Final final! No va mas! Como faltaba solo un cap y era cortico decidí subirlo de inmediato. Espero que les haya gustado un poquito este fic Swan Queen ya que no es tan común como todos los demás, este tiene un final un poco trágico, bueno muy tragico! Pero se me hizo y espero que a ustedes también muy interesante.

Mil gracias y mil abrazos para The Little Phoenix, Laura-Al, Melissa Swan, Akton30, silviasi22,FannyBrice Y A gema por sus comentarios, la verdad los aprecie mucho!

ADELANTO! EL PRÓXIMO FIC SE LLAMARA "EL JARDÍN OSCURO" NO SIENDO MAS HASTA MUY PRONTO!


Capítulo VIII

Durante los tres últimos días, y a pesar de los urgentes requerimientos de mis negocios, había sido incapaz de hacer nada en mi despacho. La marcha de Regina, no obstante, me hizo presentes todas estas obligaciones aplazadas y, reprimiendo mi tristeza, me puse a responder la correspondencia pendiente y di las órdenes oportunas para entregar los pedidos más urgentes. Trabajé enfebrecida, más como una máquina que como una persona, y durante horas permanecí sumergida en complicadas transacciones comerciales. No obstante lo cual, mientras mi cabeza se hallaba ocupada por las necesidades contables, no podía apartar de mi pensamiento la cara de mi amiga, sus ojos cargados de tristeza, y su boca voluptuosa, en la que asomaba la amarga sonrisa de la despedida, mientras el amargo regusto de su último beso afloraba constantemente a mis labios.

Y, sin embargo, ¿por qué trabajaba yo? ¿Era por afán de lucro, por satisfacer a mis empleados o por el trabajo en sí mismo?

Ciertamente no podía decirlo, Creo que trabajaba por la excitación febril que el trabajo proporcionaba, del mismo modo que se juega al ajedrez para distraer al cerebro de los pensamientos que lo oprimen.

Abandoné mi despacho al caer la noche.

¿A dónde debía ir ahora? ¿A mi casa? Me hubiera gustado que mi madre estuviera ya de vuelta.

Aquella misma tarde había recibido una carta suya, en laque me informaba que en vez de venir dentro de uno o dos días, como al principio había previsto, había decidido viajar hasta Italia por algún tiempo.

Sufría un ligero ataque de bronquitis y temía que la humedad de Londres pudiera complicarlo.

¡Pobre mamá! Su recuerdo me trajo a la cabeza el enfriamiento que nuestras relaciones había sufrido últimamente, a causa de mi relación con Regina; no porque mi afecto hacia ella fuera menor, sino porque Regina ocupaba por entero todas mis facultades físicas y mentales. Ahora que Regina estaba ausente yo sentía una cierta nostalgia de mi madre Mary Margaret, y resolví escribirle una carta larga y afectuosa tan pronto como llegara a casa.

Entre tanto, vagaba al azar por las calles vacías. Después de haber dado varias vueltas, me encontré de pronto frente a la casa de Regina. Mis pasos me habían conducido sin querer ante la casa de mi amiga, y yo contemplaba ahora, casi sin darme cuenta, sus ventanas. ¡Cuán querida me era aquella casa! Hubiera querido besar uno a uno los escalones que ella pisaba cada día.

La noche era oscura, y la calle –una calle tranquila– no era precisamente de las mejor iluminadas.

Por un momento me pareció ver una débil luz filtrarse por las rendijas de las ventanas.

«Puro efecto de mi imaginación», pensé yo.

Con todo, agucé la vista.

«No, no me equivoco –me dije–, hay luz allí dentro.» ¿Habría tal vez vuelto Regina?

Tal vez había caído en la misma desolación que a mí me atenazaba. La visible angustia impresa en mi rostro podía tal vez haberla paralizada, impidiéndole incluso tocar, y se había vuelto. Podía ser, incluso, que el concierto se hubiera aplazado.

Pero, ¿y si Regina me había engañado?

La idea me parecía absurda. ¿Podía yo acaso sospechar de su infidelidad? Rechacé esta suposición como algo abominable, como una especie de mancha moral. No, todo era posible excepto aquello; yo me guardaba en mi bolsillo la llave de la puerta; al poco tiempo me hallaba ya dentro. Subí la escalera de puntillas, recordando la primera noche que habíamos acompañado a mi amiga, y los besos que nos habíamos prodigado en cada escalón.

Sin ella, en ese momento, las tinieblas pesaban sobre mí, envolviéndome y traspasándome el alma.

Me hallaba ya en el descansillo correspondiente a la puerta de su apartamento. Un gran silencio envolvía toda la casa. Y vi, de nuevo, un rayo de luz filtrarse por las rendijas de la puerta. ¿Se habrían olvidado Regina o su criado de apagar la espita de gas del vestíbulo o una de las recámaras?

El recuerdo del espejo roto surgió de pronto en mi cabeza, y horribles presentimientos comenzaron a asaltarme. A pesar de mi esfuerzo, la horrible impresión de estar siendo suplantada en el afecto de Regina volvió a perturbar mis pensamientos.

No, era demasiado ridículo. ¿Quién podría ser mi rival?

Con todo tipo de precauciones, introduje la llave en la cerradura; la puerta se abrió sin ruidos. Yo avancé sobre la espesa alfombra del pasillo, que ahogaba mis pasos, y me dirigí derecho a la habitación en donde, pocas horas antes, tantas delicias había experimentado.

La alcoba se hallaba iluminada.

Oí en su interior ruidos ahogados.

Pronto adiviné la naturaleza de tales ruidos, y por primera vez sentí, de verdad, el cruel suplicio de los celos desgarrarme el pecho.

¿Para qué había venido? ¿Qué intentaba hacer?

Mis piernas vacilaban. Había puesto la mano sobre el pomo de la puerta, pero antes de abrir hice lo que muchos otros hubieran hecho en mi lugar. Temblando de la cabeza a los pies y, con el corazón comprimido, me agaché y miré por el hueco de la cerradura.

¿Era un sueño lo que mis ojos veían? ¿Estaba siendo juguete de una broma horrible y abominable pesadilla?

Hundí las uñas en mi carne para convencerme de que estaba despierta, para estar segura de que no soñaba. Conteniendo la respiración, miré…

No era una ilusión. Allí, sobre aquella silla, tibia aún de los besos que ambas nos habíamos prodigado, se hallaban sentadas dos mujeres.

¿Quiénes eran?

¿Había tal vez Regina prestado por aquella noche su apartamento a una amiga? Sin duda había olvidado o considerado inútil avisarme del hecho.

Sí, eso era. Debía ser eso. Regina no podía engañarme.

Volví a colocar el ojo sobre la cerradura. La luz de la alcoba, más brillante que la del vestíbulo, me permitía una perfecta visión.

Una mujer cuya cara no podía ver se hallaba sentada en aquel sofá que el espíritu ingenioso de Regina había mandado hacer para aumentar aún más la voluptuosidad. Una mujer de cabellos oscuros, y cortos flotaban sobre los hombros, se hallaba sentada a horcajadas sobre sus rodillas, con la espalda vuelta hacia la puerta. Nada de lo que entre estas dos mujeres ocurría escapaba a mis miradas. La mujer no estaba en realidad sentada, sino que se sostenía sobre la punta de los pies, de modo que, con violentos movimientos, realizaba una especie de cabalgada sobre los muslos de la otra mujer.

Rápidamente comprendí que a cada salto ella hundía entre sus muslos una mano erguida; y el placer que experimentaba era tan vivo que rebotaba como una pelota de goma, para caer de nuevo y devorar con su golosa vagina la mano del placer que se envainaba en ella hasta la raíz. Quien quiera que fuera, gran dama o dependienta, ciertamente no era una novicia, sino mujer de gran experiencia, para lograr ensartar esa mano con semejante maestría.

Su placer crecía hasta el paroxismo. Del paso había cambiado al trote, y comenzaba ahora un verdadero galope. De pronto, y en medio de su crisis amorosa, agarró con sus manos la cabeza de la mujer que cabalgaba. Era evidente que el contacto de los labios de su amante y el frotamiento de la útil mano que la penetraba, le provocaban un furor erótico tal que sus saltos se redoblaban, y también su rapidez, según se aproximaba al fin del placentero viaje.

La hembra, entre tanto, después de haber estrujado entre sus manos los blancos lóbulos de su soberbio trasero, cosquilleaba ahora las puntas de sus senos, aumentando su goce con mil pequeñas caricias que la enloquecían.

En un determinado momento, la cola del peinador quedó enganchada en una de las patas del sofá. La mujer, estorbada en sus movimientos por este tropiezo, se separó un momento del abrazo de su amante, y con un movimiento rápido se arrancó la prenda, quedando enteramente desnuda en brazos de su amante.

Su cuerpo era tan espléndido que ni siquiera Juno en toda su majestad la hubiera igualado. Pero apenas tuve tiempo de contemplar su lujuriante belleza, su graciosa flexibilidad, la armoniosa simetría de sus líneas y su ágil modo de actuar en esta obra amorosa que ya tocaba su fin. Ambas comenzaban ya a estremecerse, recorridas por el cosquilleo eléctrico que precede al momento en que los conductos vaginales, cargados hasta los bordes, van a soltar su carga.

Detrás de la puerta, yo escuchaba sus suspiros, sus rugidos, y los murmullos del éxtasis, ahogados en besos. De pronto, los dos cuerpos se contrajeron, se agitaron convulsivamente, y quedaron como fulminados por el exceso de placer.

Yo, en tanto, a pesar de la excitación que la escena me provocaba, sentía la muerte anidar en mi alma, ya que me resultaba difícil poner en duda que aquella mujer fuera mi amante.

En efecto, tras haber expuesto ante mis ojos asombrados su maravillosa belleza, la mujer se apartó por un momento, dejando al descubierto la parte de la mujer que su cuerpo me impedía ver. Y, aunque la cara de ésta quedaba en la penumbra, no me cupo ya la menor duda.

¡Era Regina!

Sí, antes todo, su hermosa figura, luego su sexo que tan bien conocía, por último –y aquí estuve a punto de desmayarme, al divisarlo– el anillo, el anillo del camafeo que yo lo había regalado.

¡Era ella, Regina! ¡Mi amor, mi vida, mi amada!

¿Cómo podría describir lo que en aquel momento sentí? ¿Por qué –me dije– no tener también parte en el festín, aunque de manera más humilde, penetrando como un mendigo por la puerta trasera?

Ya se disponía mi mano a hacer girar el pomo de la puerta, cuando, a punto de ceder a mi loco deseo, la dama cuyos brazos estrechaban aún el cuello de mi amada, dijo:

–¡Dios mío! ¡Qué placer! Hacía tiempo que no gozaba de esta manera.

Al oír esta voz, quedé como petrificada en mi sitio.

¡Aquella voz! ¿De quién era aquella voz?

«Esa voz la conozco –me dije–, es una voz perfectamente familiar…»

La sangre se agolpaba en mi cabeza, y el tintineo de mis oídos me impidieron al principio reconocerla.

Luego, de repente, la verdad se manifestó con la fuerza de un rayo.

La puerta se hallaba cerrada por dentro con pestillo. Yo comencé a sacudirla con violencia. Y acabó por ceder.

Me detuve en el umbral. Sentía como si el piso fuera a hundirse bajo mis pies. Todo me daba vueltas en derredor; tuve que apoyarme en el dintel para no caer; estupefacta, y atravesada por un inexpresable horror, me encontré, cara a cara, con mi propia madre.

Un triple grito de vergüenza, horror y desesperación resonó por todo el apartamento, un grito agudo que quebró el silencio de la noche, arrancando de su sueño a los inquilinos de aquella casa tranquila.

–¿Y usted Emma? ¿Qué hizo entonces?

–¿Que qué hice? En verdad, no podría decirlo: sin duda debía de hacer algo, pero no me acuerdo qué.

Luego me fui, dando traspiés entre las sombreas de la escalera, con la misma sensación de quien desciende a un pozo oscuro y profundo. Luego, sólo puedo recordar mi carrera enloquecida por las calles desiertas, una carrera sin rumbo, penetrada del mismo terror que embargaba a Caín en su huida.

¡Huía de ellas, de ellas! Ya que no podía huir de mí misma. La cabeza me daba vueltas, y las piernas se me doblaban, tropezando en mi carrera cada dos pasos.

¿Me había vuelto loca?

De repente, convulsa y ya sin aliento, quebrada física y moralmente, caí al suelo desmayada.

No sé cuánto tiempo permanecía sin sentido, ni quién me recogió. Sólo sé que, al despertarme, me encontraba en una sala de hospital.

Pedí ser trasladada a mi casa. Me sentía enferma caso moribunda.

Transcurrieron tres días, durante los cuales no pude ver a nadie. Y, cuando digo tres días, quiero decir un lapso indefinido, ya que sólo las pócimas opiáceas que me suministraba mi médico lograron dormirme y calmar momentáneamente mi agitación nerviosa. Pero ¿qué narcótico puede servir para curar a un corazón roto?

Al cabo de estos tres días, mi encargado vino a verme, y quedó asustado de mi aspecto.

¡Pobre hombre! No sabía qué decir. Evitó hablar de cualquier cosa que pudiera influir en mis nervios y me habló solamente de asuntos de negocios.

Yo lo escuchaba, fingiendo atención, por más que sus palabras no tuvieran para mí el más mínimo sentido. Luego, pude saber por él que mi madre había dejado la ciudad y había escrito desde Ginebra, donde había pasado a residir. No mencionó para nada el nombre de Regina, y yo tampoco dije nada al respecto.

Sin embargo, ardía por saber lo que había sido de Regina, y, al pensar en ella, los temores volvían a mí de nuevo. ¿Habría partido tal vez con mi madre, sin dejarme el más mínimo mensaje?

Por otro lado, ¿qué hubiera podido decirme?

De haberse quedado en la ciudad, ¿acaso no estaría yo feliz de perdonarla, cualesquiera que fuesen sus errores?

Tan pronto pude tenerme en pie de nuevo, y sin poder soportar ya por más tiempo aquella incertidumbre – ya que la verdad, por dolorosa que sea, siempre es preferible a la falta de certeza–, fui hasta casa de Neal; encontré su taller cerrado.

Me dirigí entonces a su casa. Hacía dos días que faltaba a ella, y los criados no pudieron decirme dónde encontrarlo.

Desesperada y sin consuelo vagué de nuevo por las calles, hasta ir a parar una vez más frente a la casa de Regina. La puerta estaba abierta. Pasé a toda prisa ante la cabina del portero, temiendo que éste pudiera detenerme y decirme que mi amiga estaba ausente, pero nadie se dio cuenta de mi entrada. Subí de tres en tres los escalones, temblorosa y con los nervios a punto de estallarme.

Coloqué la llave en la cerradura y la puerta se abrió sin ruido, como noches antes había ocurrido.

Penetré por el vestíbulo sin encontrar a nadie. Tan pronto hube entrado, comencé a preguntarme qué hacía allí, y si no sería mejor dar media vuelta y echar a correr.

Mientras permanecía indecisa en medio del pasillo, pude escuchar un débil gemido, tras la puerta del dormitorio.

Tendí el oído… Nada.

Pero no, había oído bien… una prolongada y débil queja se oía en la pieza vecina… Temblando de horror, me precipité dentro de ella.

El recuerdo de lo que allí vi me conmueve aún hasta la médula de los huesos.

Sobre la blanca piel del tapiz se hallaba, rodeado de un mar de sangre, el cuerpo exánime de Regina.

Tenía clavado un pequeño puñal en mitad de su pecho, hundido hasta la empuñadura, y un débil hilillo de sangre corría aún de la terrible herida.

Me abalancé sobre ella; aún no está muerta; exhaló un gemido y abrió los ojos.

Con el corazón en un puño, aterrada, perdí toda mi presencia de ánimo. Tomándome la frente entre las manos, intenté cohesionar mis pensamientos y dominar mi desesperación, para poder ayudar a la desgraciada. ¿Debía retirarle el puñal de la herida? No, eso podría ser fatal.

¡Ah! ¡Si al menos tuviera algún conocimiento, por mínimo que fuera, de cirugía! Pero no lo tenía, y no me quedaba otra salida que pedir socorro.

Me precipité hacia el descansillo y grité con todas mis fuerzas:

–¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Socorro!

En un abrir y cerrar de ojos pude ver al portero asomado a su garita y todas las puertas de la escalera abiertas de par en par. Seguí gritando con todas mis fuerzas, y luego, apoderándome de una botella de coñac del bar de la sala, corrí al lado de mi amiga, humedeciéndole con el licor los labios, gota a gota.

Regina abrió levemente los ojos. Eran unos ojos velados, átonos, pero la tristeza habitual de su mirada había adquirido una tal intensidad que me llenaba de angustia indecible. Me costaba trabajo sostener aquella mirada lastimosa y vacía, y sofocándome de llanto, estallé en sollozos.

–¡Oh, Regina!, ¿por qué te has matado? –murmuré–. ¿Cómo has podido dudar de mi perdón, de mi amor?

Ella logró escuchar mis palabras e intentó hablar, para contestarme, pero no pudo articular palabra.

–No, no morirás… No puedo separarme de ti, tú eres mi vida.

Sentía que ella apretaba mis dedos de una manera suave, imperceptible.

El portero, al contemplar aquel espectáculo terrible, se había quedado petrificado en el umbral.

–Un doctor –le supliqué–. ¡Por amor de Dios, un doctor! Tome un coche y corra a buscar al doctor más próximo.

Otras personas comenzaban a entrar también, pero pude alejarlas con un gesto.

Ellas, aterradas, se mantenían a una prudencial distancia.

Los labios de Regina se agitaron.

–¡Silencio! –dije–. Va a hablar.

Se me agarrotaba el corazón pensando que no podría recoger sus últimas palabras. Después de varias tentativas de la agonizante, terminé por captar una palabra:

–¡Perdón!

–¡Yo te perdono! Y no solamente te perdono sino que daría mi vida por salvarte.

Una chispa de luz atravesó por un momento sus pupilas, y su expresión cambió por completo, adoptando un gesto de profunda ternura. Sin poder soportar la visión de su cara, me sentí de nuevo ahogada por el llanto.

Ella murmuró aún otra frase, de la que más que comprender, pude adivinar el sentido, inducido por estas dos palabras:

–Tu madre… deudas…

Y, dicho esto, ella quedó inmóvil. Los ojos oscurecieron y quedaron velados como por una membrana, adoptando un tono vidrioso. Los labios se contrajeron en un rictus, quedando herméticamente cerrados.

Luego de unos minutos, volvieron a abrirse en una bocanada espasmódica, exhalando su último respiro.

La alcoba se vio de pronto invadida de curiosos.

Vi a la gente hacer la señal de la cruz. Las mujeres se arrodillaban y murmuraban plegarias.

Sentí mi cerebro traspasado de pronto como por un rayo.

–¡Está muerta! ¿De verdad está muerta?

Su cabeza reposaba sobre mi pecho.

Lancé entonces un grito desgarrador. Pedí socorro una vez más…

Finalmente, un doctor hizo su aparición.

–Ya no hay necesidad de nada –dijo–. Está muerta.

–¡Cómo! ¡Mi Regina muerta!

Miré a la gente que me rodeaba. Sin duda debía producirles miedo; parecían retroceder ante mí. Todo empezó entonces a darme vueltas. La vista me falló, y caí al suelo desvanecida.

Varias semanas fueron necesarias para poder recuperar mis fuerzas. Una profunda tristeza me envolvía. La tierra me parecía un desierto que estaba obligado a atravesar sola, sin esperanza y sin meta.

Entre tanto, mi historia había pasado a ser del dominio público, aunque a medias palabras, a través de los periódicos. Era un escándalo demasiado sabroso como para dejarlo perderse, sin antes arrastrarlo por el barro. La misma carta que Regina me había enviado antes de su suicidio, informándome que sus deudas habían sido pagadas por mi madre, siendo ésta la causa de su primera y última infidelidad, había sido publicada como primicia en los periódicos. Así pues, mientras el cielo me exculpaba de toda iniquidad, la tierra se levantaba contra mí, ya que, si bien la sociedad no exige a sus miembros ser intrínsecamente virtuosos, sí les exige, en cambio, guardar las apariencias y, por encima de todo, evitar el escándalo. Ésta es la razón de que un renombrado pastor, hombre con fama de santo, comenzara un sermón edificante sobre los hechos ocurridos, con estas palabras:

–Su recuerdo desaparecerá de la memoria de los hombres y ya nadie pronunciará su nombre.

«Será arrojada de la luz a las tinieblas, y todas las puertas se cerrarán a su paso.»

Y, a esto, todos los amigos de Regina, los Sofar, los Elifás, los Elzear, respondieron con voz estentórea:

–Amén.

En cuanto a mí, sólo me queda decir como Job:

«Mis parientes me huyen y mis amigos me han abandonado; los que habitaban en mi casa, mis servidores incluso, me consideran ya como una extranjera. Todos abominan de mí, y los que me amaban vuelven la espalda; hasta los niños me desprecian.»