir fielmente la senda del guerrero y morir sabiéndose útil y glorioso. Por ello se había enrolado, por ello había sido el mejor de su promoción y también por ello había llegado al rango de capitán con solo treinta años. Nunca se preguntó nada, tan solo se limitó a obedecer las órdenes de sus superiores a rajatabla.
Rememoró la primera vez que arribó a aquellas tierras. Las órdenes eran claras y simples: sacudir absolutamente todo a su paso.
Recordó cómo arrasaron con todo, el miedo en los ojos de algunos y la valentía en los de otros. Los gritos de las mujeres, el llanto de los niños. El dolor. Participó activamente en la captura de prisioneros de guerra. Torturó, mató, sin un ápice de culpa o emoción. Todo valía. Excepto una cosa.
—Déjala —ordenó tajante.
La mujer yacía moribunda al lado de otros cuerpos sin vida. Un soldado raso guardaba su tantō y la miraba con un brillo sádico en sus ojos. Sesshōmaru había vivido demasiado como para saber lo que aquel hombre pretendía con la desdichada.
—Es el enemigo, capitán —respondió el hombre, sin reparar en el rango del mayor.
—Eso lo decido yo. Vete de aquí.
Y el hombre se marchó. Sesshōmaru observó a la mujer con los ojos vacíos. El enemigo, ella era el enemigo.
Desenvainó su espada, presto para darle el golpe de gracia. Entonces todo terminó para ella.
Sintió la urgencia de beber agua. Buscó en su mochila la cantimplora, y notó que esta se encontraba vacía. Volvió a susurrar una maldición a su destino. Hurgó un poco más en el fondo de la bolsa; las provisiones escaseaban. Si Naraku no apuraba el paso, terminaría muerto de sed e incapaz de moverse.
Joder, pensó. Movió un poco la pierna y volvió a apretarse los dientes; el dolor poco a poco comenzaba a tornarse insoportable.
No supo si lo que vio fue una ilusión de su cuerpo trastornado por la sed, el hambre y el dolor, pero dos figuras, una pequeña y otra mayor, ambas de melena negra, se acercaban a él.
—¿Quiénes son? —atinó a preguntar.
La figura mayor parecía acercarse a él. Fue lo último que vio antes de cerrar los ojos y desmayarse.
—*—
Rin tomó la canasta de la esquina de su cabaña y llamó a su hija que jugaba con otros niños a las afueras de la casa. Su despensa estaba vacía y las hierbas medicinales escaseaban. Ya era hora de ir por provisiones.
Natsuko le dedicó una sonrisa con todos los dientes, y se adelantó a su madre a la carrera. Rin la dejó hacer y también le sonrió. De las esquirlas que dejaba la guerra, lo único que realmente merecía la pena era aquella pequeña.
No obstante, todavía había noches en las que despertaba sudando frío y temblando como hoja, rememorando dolorosamente cada detalle.
Ella tenía solo quince años cuando los japoneses invadieron su aldea natal. Recordaba estremecida los gritos desgarradores, el fuego, las cenizas. Los cuerpos de sus padres y su hermanita, soldados riendo.
Corrió por su vida. Corrió con todo lo que le quedaba de fuerzas, pero ellos fueron más rápidos. Cayó de rodillas, exhausta, y ellos aprovecharon para rodearla. Deseó morir en ese mismo instante, mirando al cielo y maldiciendo su existencia.
La muerte, generalmente piadosa, no acudió a ella. Vio un pequeñísimo dejo de esperanza al despuntar el alba. Su cuerpo maltrecho, lleno de heridas de katana, golpes y patadas, dolorido hasta los huesos, actuó por inercia.
Caminó sin rumbo fijo, solo hacia adelante. Sus ropas desgarradas y manchadas de sangre le daban un aspecto aún más triste que el sendero ruinoso, otrora de un pueblito pesquero, por el cual caminaba.
No supo cómo ni cuándo llegó a un templo. Los monjes no preguntaron nada, tan solo la recibieron como una más entre tantas víctimas de guerra. Curaron sus heridas con parsimonia y la alimentaron con amor, pero no consiguieron que emitiera palabra alguna en meses.
Despertaba por las noches jadeando, con un grito atorado en la garganta muda. Pasaba días en la misma posición, con la mirada perdida en medio de la nada. Desolada y rota.
El bulto de su vientre crecía con cada día que pasaba. Ella seguía sin hablar y los demás tampoco preguntaban. Así como los monjes, todos alcanzaron a entender, aún sin palabras, que si alguien conocía el mismísimo rostro del rey de los avernos, era ella.
Un día, mientras seguía mirando al cielo en silencio, sintió su vientre acalambrase en un dolor atroz, su huesos tronaron con el sonido de mil cristales rotos y su respiración se volvió errática. Los monjes y las ancianas la rodearon. En su cabeza se mezclaban voces inconexas y órdenes contradictorias. Pujó con toda la fuerza que le quedaba expulsando aquello que le devoraba las entrañas y, finalmente, oyó un llanto desconocido.
Exhausta, recostó su cabeza en el cúmulo de trapos que le servía de almohada. Una chiquilla se acercó a ella, en sus brazos acunaba algo envuelto en pañales blancos.
—¿Qué vas a hacer ahora, niña?—le preguntó alguien al oído.
Silencio.
—Es una hermosa criatura —comentó otra mujer, sin dirigirse a nadie en especial.
—Pero es hija del averno —opinó alguien más con tono lúgubre.
La mujer que cargaba al bebé la soltó inmediatamente, dedicándole una desdeñosa mirada, al tiempo que se fregaba los brazos, como si temiera ser contagiada de algo invisible pero letal.
—Escucha, niña —alguien se acercó a ella y le habló al oído nuevamente: — Nadie te culpará si decides deshacerte de ella. Véndela como esclava, entiérrala en una fosa, o llévala a una tejedora de ángeles para que lo haga por ti.
Entiérrala. Véndela. Entiérrala, su cerebro procesó las palabras con horror. Abrió los ojos de golpe y miró a la mujer como si hubiera dicho la peor de las blasfemias.
—No lo haré. —Sacudió la cabeza para dar énfasis a sus palabras.
—¿Y qué harás entonces, niña?
—Me quedaré con ella.
Todos los presentes la miraron estupefactos.
—¿Has perdido la cabeza, pequeña?
—Tal vez lo hice. Pero ella es mía—sentenció.
Demasiado débil como para incorporarse, pidió que le acercaran a la niña. Una motita de cabellos oscuros piel morada y ojos hinchados que dormía el sueño del inocente. Giró la cabeza y vio la luz de sol veraniego colarse por ella.
—Natsuko. Su nombre es Natsuko —anunció con la voz de quien pronuncia sus primeras palabras en mucho tiempo.
Poco tiempo después, Rin se marchó de aquel templo para no volver jamás.
—¡Mamá! —llamó Natsuko a unos metros de ella—. Aquí hay alguien.
Rin se acercó con cautela. Cuando reconoció el uniforme, soltó la canasta del susto. Sus ojos se desorbitaron y su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración súbitamente acelerada.
Era uno de ellos. Él estaba de parte de ellos. Su uniforme lo delataba.
—¡Aléjate, Natsuko! —gritó, adelantando sus pasos y tomando a la niña del brazo en un afán de protegerla.
—¿Quiénes son? —preguntó el soldado antes de desmayarse.
Natsuko se soltó del agarre de su madre y se acercó al hombre sin miedo.
—¡Natsuko! —llamó, pero la niña no lo oyó.
—Está enfermo, mamá.
Rin se acercó con cautela al hombre. Sus facciones crispadas delataban dolor; sus labios resecos, sed. Una profunda herida se le veía en el muslo, sus ropas estaban desgarradas y sus brazos cubiertos de arañazos. Colocó una mano en su frente y sintió una calidez extraña: aquel hombre ardía en fiebre.
Lo miró fijamente al tiempo que deslizaba su mano hasta el interior de sus ropas en donde guardaba un cuchillo. Él era uno de ellos. Podía asegurar que si era ella quien estaba en su situación, él la mataría sin dudar. Pero era distinto. Era ella quien tenía poder sobre la vida de él.
Mas había algo en aquel hombre que le recordaba a ella misma. Se veía tan débil y vulnerable que no fue capaz de dejarlo ahí, a merced de la suerte.
—¿Me ayudas a llevarlo a casa, Natsuko?
—*—
Unos rayos de sol se colaron en medio de aquel lugar desconocido. Confundido, terminó por abrir completamente los ojos y vislumbró una figura envuelta en tela naranja y cabellos color ébano. Intentó levantar la cabeza, pero inmediatamente sintió al mareo apoderarse de él.
—No se mueva, señor. —La mujer le habló sin girar a verlo—. Ha tenido mucha fiebre.
—¿Dónde estoy? —cuestionó, girando el rostro para verla mejor.
—Está en un granero, señor. Lo encontramos bajo un árbol con una herida en la pierna.
De repente, imágenes inconexas llegaron a la mente del capitán. El brigadier ordenándole a él que junto a Naraku reconozca una aldea china; él cayendo a la trampilla para animales ganándose un corte en el proceso; él solo en el bosque, apoyado en el tronco de un árbol y, finalmente, dos figuras acercándose a él.
—¿Cuánto tiempo…? —comenzó.
—Cinco días —respondió la joven.
Cinco días, pensó. Lo más probable era que Naraku ya estuviera de regreso junto con Jaken, y al no encontrarlo supondrían que alguien lo habría capturado o que había terminado muriendo. Buscó en su cinturón su arma y no la encontró.
—Aquí está lo que busca, señor. —La muchacha finalmente se giró a verlo. Su fino rostro enmarcaba unos ojos rasgados que lo miraban con tinte severo. Le señaló un rincón apartado en la cabaña donde yacían su mochila y sus armas—. No crea que le hemos robado nada, le he quitado sus cosas por seguridad.
Intentó levantarse del catre de paja donde yacía, pero un dolor atroz recorrió su cuerpo obligándolo a soltar un gemido.
—Le dije que no se moviera. —Ella se acercó con un cuenco en la mano—. Tuve que cauterizarle la herida y bajarle la fiebre con hierbas. Usted no está bien. Tome.
Le acercó el cuenco a los labios. Sesshōmaru la miró circunspecto.
—¿Qué es esto?
—Opio. —Sesshōmaru clavó sus ojos en ella, desconfiado—. Para el dolor. Créame que de haberlo querido, usted ya estaría muerto desde hace días.
Una suave risa siguió a las palabras de la joven. Sin otra opción, Sesshōmaru se bebió el amargo contenido entero del cuenco. Casi de inmediato sintió que el dolor mermaba y pasaba a ser sustituido por una extraña sensación de embriaguez.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó.
—¿Importa acaso?
Los días pasaban dolorosamente lentos para Sesshōmaru. No podía parar de pensar en la misión que le habían encomendado y en el rotundo fracaso que resultó de ella. Sentía vergüenza de sí mismo. Pensó que quizás debería alistarse a los kamikazes para lavar su honor. Definitivamente no volvería a ser el mismo ante los ojos del brigadier jamás.
Se preguntó vagamente si podría rescatar algo de su honor llevando información de aquella aldea a sus hombres, una tarea de más difícil por estar encerrado aquel lugar sin poder moverse. Sin embargo, observando a la joven dedujo algunos detalles. La aldea no era rica, sus pobladores se dedicaban al cultivo y a la caza. Una vez oyó a la mujer explicarle a alguien que el invierno se acercaba mucho más rápido ahí que en otros lugares, por lo cual debían prepararse. El joven capitán podía apostar que se encontraba en aquella austera aldea boreal a la cual le habían enviado.
Sonrió. Tal vez estaba en el lugar correcto. Tal vez aquella joven sería útil para él y quizás no todo estaba perdido.
Sesshōmaru no pudo evitar reparar en la mujer que lo había rescatado: era alegre, justa y cariñosa. Dedujo sin necesidad de palabras que su estancia en aquella casita de barro y bambú era un secreto que ella solo compartía con aquella niña llamada Natsuko. Tampoco hacía falta ser un genio para enterarse que la niña era su hija y que esta le temía; sus ojos rasgados, tan parecidos a los de su madre, revelaban miedo cuando le dirigían la mirada.
La mujer parecía ser una médica del pueblo, pues oyó a través de la pared que muchos la visitaban pidiéndole consejos y curas a cambio de la poca comida que los aldeanos conseguían arañando la tierra y que ella aceptaba luego de palabras corteses y tal vez una sonrisa.
Algunas noches oía murmullos en la cabaña, y ella partía con rumbo desconocido solo para volver casi al alba, llevándose a Natsuko consigo y asegurando la entrada al granero donde él estaba escondido. Se preguntó vagamente adónde iría.
Notó también que el trato con él era hosco y mecánico. Apenas le hablaba para preguntarle su estado o cuando le llevaba comida. Una noche, ella apareció con un cuenco de arroz y se dispuso a alimentarlo, pero él la tomó del brazo.
—¿No vas a preguntar mi nombre? —le cuestionó.
—No es necesario, señor —contestó ella.
Él afianzó el agarre del brazo.
—¿Por qué?
—Porque usted yo somos enemigos, señor.
Un atisbo de sorpresa se vislumbró en los ojos de Sesshōmaru. La soltó.
—¿Por qué lo haces entonces? Todo esto.
La joven suspiró.
—Amigo o enemigo, usted es un ser humano como todos. Eso es algo que ustedes han olvidado.
Un denso silencio siguió a las palabras de ella. Sesshōmaru sopesó la respuesta. Durante mucho tiempo, había aprendido a no tener compasión con los enemigos del Imperio, en especial por aquellos que se rendían a la primera. Aquella respuesta le sonaba extraña.
—Incluso entre enemigos —dijo— es de personas de honor conocer el nombre. Mi nombre es Sesshōmaru Taishō.
—Sesshōmaru Taishō —repitió ella, con un tono suave.
—Así es.
Ella asintió y le alargó el cuenco.
—Puede llamarme Rin si así lo desea. Pero que quede claro una cosa: usted y yo seguimos siendo enemigos, señor Sesshōmaru.
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¿Se merece un review?
Bitácorα de Jαz: Tal vez algunos recuerden la versión original de este capítulo y entiendan la necesidad de republicarlo en una versión mejorada. Decidí que esta historia es demasiado interesante como para mantenerla en hiatus, y se merece un final digno, así que acá me tienen.
2014 – 2018. Una olimpiada desde que lo publiqué. Perdón. Les prometo que no me tardo con el segundo capítulo ;_;
Espero les guste.
¡Jajohecha pevê!
08 de julio de 2018, domingo.