Epílogo


Edward odiaba el Nido del Diablo. Razón número uno: era un chiquero. Razón número dos: su primo era el dueño. Razón número tres: Ling acababa de convertirse en socio de esa rata codiciosa con quien los Elric compartían ADN y, por ende, el bar se volvió su sitio de escapada de fines de semana —habiendo tantos lugares más agradables en la jodida ciudad—.

—Al menos deberían poner otro tipo de música —dijo, fastidiado, antes de beber un largo trago de la botella de cerveza, marrón y empapada en transpiración, que sujetaba con dedos entumidos de frío por el contacto de sus yemas con el vidrio.

Al otro lado de la habitación, en un rincón donde sólo había un par de mesas, pequeñas y redondas, rodeadas de banquillos ocupados por un grupo de mujeres que reían con escándalo y hablaban en voz alta y sin tapujos sobre cosas que Edward no alcanzaba a comprender — ¿quién se arranca las pestañas con un rizador y luego intenta ocultar el desastre con pestañas falsas, pero va por la vida contándolo como si fuera la más risueña anécdota de su vida?—, se encontraba una rocola, monopolizada por el género femenino, por lo que la última media hora había estado llena de música que amenazaba con hacerlo vomitar un arcoíris salpicado de diamantina.

Ling sonrió, chasqueando los dedos al ritmo de Waterloo, y negó con la cabeza, metiéndose a la boca un puñado de cacahuates salados que tomó del plato hondo que tenía delante y que ya había rellenado dos veces, porque su gula incontenible no había hecho más que crecer en los últimos años.

—A las chicas les gusta —dijo, sin preocuparse por hablar con la boca llena, lanzando una mirada interesada al grupo de mujeres—. Y a mí me gustan las chicas.

Edward le dio un empujón en el hombro, casi derribándolo del banquillo, y Codicia, detrás de la barra, soltó una carcajada que mostró muchos dientes, recordándole a un tiburón a punto de morder. Edward lo miró con una mueca de disgusto y el hombre le guiñó el ojo sin titubear.

Apenas se mudaron y comenzaron a asentarse en sus nuevas vidas, el hermano de Hohenheim lo contactó, intentando marcar la pauta para tener una relación más cordial con ellos, invitándolos a conocerlo y también a sus siete hijos. Alphonse, simplemente por ser él y tener el corazón más grande que Edward había contemplado en su vida, se mostró abierto ante la idea y, de inmediato, inició comunicación con sus primos por redes sociales, pero Edward y su padre entonaron otro son: no estaban interesados en conocer a la pequeña horda de homúnculos —como Edward se había habituado a llamarlos, sólo para molestar a su hermano— y menos a su padre, ya que, como Hohenheim bien había dicho, era bastante curioso que el hombre hubiera decidido acercarse a él cuando su nombre se volvió público, después de ganar aquél premio por su descubrimiento científico, y se convirtiera en candidato para ser decano de Xerxes —puesto que ocupó al poco tiempo—.

Sin embargo, mantenerse completamente alejado del resto de su familia no fue tarea fácil, al vivir la mayoría en la misma ciudad, y las cosas sólo se enredaron más cuando se reencontró con Ling en la universidad y se enteró de que éste tenía una extraña y ambivalente amistad con uno de sus primos. Ling encontraba el lazo sanguíneo entre ellos sumamente divertido y Edward hacía todo lo posible por desapegarse, llamando a su primo por un apodo que, en un principio, creyó ofensivo y que el otro, para sorpresa suya, adoptó con entusiasmo —ya que, según él, su nombre real era estúpido—. Con el paso del tiempo, todo el mundo comenzó a llamarlo de esa forma, incluso su esposa, y Edward se maldijo por lo bajo al ver cuánto lo estaba disfrutando.

Bueno, la única ventaja de pasar tiempo con Codicia en esa cloaca que pretendía pasar por taberna era que nunca tenía que pagar la cuenta…

Volvió a beber de su cerveza, pero se distrajo cuando sintió un cuerpo apostándose a su lado, demasiado cerca para ser correcto. Giró el rostro y enarcó las cejas al encontrarse con una mujer rubia, con las mejillas sonrojadas por el exceso de alcohol que podía percibirse con claridad en su aliento, sonriéndole. En cuanto su mirada se cruzó con la de la chica, un coro de risas estridentes brotó desde el rincón de la rocola, ahogando la sosa canción que resonaba por las bocinas.

Oh, diablos: odiaba su vida. Sintió calor cosquilleándole en el cuello.

Codicia silbó y dio media vuelta, aunque su cuerpo convulsionaba de una forma que sólo podía significar más risas. Edward sintió el impulso de romperle la botella en la cabeza, pero estaba demasiado bien amaestrado para sucumbir a sus impulsos más bajos… al menos cuando podían meterlo en líos con la policía bajo acusaciones de tentativa de homicidio.

La mujer le puso una mano en el brazo, que estaba cubierto por la manga de una chaqueta marrón, afortunadamente, pero eso no evitó que ella dibujara círculos sobre la tela con una uña pintada con barniz de color rosa brillante. Edward pasó saliva y sintió un escalofrío en la espalda, el cuerpo entero ardiendo con un avergonzado calor.

— ¿Te molestaría invitarme un trago, guapo? —preguntó ella, aparentando una sensualidad que se desvaneció en el aire gracias al tufo alcoholizado que se desprendió de la hendidura entre sus labios.

Parpadeó, incómodo, sintiendo el cerebro adormecido. Si Winry o Al hubieran estado ahí, con él, ya estarían desternillándose de risa en el suelo y, de hecho, Ling y Codicia parecían a punto de hacerlo en nombre de los dos ausentes… Edward era pésimo en ese tipo de cosas y ese era un dato de cultura general.

Pasó saliva y abrió la boca, intentando no dejarse intimidar por el aullido de diversión y los gritos de apoyo que provenían de las mesas ocupadas por las amigas de la chica. ¿Por qué siempre le pasaban las cosas más ridículas a él?

—Sería mejor que… —tomaras un poco de agua murió en su garganta cuando Ling se estiró por encima de él para sujetarle la mano izquierda y obligarlo a alzarla en el aire, justo frente al rostro sonrojado de la chica, que entornó los ojos, sin comprender.

—Lo siento, amiga, pierdes tu tiempo —dijo Ling, retorciendo la mano de Edward sin cuidado, haciendo chasquear pisiforme y piramidal de una forma particularmente dolorosa, hasta que un haz de luz dorado proveniente de las mamparas que pendían sobre la barra tocó la banda plateada en su dedo anular, haciendo destellar la piedra roja engarzada en el centro—. Ed está fuera de servicio: casado, desde hace tres años.

Las mejillas se le pusieron rojas y pudo sentir lava derritiéndole las entrañas. Graznó como un pato herido y arrancó su mano del agarre de Ling para flexionar los dedos y evitar que la mirada, curiosa y brillante, de la mujer siguiera fija en la pieza de metal. Su boca, pintada de un delicado tono nacarado, descuidado por su estado etílico, estaba contorsionada en una O perfecta que, por algún motivo, lo hizo sentir todavía más incómodo. Codicia volvió a reír; Edward le hizo un gesto grosero con el dedo y empujó a Ling con brusquedad para que se sentara correctamente, ya que estaba empinado sobre él.

— ¿Por qué los chicos lindos siempre están casados, comprometidos con su trabajo o son gay? —preguntó la chica, sonando verdaderamente decepcionada, como si ya hubiera tenido experiencia en los tres rubros.

Ling se irguió sobre la barra, casi derribando la cerveza de Edward y el platillo de botana en el proceso, pero ambos se salvaron en el último momento.

—Prácticamente puedes describir la vida de Ed de esa form… ¡agh! —exclamó cuando Edward le encajó el codo en el pecho para hacerlo a un lado otra vez. Se masajeó la zona adolorida, observándolo con una expresión dolida en la cara, y Edward hizo una mueca:

—Ay, perdón —siseó, fingiendo inocencia, alcanzando su bebida para terminar con el contenido de un solo trago. Apenas la botella estuvo vacía, Codicia le puso otra delante y Edward se lo agradeció… aunque dejó de hacerlo cuando el hombre agregó a la conversación:

—Y, según nos ha contado su hermanito, tiene un niño. ¿De cuántos: ocho, nueve años? Cuando Martel invitó a Alphonse a comer a nuestra casa, nos mostró fotografías, es bastante lind…

— ¡Alphonse! —gruñó por lo bajo, pasándose una mano irritada por la cara.

De acuerdo, los últimos años, la relación de Alphonse y Berthold no había hecho más que crecer. Berthold lo llamaba tío y Al iba por la vida presumiendo a su sobrino, aunque sabía que Edward no estaba de acuerdo con que mostrara imágenes del niño a diestra y siniestra, menos a sujetos como Codicia, que parecían encontrarle un lado malicioso a todo y con quien Edward no quería que Berthold tuviera relación alguna: ya era bastante complicado que Roy lo dejara pasar tiempo en la casa de citas de Chris Mustang —a quien Edward conoció hace dos años y, no, no había salido de ahí aterrorizado e impresionado a partes iguales y tampoco se estremecía cuando la mujer lo llamaba de forma inesperada para averiguar cosas sobre Roy… casi de la misma forma en que Hohenheim hacía con el policía (Edward sospechaba que esas conversaciones eran el único motivo por el que su padre hizo una cuenta de Skype)—: todas las mujeres en ese lugar tenían dos cosas que le desagradaban: una fascinación insoportable por Roy y la incapacidad de dejar de restregárselo en la cara —y, no, no era celoso. Para nada—.

La chica hizo un ruido estrangulado, similar a un globo perdiendo aire, y levantó las manos frente a su cuerpo, moviéndolas hacia los lados en negación, como si Edward hubiera sido quien se acercó a ella con una propuesta indecente en los labios y no al revés. Se puso de pie a toda velocidad y, tambaleándose un poco, silbó:

—Eso es demasiado, amigo. Eres lindo, pero no tan lindo —terminó, arrastrando las palabras, antes de volver, con andar errático, a la mesa donde sus amigas la esperaban, ansiosas por saber que había pasado.

Edward procuró girar en su banquillo y darles la espalda… y ojalá hubiera podido hacer lo mismo con los otros dos, que rompieron a reír a voz en cuello, de una forma que hizo que le dieran ganas de meter la cabeza en un barril de cerveza y morir. Se tocó la frente y respiró profundo, intentando no darles la satisfacción de verlo perturbado por la situación.

—Por cierto —dijo, bebiendo un sorbo de su bebida para aliviar la resequedad en su garganta. Tenía la cara roja de pena, pero estaba seguro de que, mientras menos atención le prestara, más rápido se esfumaría el color—. ¿Podrías dejar de decirle a todo el mundo que estoy casado? —Pidió, dirigiéndose a Ling, que se limpió la comisura de los ojos con los dedos, eliminando un rastro de lágrimas mientras seguía gimoteando de diversión—. ¿Y qué tengo un hijo? —Agregó, refiriéndose a Codicia, que se encogió de hombros y se inclinó para sacar botellas de licor de una caja de cartón para acomodarlas en las repisas tras la barra—. ¡No es cierto!

—Ay, vamos, Ed. Es verdad. Has estado súper comprometido desde hace años. Da igual si no han firmado un papel: a ojos de todos, estás fuera del mercado —dijo Ling, sardónico, antes de volver a atacar los cacahuates con renovado entusiasmo.

Edward evitó poner los ojos en blanco. Codicia lo señaló con un dedo demasiado largo.

—Tu papá lo llama yerno —apuntó, sonriendo.

—Esa es una broma que el imbécil usa para molestarme desde que nos mudamos, nada más —protestó, enfurruñado, cruzándose de brazos.

—Y el anillo sólo empeora las cosas —siguió Codicia—. Por si no te has dado cuenta, es la manera más antigua de apartar a una persona. Sirve para decirles a otros que se mantengan a un infierno de distancia de tu propiedad. Yo lo sé, mi Martel lo sabe, por eso usa el suyo con orgullo y se lo restriega en la cara a cualquier imbécil que no lo comprenda —terminó, con cierto aire soñador.

Edward enarcó una ceja: el anillo de Martel tenía una piedra enorme y verde… que no dudó en estrellar contra el pómulo de un sujeto que la manoseó en la calle una vez, mandándolo al hospital con una fractura en la cara. Supuso que a eso se refirió Codicia con restregar y pensó que eran tal para cual.

— ¿Siempre hay un roto para un descocido, cierto? —masculló.

Codicia sonrió.

—Tú también lo sabes y por eso lo usas —siguió—. Desde que te conozco, no ha habido un solo día que te haya visto sin él. Quieres que la gente lo vea y sepa lo que significa.

Edward suspiró, rendido, y contempló la piedra roja. Tocó el metal grabado en los extremos y se mordió el labio inferior, perdiéndose en la sensación de dureza bajo su pulgar: el anillo tenía un gemelo azul que, en ese momento, estaba a kilómetros de distancia de él… Codicia volvió a reír y Edward alzó la mirada, contemplando la fina pieza dorada que decoraba el dedo anular del hombre, con una versión más pequeña de la piedra en el de Martel.

—Y, ya que me recordaste a mi bella esposa, creo que volveré a casa temprano para cenar con ella —agregó Codicia, limpiándose las manos en los pantalones y mirando a Ling con ojos afilados—. ¿Te encargas de cerrar? —Preguntó y Ling le respondió con un saludo militar, sin dejar de comer—. Edward, buen viaje. Mantente en contacto —pidió, saliendo de detrás de la barra para darle una palmada en la espalda (que lo mandó de bruces hacia adelante) y caminar hacia la puerta del bar, cuya clientela no había aumentado en esos cuarenta y cinco minutos que él llevaba ahí y sólo consistía en ellos, el grupo de mujeres y tres sujetos diseminados por las mesas que quedaban, con aspecto de necesitar ahogar sus penas en tragos.

Edward apenas pudo despedirse con un gesto de la mano antes de escuchar la campanilla de la puerta sonando a espaldas de Codicia. De acuerdo, tal vez no era sincero consigo mismo: de todos sus primos, era el que más le agradaba, aunque seguía poniéndole los pelos de punta, en ocasiones.

—A veces, me gustaría ser como ustedes —murmuró Ling, poniéndose de pie en el banquillo de madera para saltar al otro lado de la barra y comenzar a aplanar las cajas de cartón que Codicia dejó botadas en el suelo—. Tener a alguien que me espere en casa, pero no: un departamento vacío es lo único que hay para mí.

Edward hizo una mueca.

—Podrías conseguir un gato. Tu hermana menor trabaja en el centro de adopción de animales —recordó, sujetando el cuello de su botella para jugar con ella.

Por fin, la temperatura de su cara había vuelto a la normalidad, aunque aún sentía el pulso ligeramente acelerado.

—Media hermana menor —corrigió Ling, con quien seguía siendo difícil hablar de Mei Chang y cualquier otro de sus hermanos. Medios hermanos.

Cualquiera hubiera pensado que el tiempo sería capaz de planchar esas arrugas fraternales, pero no; aunque, desde que la chica comenzó a salir con Alphonse y, por ende, a pasar más tiempo en casa de los Elric, donde coincidían, en ocasiones, había empezado a tratarla mejor, más como una persona ordinaria y menos como una enemiga peleando la herencia de su padre.

—Ling, no seas imbécil —pidió, sin poder evitarlo.

Mei no era tan desagradable o, al menos, dejó de serlo cuando su crush por Edward se fue por la coladera en cuanto se enteró de que ya salía con alguien y decidió poner los ojos en Al, quien, después de varios intentos fallidos, por fin estaba teniendo su oportunidad en el amor y parecía estar cimentando su relación de una forma que prometía la presencia de Mei —y su ridículo panda mascota— en la vida de los Elric por mucho tiempo más.

—No todos podemos tener una vida de cuento de hadas, Ed —aclaró el otro, aunque sin calor tras sus palabras, pisoteando una caja hasta aplanarla para después acomodarla en un montón junto a la puerta que llevaba a la parte trasera del bar—. Sólo estoy harto de que, por más que trato, todo termina saliéndome mal. Vine a ésta estúpida ciudad para estudiar la carrera que mi padre quería que estudiara, lo hice lo mejor que pude y eso siguió sin ser suficiente, así que, por primera vez, pensé que debía enviarlo todo al demonio y hacer lo que fuera mejor para mí… para mí, no para él, pero ver a Mei aquí, luchando por aquello a lo que yo ya renuncié… me pone de mal humor. No me malentiendas, me agrada que Codicia me diera la oportunidad de trabajar aquí y ganarme un lugar por mi cuenta, con mi esfuerzo, pero, aun así, arde.

Edward hizo una mueca de conmiseración: sabía que el verdadero problema de Ling era que Lan-Fan hubiera decidido quedarse en Xing.

Por un momento, no pudo evitar pensar que la situación era extrañamente parecida a cuando tuvo que mudarse para seguir a Al y su padre y dejar a Roy y Berthold atrás, aunque Ling era más un idiota que él y nunca se animó a aceptar sus sentimientos por Lan-Fan del todo.

—Deberías llamarla —dijo y sonrió con culpa cuando vio la forma en que los hombros de Ling se tensaron: era obvio que sabía de quién estaba hablando.

—No puedo —respondió tras una larga y pesada pausa—. En Xing, todo se maneja por clanes, ya sabes —Edward no sabía, pero asintió de todas formas—. Su abuelo es el líder de su clan y, cuando yo le di la espalda al mío, ella decidió volver con él, porque yo, por mi cuenta, no soy suficiente.

Edward se dio un golpe en la cara: ¿qué tan idiota podía ser?

—O, tal vez, lo hizo porque eres un imbécil que la trata como una mascota de compañía más que como una persona —dijo, tal vez con más crudeza de la necesaria.

Ling lo miró con ojos encendidos.

— ¡Eso no es cierto! ¡Siempre fue mi amiga, jamás le falté al respeto!

— ¡Pero ella no quería ser sólo tu amiga, bestia! ¡Y tú tampoco quieres eso! ¡Si dejas de portarte como un idiota, podrías tener a Lan-Fan aquí, contigo! —exclamó, con el rostro exaltado de nuevo, detestando el tema de conversación.

Al era mejor con ese tipo de cosas: el cielo sabía que le había costado mucho entender sus propios sentimientos por Roy y ayudar a alguien más con sus propios líos le provocaba jaqueca.

Ling le regaló una expresión de pocos amigos.

— ¿Sabes? Que tú tengas la relación perfecta con un tipo que en verdad te quiere no significa que seas un erudito en el tema —expresó y Edward pudo traducirlo como un vete a la mierda.

Sonrió y bebió un trago de su botella, el alcohol quemándole la garganta.

—No estoy diciendo que lo sea, idiota. Y mi relación con Roy está lejos de ser perfecta; los dos todavía tenemos mucho polvo en el desván con qué lidiar, créeme —explicó, bajando el tono de voz, a sabiendas de que era cierto. Miró el anillo en su dedo de nuevo y, mordiéndose el labio inferior, suspiró antes de decir lo que tenía atorado en la garganta desde hace mucho—. La verdad de porque uso esto es que rompimos un año después de que me mudara aquí. Y no fue agradable. Nos dijimos cosas horribles. Es decir, al principio intentamos que todo funcionara bien entre nosotros para mantener a flote la relación a pesar de la distancia, así que no nos decíamos cosas que nos preocupaban o molestaban para aparentar que todo estaba bien y, al final, fue precisamente eso lo que nos estalló en la cara.

Ling lo miró, frunciendo el ceño. Ladeó la cabeza, antes de inclinarse para tomar otra caja y pisarla descuidadamente.

— ¿Al año de mudarte? ¿No fue ese el tiempo en que incendiaste el laboratorio de la universidad? —preguntó, tomándolo desprevenido.

— ¡Fue un accidente! —se defendió, exaltado.

—No estabas distraído: estabas lloriqueando porque tu novio te dejó —siguió Ling, sonriendo, como si acabara de desvelar un misterio del universo.

—Nos dejamos mutuamente —aclaró, rechinando los dientes—. Y nadie salió herido en el incendio, así que no importa —estaba consciente de que le dolió a la cuenta bancaria de Xerxes y, parcialmente, a la de Hohenheim, pero ya que nadie se quejó (con él) sobre el tema, era algo que prefería dejar en el pasado.

—Wow, ¿por qué no me lo contaste? Creí que nos teníamos confianza —siguió Ling, sonando un poco decepcionado—. Es decir, somos amigos, ¿no? Estamos ahí para apoyarnos en tiempos de necesidad. Es lo que intentas hacer ahora, ¿no? Aunque sigo sin entender el punto.

Edward le hizo un gesto grosero y Ling rió.

—No se lo dije a nadie —aceptó, mirándose las rodillas, avergonzado—. Ni siquiera a Al —volvió a beber y el sabor del alcohol se sintió ligeramente más amargo en sus papilas—. No sé. Se sentía como… si decirlo en voz alta fuera a poner los clavos en el ataúd, ¿entiendes? —Ling asintió, haciendo una mueca—. Pasamos tres meses sin hablarnos —siguió, sintiendo una vieja angustia en la boca del estómago que lo hizo estremecer.

Ese fue el periodo más duro en su vida después del que pasó tras la muerte de su madre, antes de decidir que tenía que salir adelante si quería que Al lo hiciera también, sólo que, en esta ocasión, las elecciones que tuvo que tomar fueron muy diferentes.

Ling rió.

—Eso es mucho. Suena a game over. ¿Cómo demonios regresaron? —Su expresión cambió, como si apenas estuviera dándose cuenta de algo—: ¿Por qué rayos me lo estás contando ahora?

Edward se encogió de hombros.

—En aquél entonces, yo también pensé que ese era el fin y, hasta cierto punto, lo acepté, porque quería que, si alguien daba el primer paso para arreglar las cosas, fuera él y creí que, si no lo hacía, era mejor dejar todo como estaba, pero luego me di cuenta de que Roy es un idiota y de que si quería solucionar las cosas, enserio, entonces quien tendría que ceder sería yo… y supongo que, si amas a alguien en verdad, realmente no importa quien lo haga —se encogió de hombros—; hubiera sido peor dejar las cosas así y lanzar todo el tiempo que pasamos juntos a la basura.

»—Así que, en cuanto tuve oportunidad, tomé el primer tren a Central y arreglamos nuestros problemas de frente —terminó, pasándose una mano por el cabello para evitar mirar a su amigo a los ojos porque el recuerdo de todo aquello era demasiado intenso.

Una mirada de sorpresa, una pelea más —a susurros, porque llegó a Central de madrugada y Berthold estaba dormido—, un par de insultos y confesiones de amor después lo llevaron a la conclusión de que el sexo de reconciliación era su cosa favorita en el planeta, aunque el regular tampoco estaba mal y, ajá... Algo en su expresión debió delatarlo, porque Ling hizo una mueca y negó con la cabeza antes de seguir con su trabajo.

—No necesito saber cómo las solucionaron —sentenció, bastante seguro.

Edward se empinó sobre la barra, sonriendo.

— ¡Pero fue asombroso! —dijo, sólo para molestar—. Enserio: si hubiera una especie de premio especialmente para algo como eso, Roy se llevaría el primer lugar.

— ¡No necesitas sonar tan orgulloso! —protestó Ling, con las orejas rojas y, afortunadamente, fue el turno de Edward de reír, después de las burlas que tuvo que soportar toda la tarde.

—Sólo estoy reconociendo que Roy es muy bueno en todo lo que hace, ¿de acuerdo? Puede que sea un imbécil, pero enserio hace bien las cosas cuando se concentra…

—Creí que el tema era Lan-Fan —interrumpió Ling—. No, olvídalo. No había tema.

Edward sonrió, deslizando el pulgar por el anillo una vez más: era la promesa, mutua, de nunca volver a ser un par de idiotas… al menos no en un nivel que afectara su relación de forma catastrófica otra vez. Así que, aquella vez, pasó dos días estupendos en Central antes de volver a casa y negarse a dar explicaciones sobre porqué se había marchado con tanta premura y el significado de la argolla en su dedo, aunque ni Alphonse ni Hohenheim eran idiotas y, al menos, se mostraron contentos de que hubiera dejado de actuar como un zombi con problemas hormonales.

Y Codicia tenía razón: nunca, desde que Roy se lo dio, se había quitado el anillo y, cuando la gente asumía cosas al respecto, no se molestaba en corregir sus malinterpretaciones.

Una de las mujeres programó la rocola para reproducir Total Eclipse of the Heart y echó a reír contra la barra al escuchar las primeras notas sin poder evitarlo. Ling enarcó una ceja.

—Sólo llámala y ve cómo se dan las cosas a partir de ahí —propuso como solución final a los problemas de su amigo—. Es agradable cuando tienes cierta estabilidad en tu vida con alguien que te hace feliz.

Ling suspiró.

—Si la llamo y me rechaza, te culparé —amenazó.

Edward rió.

—A partir de mañana, no estaré aquí para enfrentar las represalias —le recordó, empinando la botella contra sus labios para beber un largo y necesario trago.

—Pero tu papá sí y le contaré lo que en realidad pasó en el laboratorio: estoy seguro de que no le hará gracia saber que sólo estabas enfurruñado porque te dejaron.

— ¡Nos dejamos mutuamente! —repitió, frunciendo el ceño. Terminó de beber y se levantó, sintiéndose ligeramente mareado, pero no lo suficiente para no poder llegar a casa a salvo—. Tengo que irme: mi tren sale temprano —explicó, masajeándose la cara para aliviar un poco la sensación de adormecimiento que sentía en las mejillas—. Mantenme al tanto de lo que pase, ¿sí? —pidió, sonriendo de nuevo.

Ling frunció los labios y le ofreció el puño para chocarlo en señal de despedida.

—Ven de visita de vez en cuando, Ed —pidió, guiñándole el ojo de una forma que le recordó mucho a Codicia.

Puso los ojos en blanco al asentir: ¿en qué más podían parecerse esos dos? No estaba ansioso por averiguarlo.


En la estación, se despidió de Alphonse y su padre con un abrazo, prometiéndoles comunicarse con ellos en cuanto llegara a Central y mantenerse en contacto con regularidad, ya que, ésta vez, Alphonse se quedaría atrás para terminar su propia carrera y estar con Mei, que también estaba estudiando y trabajando en la ciudad. Hohenheim, al notar su ligera melancolía, prometió cuidar de él y Edward había aprendido, en los últimos años, que podía confiar en él, así que la culpa y desazón se hicieron a un lado pronto.

Como hace cuatro años, tenía la impresión de estar cerrando un ciclo para abrirle la puerta a otro y, si todo marchaba tan bien como la última vez, sería algo increíble.

Le dijo adiós a su familia desde la ventana del tren y los vio desaparecer en la distancia cuando la máquina inició el camino a Central.


Apenas puso un pie en el andén, un cuerpo impactó dolorosamente contra su pecho, empujándolo hacia atrás y haciéndolo sujetar la manija de la puerta para no irse de espaldas contra el pasajero que venía detrás y que gruñó con irritación al ver su andar interrumpido por inesperada demostración de afecto.

— ¡Ed, llegaste! —exclamó Berthold, rodeándole la cintura con los brazos en un agarre demasiado fuerte para un niño al filo de los nueve años.

Edward resolló y se hizo a un lado, empujando su maleta con la pierna para no romper el abrazo, dejando de bloquear el flujo de pasajeros al terraplén.

La estación olía a comida, preparada en los pequeños locales que rodeaban el interior, humo y estaba inundada con el sonido de voces de gente que daba la bienvenida, se despedía o daba instrucciones, además del constante ir y venir de ruedas de equipaje.

—Sí, amiguito, a mí también me da gusto verte, pero me estás asfixiando —informó y el niño alzó el rostro, sonriendo, antes de darle un último apretón y soltarlo. Edward bufó: de tal palo, tal astilla.

La mano de Roy apareció en la cabeza del niño y Edward sonrió al contemplar la piedra azul en el anillo que estaba usando. Se mordió el labio inferior y apenas tuvo tiempo de tomar aire antes de verse rodeado por un nuevo par de brazos. Hundió el rostro en el cuello del hombre y respiró su aroma hasta llenarse los pulmones con él, sintiéndose embriagado y ligeramente mareado. Había esperado mucho por esto. La última vez que se vieron en persona fue hace tres meses y, aunque la tecnología cooperaba para llenar el hueco de la distancia entre ellos, no era lo mismo que tenerse frente a frente.

—Bienvenido a casa —le dijo Roy al oído con una voz ronca que lanzó un escalofrío cuesta abajo por su columna vertebral. Se separaron y Roy lo observó, enarcando una ceja—. Me agrada ese corte de cabello; la computadora no dejaba que lo apreciara bien y… ¿estás más alto?

Edward rió y le dio un golpe juguetón en las costillas.

—Ya habrá tiempo para que me coquetees —bromeó, inclinándose para buscar un beso y, sí, el roce se sintió como respirar de nuevo tras pasar mucho tiempo bajo el agua.

Berthold hizo un ruido de asco y Edward rió, besando a Roy de nuevo y hundiendo una mano en el cuello de su chaqueta. Tenía las manos heladas y el contacto con el calor corporal del otro lanzó una chispa de electricidad por sus dedos.

—Los besos son asquerosos —contribuyó el niño, haciendo una mueca de disgusto cuando Edward lo miró, con una ceja enarcada. Roy aprovechó la oportunidad para besarle la sien y establecer un punto.

—Y húmedos y pegajosos y llenos de microorganismos que ni siquiera podemos ver, pero cuando se los das a la persona correcta, no son tan desagradables —dijo, dándole una palmada en la cabeza antes de que Roy lo besara de nuevo, procurando hacer mucho ruido.

Berthold gruñó, pero luego se llevó una mano a la boca y abrió mucho los ojos, exactamente de la misma forma que hizo el día que rompió un vaso en la cocina e intentó culpar a Teresa, su gata —porque Al creyó que sería buena idea regalarle una mascota en su último cumpleaños—. Lástima que Edward lo vio todo desde la puerta y lo obligó a limpiar el desastre de soda en el piso mientras él se hacía cargo de los vidrios rotos.

—Microorganismos son microbios, ¿cierto? —preguntó, mirándolo con el ceño fruncido.

—Ajá —respondió Edward, sujetando la mano del niño mientras Roy se ocupaba de su maleta para salir de la estación.

— ¿Y son sucios, no?

—De cierto modo. ¿Por?

— ¡Agh! ¡Elicia me besó el otro día y no creo que sea la persona correcta! ¿Voy a tener que vacunarme? ¡Odio las inyecciones! —farfulló, horrorizado, y Edward se echó a reír antes de intercambiar una mirada incrédula con Roy, que sólo se encogió de hombros.

—Maes me obligó a darle una versión de La Charla. Me amenazó con darle un tiro si vuelve a poner la boca o cualquier otra parte de su cuerpo sobre su hija —explicó y Berthold hizo un ruido estrangulado—. Ya te dije que estaba bromeando —terminó y Berthold respiró con alivio, aunque su mano, entre los dedos de Edward, estaba sudando.

Cuando el niño subió a la parte trasera del auto y Roy terminó de guardar la maleta de Edward en el compartimiento para equipaje, le susurró al oído Maes no estaba bromeando antes de volver a besarlo y abrirle la puerta del vehículo. Edward no pudo dejar de reír mientras se colocaba el cinturón de seguridad y se aseguraba de que Berthold llevara puesto el suyo.


El domingo por la tarde, fue Winry quien abrió la puerta de la casa de los Hughes y, lo primero que hizo, fue golpear a Edward en el hombro por no haberla llamado el día anterior para decirle que había llegado a Central sano y salvo. Roy sujetó a Berthold por los hombros y lo guió para rodear el caos, dejando a Edward detrás. Ese maldito bastardo.

—No te llamé porque estaba ocupado—explicó, masajeándose el hombro adolorido, mirando a su amiga, que lucía amenazadora a pesar del delantal floreado que llevaba puesto.

Ocupado significaba en el cine, con Roy y Berthold, viendo la película infantil más sosa de la historia mientras intentaba matar su aburrimiento comiendo chucherías, porque Roy tuvo el descaro de quedarse dormido con la cabeza apoyada en su hombro. Y, de acuerdo, tal vez él también se durmió cuando se acabaron las palomitas y Berthold tuvo que patearlo en la espinilla para que dejara de roncar, pero eso Winry no tenía por qué saberlo. Al menos Berthold estaba a punto de llegar a la edad PG-13 y, entonces, podrían ver cosas menos aburridas en familia.

Winry frunció los labios y negó con la cabeza antes de gruñir y hacerse a un lado para dejarlo pasar.

Ella y Gracia se conocieron hace unos meses, cuando el auto de la mujer se quedó parado en plena calle y la chica, que pasaba por ahí, se ofreció a ayudarla, iniciando una buena amistad entre ambas y Elicia, que ahora la llamaba hermana mayor. Cuando se lo comentó, Edward sólo atinó a decir que el mundo era un pañuelo y a pedirle que, ahora que pasaba tiempo dentro de uno de los entornos de Berthold, lo vigilara en su nombre.

— ¿Y, ya que volviste, seguirás portándote como una mamá oso con Berth? —le preguntó, rodeándole la cintura con un brazo y apoyando la cabeza en su hombro, riendo.

—Ay, cállate —ladró, desembarazándose de ella para ir a saludar a los Hughes.


— ¿Cómo están tu padre y hermano, Ed? Espero que bien —preguntó Maes, sin levantar la mirada de los platillos que estaba acomodando en la mesa de bocadillos, decorada con un mantel rosado salpicado de dibujos de globos coloridos, mientras Edward se estiraba en una silla para colgar un extremo del cartel que rezaba FELIZ CUMPLEAÑOS, ELICIA en la pared.

—Oh, sí. Mi hermano por fin consiguió una novia y está en su etapa de luna de miel y papá tiene mucho trabajo en la universidad, aunque se toma algo de tiempo para seguir con sus experimentos. Hace una semana empezó a hacer pruebas con una nueva máquina para eliminar polución en el agua —explicó, sujetando el extremo del cartel con el codo para cortar un trozo de cinta adhesiva y pegarlo al muro.

Maes silbó.

—Por algo se ganó el apodo de Alquimista de la Luz, ¿no es así? —Edward se encogió de hombros: ahora que se llevaba mejor con Hohenheim, recordar los años que pasó detestando ese mote le causaba incomodidad—. ¿Y tú?

—A un mes de iniciar el internado en el hospital militar de Central —contestó, bajando de la silla con un salto para ocuparse del otro extremo del cartel. Antes de subir a la silla una vez más, suspiró y miró por encima del hombro, a la niña de doce años peinada con trenzas que ayudaba, intentando fingir entusiasmo, a Roy, Winry y Gracia a inflar globos en la sala—. ¿Y ustedes? Roy me dijo lo de la adopción hace un par de meses, pero no comentó más. ¿Cómo lo están sobrellevando?

Maes lo miró, enarcando las cejas antes de subirse las gafas por el puente de la nariz y cruzarse de brazos. Aunque se mostraba tan jovial como siempre ante ellos, Edward podía notar las ojeras bajo sus ojos y las diminutas arrugas en su frente, dejadas ahí por una inagotable preocupación.

— ¿Nosotros? Estupendo, es decir: Gracia y yo sólo somos los adultos responsables que se encargan de cuidar y proveer, Elicia tiene por fin la hermana que tanto quería, pero Nina… —hizo una mueca de consternación.

Edward subió a la silla y se apresuró a terminar con su trabajo, intentando mantener la sensación de condolencia en su pecho al mínimo.

Los Hughes adoptaron a Nina Tucker cuando la niña terminó en servicios infantiles después de que la policía arrestara a su padre tras descubrir que el abandono de su esposa no había sido más que una falacia para ocultar el horrendo crimen detrás. La oficina de Hughes fue la encargada de llevar el caso y algo en él debió moverle lo suficiente el piso para que se metiera en la diatriba de adoptarla aunque, dado su cargo, el proceso sería más un problema que otra cosa. Como Roy le dijo al final por una vídeo-llamada, Maes se salió con la suya y ahora la niña tenía una casa y una familia que la amaba, pero el caos que su padre desató en su vida había tenido consecuencias que se notaban en el vacío de sus ojos y en lo tentativa que era su comunicación con los demás.

Desde que llegaron, Edward vio a Winry abrazando a Nina un par de veces, sin que nada lo propiciara, y a Gracia intentando incluirla en la conversación o convencerla de ir a jugar con Elicia y Berthold en el jardín. Las respuestas de Nina sólo incluían encogimientos de hombros o pequeñas sonrisas acompañadas de miradas perdidas.

—En fin —suspiró el hombre de gafas—. También adoptamos a su perro. De hecho, ese proceso fue el más sencillo de todos —sonrió con cierto cinismo—. ¿Ya lo conociste? Se llama Alexander.

Edward sonrió.

—Ah, sí, me saltó encima cuando dejé a Berthold en el jardín —contó, ocultando su irritación, apoyando las manos en la mesa.

A decir verdad, prefería a Teresa.

—A Roy le encantan los perros.

Edward rió.

—Sí. Lloriqueó mucho cuando Al le dio a Berthold su gato. ¿Sigue metiéndose en problemas con el Russel Terrier de la vecina? —no tenía idea de cómo terminó esa pelea épica entre las mascotas del vecindario, pero supuso que ya tendría tiempo de averiguarlo.

—Oh, sí —respondió Maes, riendo. Sus ojos se fijaron en la mano de Edward y este tuvo que pasar saliva y contenerse de ocultar el anillo, fuente de atracción para los ojos verdes del hombre, que suspiró y miró a su amigo por encima del hombro—. Nunca te he dicho lo mucho que me alegró que se encontrara contigo, ¿cierto?

Edward se aclaró la garganta, incómodo, y decidió que uno de los platos de sándwiches se vería mejor al otro lado de la mesa que en el centro, por lo que lo movió, sólo para tener algo que hacer con las manos.

—Uh, no —contestó tras dejar pasar un rato.

Maes rió por lo bajo y Edward recordó que, debajo de su comportamiento infantil y casi chocante, se encontraba un hombre inteligente y muy perspicaz.

—Llámalo suerte o destino, tómalo como quieras, pero, por meses, pensé que iba a perderlo. Roy suele sentir la culpa de una forma abrumadora e incluso llegué a creer que se quitaría la vida porque sería incapaz de lidiar con el remordimiento. Casi me estaba preparando para estar ahí para Berthold como pasó con Nina, ¿sabes? Y, entonces, boom: un día apareció con un destello en los ojos y supe que estaría de vuelta. Perdona si lo empujé con mucha fuerza en tu dirección. Tiempos desesperados… —se encogió de hombros.

Edward respiró hondo y lo miró, con el rostro encendido: si creyó que las bromas de Codicia y Ling fueron malas, esto era peor.

— ¿Podríamos no hablar al respecto? —pidió y Maes se echó a reír.

—Sí, claro —asintió, acomodando en hileras vasos de cristal y enderezando una pila de platos que resplandecían bajo la luz del sol que se colaba por los ventanales—. Sólo quería asegurarme de darte las gracias. Y de recordarte que él en verdad lo está intentando —sujetó su mano con un agarre que le recordó la mordedura de una serpiente en el cuello de su presa y Edward se sintió ligeramente acorralado—. Por ti, hace cosas que nunca hizo por Riza, así que me atrevo a pensar que aprendió la lección.

Edward inhaló, sintiendo calor, arrancó su mano del agarre del otro hombre sin preocuparse por las apariencias y frunció el ceño.

—Los dos estamos tratando —afirmó—. Es un trabajo en equipo. Y… lo sé. Sé que este anillo es mucho más que una simple pieza de joyería —especificó, mirando la piedra roja una vez más, perdiéndose en su brillo y en el mar de sangre que parecía haberse petrificado en su interior—. Pero no me agrada la idea de ser la práctica de una lección bien aprendida. En ese caso, yo también tengo muchas cosas que aplicar. Tal vez sólo debamos decir que somos el Después de un Antes demasiado crudo.

Maes sonrió, encantado. Tomó un sándwich y se lo metió a la boca, masticando con renovadas ganas.

—Me agradas, Ed, enserio —dijo, hablando entre dientes. Edward enarcó una ceja—. Siempre le dije que debía conseguirse una esposa, pero tú tampoco estás mal —terminó, limpiándose la boca con una servilleta de papel color rosa brillante.

—Ah, gracias, idiota —espetó, ahora enfurruñado.

— ¡Oh, no lo dije para molestar! En verdad le gustas, ¿sabes? —Le aseguró Maes, agitando una mano en el aire—. Hace tres días, en el almuerzo, UNA CHICA LE PIDIÓ SU NÚMERO Y ÉL LE MOSTRÓ SU MANO CON AIRE SOLEMNE Y LE DIJO ALGO QUE SÓNO COMO NO PUEDO, ESTOY CON ALGUIEN Y ELLA SÓLO SE MARCHÓ CON EL CORAZÓN ROTO Y LÁGRIMAS EN ÉL ROSTRO—Edward rió cuando Maes comenzó a hablar a voz en cuello para asegurarse de que Roy escuchara la historia desde la sala.

Roy le arrojó una bolsa de globos sin abrir a la cabeza y acertó, casi tirándole las gafas en la ponchera. Entonces, incluso Nina rió y Edward pensó que valió la pena escuchar la anécdota.


Cuando más personas comenzaron a llegar a la casa Hughes, Roy y Edward salieron al jardín, donde, por fin, Nina se unió a Berthold, Elicia y otro puñado de niños para jugar con ellos y Alexander, que parecía encantado de tenerla de nuevo, feliz y activa, a su lado y correteaba por los alrededores como si le hubieran inyectado adrenalina.

—Entonces, el cumpleaños de Berthold es en dos meses: ¿de nuevo pidió algo en vez de una fiesta? —preguntó, recostado contra el hombro de Roy mientras jugaba Candy Crush en su teléfono.

En la última media hora, Alphonse le había enviado cinco fotos de gatos, una de un perro y Hohenheim, un mensaje, preguntándole su opinión sobre algunos de los metales pesados con los que estaba trabajando en el laboratorio. A Alphonse le respondió con una fotografía de Winry abrazando a Berthold y Elicia, plus una de Alexander, y a su padre le mandó un largo texto que hizo que le dolieran los dedos tras escribirlo.

—Quiere ir al campamento de boy-scouts —respondió Roy, tras beber un trago del ponche de frutas que Gracia les sirvió en vez de alcohol, que, según ella, no debía estar presente en una fiesta de niños. Hizo una mueca ante el sabor azucarado y abandonó el vaso en el arriate del árbol a su lado.

Ni Edward ni Roy festejaban sus cumpleaños y, para bien o para mal, Berthold recibió el memo en esos cuatro años y se acostumbró a pedir cosas en vez de fiestas, aunque en varias ocasiones Edward intentó aclararle que podía tener una si quería. El niño no se mostró interesado y sus últimos cuatro cumpleaños consistieron en una salida al parque de diversiones —que, Edward supo, golpeó a Roy demasiado cerca de casa—, una inscripción a clases de natación que rindió frutos rápidamente, un modelo a escala de un cohete espacial —que Hohenheim le ayudó a armar y volar en el parque— y ahora esto.

Estaba bien, siempre y cuando fuera feliz al respecto. Y, según Edward, lo era. Mucho.

—Suena divertido. Al y yo hicimos algo parecido cuando Izumi nos daba clases particulares tras la muerte de mamá. No fue convencional pero aprendimos a cazar conejos, serpientes, a pescar, construir refugios y, básicamente, a no morir mientras la maestra se reía de nosotros a nuestras espaldas —hizo estallar una hilera de dulces y una voz gruesa lo felicitó.

—Empieza la próxima semana y estará ahí dos. Pensé que, mientras tanto, podríamos tomarnos ese tiempo para nosotros. Ir de vacaciones a algún sitio entretenido, sobre todo antes de que comiences a trabajar en el hospital —explicó Roy, frunciendo los ojos por la fuerte luz de sol que hacía resplandecer el patio trasero de los Hughes como si fuera el escenario de un cuento de hadas.

Edward hizo a un lado el teléfono y se enderezó en el asiento para mirarlo a la cara.

— ¿Entretenido o entretenido? —preguntó, haciendo un gesto con las cejas y moviendo los ojos como si con eso quedara claro a qué se refería.

Roy suspiró.

—No sé exactamente a qué tipo de entretenido te refieras, si a entretenido o entretenido, pero yo estoy hablando de entretenido, obviamente —dijo con sarcasmo y Edward le mordió la boca para callarlo, sólo porque podía hacerlo. Roy gruñó y lo obligó a hacerse a un lado.

—Me refiero a: ¿quieres ir a un sitio turístico para hacer turismo enserio o sólo quieres llevarme a otra ciudad para cambiar el panorama? Porque recuerdo cuando fuimos a Aquroya y realmente no vimos nada de la ciudad —aunque tampoco se quejaba del resultado final: Berthold pasó aquél fin de semana con la abuela Mustang y ellos huyeron en medio de un flechazo de libertad que quién sabe cuándo se repetiría.

Realmente, si lo pensaba, nunca subieron al auto con el propósito de turistear, pero, aun así…

— ¿Qué querías ver? Se está hundiendo y el hotel tenía un mini-bar asombroso. Pero el punto es… que deberíamos aprovechar la oportunidad —terminó, sujetando su mano y deslizando el pulgar por la banda plateada que decoraba su dedo. Edward pasó saliva y asintió.

—Está bien. Siempre he tenido curiosidad por Aerugo, aunque Youswell también me tienta. Y papá dice que en Xenotime hay una tienda que vende el mejor pie de limón del mundo —comentó, dándose cuenta de que sus ansias por viajar y conocer nuevos lugares comenzaban a inflamarse como una hoja de papel puesta al fuego.

Roy sonrió y le besó la mejilla.

—A donde quieras —dijo y Edward sintió algo cálido en la boca del estómago, pero, diablos, estaban en público.

Roy volvió a tocar su anillo y Edward sintió un escalofrío. Entonces, lo notó, algo en los ojos de Roy. Ladeó la cabeza, humedeciéndose la boca con la punta de la lengua —el gesto no pasó desapercibido— y pegó la frente a la del otro.

— ¿En qué piensas? —preguntó en voz baja.

Roy suspiró y entrelazó los dedos de ambos. Edward esperó con paciencia, aunque comenzó a sentir el estómago revuelto.

En algún sitio del patio, alguien hizo estallar un globo y el estruendo hizo gritar a una de las amigas de Elicia. Edward se sobresaltó y los oídos comenzaron a zumbarle.

— ¿Te casarías conmigo? —preguntó Roy de pronto, con una curiosidad impregnando sus palabras de una forma que le recordó demasiado a Berthold haciéndole cuestiones sobre el porqué de las cosas, como si Edward lo supiera todo sobre todo y confiara plenamente en sus respuestas.

Edward abrió la boca, con una réplica inesperada atorada en la garganta, pero se quedó mudo apenas su cerebro terminó de procesar la pregunta. Comenzó a reír, más por nervios que otra cosa, y Roy hizo un falso ruido de disgusto, apretando su mano de una forma que le trituró los huesos, pero sin llegar a doler del todo.

—Sólo era una duda —protestó—. No una propuesta.

Edward siguió riendo, sintiendo la cabeza ligera. Frunció los labios y recordó a la chica en el Nido del Diablo y la afirmación de Ling. Respiró por la boca y cruzó una pierna sobre la otra, cubriéndose la mitad de la cara con una mano y mirando en la dirección en la que jugaban los niños. Berthold estaba acariciando a Alexander, sonriendo de una forma que abrió un hueco en su pecho.

Amaba a ese niño.

Y amaba a su padre.

— ¿Recuerdas cuando me diste el anillo y dijiste algo estúpido…?

—Oye.

— ¿…como es sólo para recordar que en verdad detesté los tres meses en los que no nos hablamos? —Siguió, sin hacer caso a la interrupción de Roy—. Cuando volví a casa, Al sólo hizo un movimiento raro con las cejas, como si por fin hubiera pasado algo que llevaba mucho tiempo esperando y, ah, bueno —suspiró, tocándose la frente—. Una de mis compañeras de clase me felicitó, otro, fingió estar estrangulándose en la horca y me dio el pésame. Y creo que lo que quiero decir es que, oficialmente, he estado casado contigo, para el mundo, desde hace tres años —terminó, dándose cuenta de que le estaban temblando las manos—. Y ahora me lo preguntaste en verdad. Es… extraño.

Roy se cruzó de brazos, reclinándose en la silla para alzar el rostro y observar el cielo, demasiado azul.

—No fue una proposición, fue una duda honesta y en verdad quiero que contestes. Edward, ¿te casarías conmigo? —insistió y Edward quiso golpearlo.

Pasó saliva y entrelazó los dedos. Se llenó los pulmones de aire y separó los labios.

Sabía que el primer matrimonio de Roy fue un completo desastre y que la razón por la que decidió poner un anillo en el dedo de Riza, a pesar de amarla demasiado, fue Berthold y no sus sentimientos por ella. Ya que no tenía con Edward un compromiso de por medio como el que tuvo con ella, supuso que en verdad era una duda honesta en relación al tipo de vida que llevaban juntos. Y estaba al tanto de que se querían. Es decir, estaba cien por ciento seguro de que se sentiría como si le hubieran amputado un miembro si se separaban. No sabría cómo seguir con su vida. Pero…

—Supongo que sí —admitió, sintiendo el pecho adolorido. Exhaló y buscó la mano de Roy para sujetarla con fuerza—. Pero no ahora. Cuando Berthold sea un poco mayor, cuando yo termine el internado en el hospital… —se encogió de hombros, buscando algo más que decir sobre el tema, pero no lo halló. Roy rió—. ¿Por qué preguntas? —No estaba seguro de querer saber.

—Uhm… —murmuró Roy por lo bajo, meditabundo—. He estado pensando mucho en el destino, recientemente. Básicamente, tuvo que ver con encontrar un reporte de arresto por vandalismo a tu nombre hace un par de días —aclaró, echándose a reír cuando Edward pasó de la duda, a la sorpresa y, de ahí, a la exaltación.

— ¡No fue vandalismo! —Exclamó cuando recuperó el habla, con el rostro encendido, atrayendo la atención de algunas personas, lo que hizo que aumentara el rubor—. ¡Fue una causa justa! ¡Tenía quince años y retiraron los cargos! ¡Ah, demonios! —terminó, cubriéndose la cara con las manos, apoyando los codos en las rodillas.

Sintió la cabeza a punto de estallar y la noción empeoró cuando Roy sólo volvió a reír.

—El punto es que, eso me hizo pensar en cuántas veces pudimos encontrarnos en el pasado sin siquiera notarlo y en que, tal vez, íbamos a terminar juntos de una forma o de otra, así que —volvió a suspirar, ésta vez con cierto aire resignado que hizo que Edward ladeara el rostro y lo mirara entre los dedos, aunque Roy volvía a tener la vista fija en el cielo sobre sus cabezas—, ya que el universo parece tan empeñado en hacer que nos topemos el uno con el otro, ¿por qué no atar el nudo?

Edward acomodó en la silla y se aclaró la garganta.

— ¿Todo esto sólo por un reporte de arresto? —preguntó, dudoso—. Eres raro. Enserio, raro. No puedo creer que acepté casarme contigo. Diablos.

Roy volvió a reír y le dio un beso que le licuó los órganos hasta convertirlos en papilla.

—Fui yo quien te arrestó —terminó Roy, hablando sobre sus labios y, de pronto, Edward se sintió como si acabaran de golpearlo con un martillo en la cabeza.

Palideció… y luego se puso rojo como el vestido de cumpleaños de Elicia y casi se rompió los nudillos al golpear el hombro de Roy en un ángulo errado que lo hizo gimotear de dolor. Y todo hubiera sido menos vergonzoso si el otro no se hubiera estado riendo todo ese tiempo en su cara como si Edward fuera el mejor chiste del mundo.

— ¡Casi me rompiste el brazo! —exclamó, masajeándose los dedos y gimoteando por lo bajo.

Winry lo miró desde la distancia con una ceja enarcada y él procuró hacer caso omiso de su existencia.

— ¡Fuiste tú quien me golpeó! —defendió Roy, sujetando su mano para masajear con el pulgar la zona magullada y aumentar, sin querer, el escozor, pero también suavizar el melodrama encendido en Edward, que frunció el ceño y lo fulminó con la mirada.

—Aquella vez, imbécil. Hablando de brutalidad policiaca: creo que tuve las marcas del cofre de tu auto gravadas en la cara una semana —había pasado tanto tiempo desde aquello, que rememorarlo ahora se sentía como ver una película vieja.

Roy suspiró y, por fin, toda diversión pareció extinguirse de su repertorio emocional actual.

—Sí, siento eso. No estaba en mi mejor momento. Pero, oye, incluso tú debes admitir que las probabilidades de conocernos tres años después, enamorarnos y comprometernos eran escasas. ¿Quién lo hubiera dicho?

—Jódete. No es divertido —y, sin poder evitarlo, comenzó a reír también—. Enserio no puedo creer que acabo de aceptar casarme con ese idiota. Diablos, te odio —dijo, antes de besarlo y relajarse en sus brazos en un despliegue de emociones ilógicas que le provocarían un aneurisma al señor Spock —. Era una buena causa, Mustang.

—Sí, pero irrumpir en un laboratorio a media noche y liberar a los animales experimentales no fue tu idea más brillante, cariño. Lamento casi haberte roto el brazo —y, al menos, la disculpa sonó sincera.

Edward tuvo la vaga idea de que había algo más dentro de todo aquello, pero lo dejó pasar.

—Puedes recompensármelo después —afirmó, hundiendo la nariz en el cuello de Roy, respirando con profundidad el aroma de su crema de afeitar—. Entonces, ¿debo interpretar esas posibles vacaciones como un viaje pre-nupcial? Ya que estás tan convencido de que el universo tiene el tiempo suficiente para preocuparse por algo tan insignificante como nuestra relación y asegurarse de que vaya viento en popa.

Roy sonrió. Volvió a tocar el anillo de Edward y este imitó la expresión, consciente de que ambas piezas de joyería acababan de transmutarse, pasando de ser una simple promesa o un recordatorio a un compromiso formal, a la noción de que, algún día, su relación pasaría a ser legal a ojos de todos.

La idea no era del todo mala y, si como Maes le dijo, ambos aprendieron la lección, la harían funcionar justo como habían hecho con todo desde el momento en que se conocieron… o profundizaron en conocerse, ya que, aparentemente, su primer encuentro fue uno lo suficientemente malo para borrarlo de las memorias de ambos hasta que nombres y situaciones salieron a la luz.

—Ustedes dos —llamó Winry, acercándose al rincón del patio donde se encontraban, con los brazos en jarras—. Dejen de comportarse como retrasados. Acabo de escuchar una peculiar conversación entre Berthold y Nina donde ella le preguntó si todo estaba bien entre ustedes, porque parecía que estaban peleando, y él sólo respondió algo como naah, así son. ¿Qué clase de ejemplo le dan?

Edward sólo levantó la mano izquierda en el aire para mostrarle el anillo, que ella ya había visto un millón de veces antes. Winry se limitó a enarcar una ceja.

— ¿Quieres dejarme disfrutar mi compromiso en paz? —pidió y Winry dio un paso atrás, antes de desplomarse en la silla vacía junto a Edward con aire sombrío.

—Oh, por Dios. Vas a casarte antes que yo y soy cinco meses mayor que tú. ¿Qué diablos he estado haciendo mal con mi vida? —y, luego, pareció pensarlo mejor: golpeó a Edward con el puño en el brazo—. ¿Por qué siempre quieres ir un paso adelante que todos, Edward Elric?

Con honestidad, se encogió de hombros y se recargó contra el pecho de Roy, que le rodeó la cintura con un brazo y, juntos, se dedicaron a contemplar el cielo despejado, demasiado brillante y contrastante con la penumbra a la que estaban acostumbrados, tal vez porque era la primera vez, en todo ese tiempo, que se percataban de que la vida dejó de ser pesada hace mucho y de que ya no despertaban todas las mañanas preguntándose cosas como ¿qué pasará hoy? Con fastidio, sino, más bien, con genuina curiosidad.

Tal vez era cierto que el cielo, el mar y la tierra se movieron en una danza perfectamente coordinada para que terminaran juntos… o quizá, Roy sólo se lo dijo para aminorar la fuerza del golpe de decirle que fue él quien lo arrestó hace años, pero, de cualquier manera, fue capaz de darle sentido a sus palabras… y creerlas.

Eran una micro-parte del universo, entrelazándose con otras, afectando todo con ondas que sólo se harían más grandes con el paso del tiempo. Eran piezas de un engranaje que se necesitaban entre ellas para funcionar correctamente y, por fin, podía ver el panorama completo. Uno que les prometía que seguirían juntos mucho tiempo.


Fin.


¿Han visto esa escena en la jefatura de policía con Baymax donde intenta reparar las rasgaduras en su cuerpo con cinta adhesiva y, cuando por fin acaba con un brazo, en el otro aparecen más? Pues así se sintió ésta historia xD (pero no necesitan saberlo).

Lo que sí deben saber es que ésta historia estuvo planeada, desde el principio, de una forma: terminar esta versión y contar, después, la de la relación de Roy y Riza y cómo terminaron tan descaradamente mal y al mismo tiempo jugar con la posibilidad de un RoyEd en esa trama… sin que ellos se dieran cuenta. Así que si esa mención del arresto les sonó un poco rara, ahora saben que en realidad es una puerta abierta para otra historia en este universo :) (but don't get your hopes up too much).

Gracias a todos los que leyeron la historia desde el principio y se hicieron presentes. Lamento el hiatus, enserio, pero those dark times por fin terminaron. Literalmente.

¡Besos!

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