I

No notó lo fuerte que estaba sosteniendo las riendas de su caballo hasta que, un par de horas más tarde, al soltarlas, sintió el brazo adolorido y más cansado de lo normal. También tenía la quijada tensa y en cuanto desmontaron para pasar la noche a orillas del río sintió el impulso casi irrefrenable de patear a su caballo. Soltó un bufido disimulado y apenas soltó unas palabras para avisarle a su compañera que iría a buscar madera para encender un fuego. Ella asintió, y naturalmente, le pidió que tuviera cuidado. Eran las palabras de siempre. El tono de siempre. El rostro de siempre. Y esa maldita normalidad lo puso tan furioso que cuando lo notó sus zancadas ya lo habían llevado más lejos de lo necesario.

¿Por qué no estaba por lo menos un poco molesta? ¿Por qué no le había pedido una explicación? Entre más lo pensaba, más seguro estaba de que sólo había dos posibles explicaciones. La primera y la mejor: la moza era lo suficientemente inteligente como para llegar por si misma a la conclusión correcta, por lo que, si nada había pasado, no había motivo para que algo cambiara. La otra opción, la que extrañamente hería su ego, era que efectivamente ella había malinterpretado la situación pero no le importaba.

Y eso era lo que verdaderamente lo tenía furioso, aunque ni siendo víctima de la más creativa tortura del Rey Loco lo aceptaría públicamente. Pensándolo un poco resultaba divertido. En medio de una carcajada se dejó caer en las raíces de un árbol y después de un rato tuvo que apretarse el estómago con la mano y el muñón porque la risa lo había dejado adolorido y sin aliento: Jaime Lannister sintiéndose despreciado por Brienne la Bella.

No es que él hubiera planeado algo de lo sucedido entre él y la moza; aunque tristemente podía contar con los dedos de su única mano las cosas que en toda su vida habían resultado como él las había planeado… y estaba seguro de que incluso le sobrarían algunos dedos.

Había planeado morir con una espada en la mano y seguía teniendo dificultades para esgrimir una sin rebanarse trozos de piel en el proceso.

Había planeado cubrir su capa blanca de gloria y llenar de honores su nombre en el Gran Libro Blanco. El único honor que acompañaba a su nombre en el libro era el de haberse convertido en el Matarreyes y la capa que tan poco había disfrutado le había sido arrebatada por los Tyrell para ser otorgada a alguien más acorde a sus intereses.

Había planeado seguir y amar a Cersei toda la vida. Ahora huía de ella como de la psoriagris y aún no se sentía capaz de determinar el momento en que empezó a despreciarla.

Ciertamente jamás había planeado emprender esa estéril búsqueda de Sansa Stark hasta el maldito muro y menos aún, terminar atrapado en esa maldita cueva, a la mitad de esa maldita tormenta de nieve, junto a la maldita moza y dando por sentado que aquellos eran sus últimos malditos momentos.

Habiendo perdido toda pista sobre el paradero de Sansa, no les quedaba más opción que acercarse al muro imaginando que una de las opciones de la chica sería buscar refugio con su medio hermano en el Muro. Por supuesto, no tenían pensado llegar ante el mismo Jon Nieve darse las manos y preguntarle casualmente por el paradero de la chica, pero imaginaron que unas cuantas preguntas por los alrededores les bastarían para saber si la mayor de las Stark se encontraba en el muro.

La suerte no les favoreció desde el inicio del viaje. El invierno tan largamente presagiado por los Stark se había apoderado de todo el norte, la mayor parte de los caminos eran totalmente intransitables y el resto estaba cubierto por una gruesa capa de nieve que en sus mejores momentos les cubría las pantorrillas.

Estaban a tres jornadas de su destino cuando el caballo de la moza perdió el equilibrio a la orilla de un barranco y cayó con ella antes de que él pudiera desmontar. No recordaba exactamente como había llegado a la orilla, sólo tenía claro el momento en que la vio colgando de una saliente. Jamás había sentido tanto la falta de la mano como en esos instantes cuando un chiquillo de seis años habría atado la soga al caballo en la mitad del tiempo que a él le llevó.

Como fue capaz enredó parte de la soga desde su codo hasta el muñón y se acercó temerariamente a la orilla para arrojar la soga lo más cerca de Brienne que le fue posible. Ella tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo pero justo cuando sus dedos estaban a punto de deslizarse frunció el ceño con su característica expresión tozuda y resuelta, y se lanzó hacia la cuerda.

Tenía ya medio cuerpo sobre la superficie cuando Jaime pudo tomarla por la cintura y con un último esfuerzo jalarla hacia lo seguro. Cayeron de golpe sobre la nieve y permanecieron abrazados hasta que dejaron de jadear por el esfuerzo.

Las marcas que la cuerda había dejado en su brazo eran unas de las pocas cicatrices con final feliz que podía presumir.

Al día siguiente perdieron el caballo que les quedaba cuando una decena de lobos los atacó. Mataron cuatro animales antes de que la manada finalmente se dispersara, pero el daño ya estaba hecho, el caballo de Jaime había huido atemorizado con las provisiones restantes.

No tenían más armas que sus espadas y un par de dagas. Optimistamente, en ese momento creyeron sobrevivir, ya que según sus cálculo estaban a sólo un día de distancia de la villa. Fue entonces cuando la maldita tormenta los atrapó y por varias horas caminaron sin rumbo, totalmente cegados por la nieve y medio congelados hasta que encontraron una pequeña cueva, que aparentemente ya le había servido de refugio a alguien más. Restos de una fogata y unos cuantos maderos fue toda la ayuda que los dioses les otorgaron.

La diminuta fogata que lograron encender ardió por unas cuantas horas y cuando sólo quedaban las ascuas les bastó intercambiar una mirada para entender el mensaje: iban a morir en esa cueva.

El fuego estaba a punto de extinguirse, la tormenta seguía en su apogeo y no tenían idea del rumbo que habían seguido las últimas horas. Estaban perdidos en más de una forma.

—Siempre creí que moriría en medio de alguna batalla —murmuró Jaime—, pero…

Estaban tan cerca uno del otro, buscando desesperadamente algo de calor, que podían escucharse respirar.

—Pero, hay peores formas de morir —terminó ella con la vista fija en las pequeñas chispas de fuego que se despedían de ellos con un salto final.

—¿Ahorcados como vulgares ladronzuelos? —le preguntó él con su habitual tono burlón.

Ella asintió mientras instintivamente deslizaba los dedos sobre el sitio donde la soga de Lady Corazón de piedra había estado a punto de arrancarle la vida.

—O encerrados en una jaula como animales rabiosos —fue el turno de ella, aunque logró disimular mejor la burla en sus palabras.

Jaime sonrió recordando esos días de encierro cuando creyó morir sin volver a ver las luz del sol.

—Creo, mi señora, que esto no está nada mal. Nada mal en realidad.

Hasta esa parte su memoria funcionaba a la perfección. Recordaba palabra por palabra de la conversación. Recordaba la posición exacta que sus cuerpos tenían hasta que él pronunció la última frase. Su memoria era un mar de detalles hasta que los dos zafiros más brillantes de Tarth fueron tragados por la noche cuando el fuego se apagó.

Después todo era confusión.

Había pasado tardes enteras tratando de recordar quién había hecho el primer movimiento, qué labios habían besado primero, qué manos regalaron la primera caricia o la ropa de quién había caído primero. No podía recordar nada de eso; sin embargo tenía claro que al terminar habían pasado horas abrazados en silencio, sin deseos de cerrar los ojos, ambos conscientes de que una vez que el sueño se apoderara de ellos sería el final.

Pero no fue así.

Lo primero que vio al abrir los ojos fue una luz grisácea y una densa niebla. Después escuchó un relincho y luego sintió el débil calor de la moza aún entre sus brazos.

—Brienne —la llamó sin éxito—. ¡Brienne! —la zarandeó antes de acercarse a ella para comprobar aliviado que aún respiraba—. ¡Despierta, ya moza! —está vez acompañó sus palabras con una ligera bofetada.

Sólo entonces ella abrió los ojos. Confundida y aletargada, pero viva.

Cuando el segundo relincho se dejó escuchar Jaime ya había salido de entre las pieles con que se arroparon y se vestía precipitadamente. Por un momento creyó estar soñando. Su caballo, el mismo que había huido el día anterior estaba a unos cuantos pasos de distancia. Nevaba ligeramente y aunque la capa de nieve era espesa pudo ver a lo lejos tres figuras humanas cubiertas totalmente en pieles que perseguían su caballo tratando de capturarlo.

Resultaron ser comerciantes que, llevando mercancía al muro, quedaron también atrapados por la tormenta cerca de ese lugar. Cuando el clima mejoró y pudieron continuar su viaje se toparon con el caballo y se desviaron de su camino tratando de capturarlo.

Después de todo, quizás los dioses les habían concedido algo más que una pequeña cueva y unos cuantos maderos.

Fueron los mismos comerciantes quienes se ofrecieron a llevarlos hasta la villa más cercana y también les dieron la información que buscaban, Sansa no estaba en el muro, pero se rumoraba que la hermana pequeña de Lord Nieve estaba viva y en algún lugar cercano.

Aquella noche, en la pequeña villa donde lograron alojarse, hablaron sobre el sitio exacto donde deberían seguir la búsqueda, hablaron sobre la suerte que habían tenido, hablaron sobre lo mala que era la comida, del invierno tan crudo, bromearon sobre la poca higiene de la posadera… hablaron de todo, menos de lo que había sucedido entre ellos.

Con el correr de los días tampoco mostraron interés en saber porque siguió sucediendo. Quizás fue simplemente que la experiencia resultó lo suficientemente placentera como para no desear repetirla. Quizás fue la certeza de que en cualquier momento volverían a enfrentarse a la muerte y era mejor tener algo bueno a que aferrarse. Tal vez era que, después de todo, el daño estaba hecho y lo mismo daba ya pecar una vez que cien.

En ocasiones, Jaime no podía evitar comparar a las dos únicas mujeres que habían compartido su lecho. No podían ser más dispares. El día y la noche. Cersei era el epítome de la gracia y la belleza, una de las mujeres más deseadas de poniente incluso después de su humillante caída. A Brienne, en cambio, nadie la voltearía a ver una segunda vez sin un motivo poderoso.

Irónicamente, entre las sábanas Cersei se convertía en una fiera guerrera que no admitía derrota ni cedía terreno mientras Brienne, al más leve toque de su mano se transformaba en una verdadera reina que sabía exactamente cuándo ceder y cuando exigir; toda una reina hasta que llegaba el momento de ponerse nuevamente la armadura y volvía ser la moza brusca y salvaje de siempre.

Pero incluso esa moza salvaje —pensó Jaime— debió sentir algo al ver al hombre con el que estaba involucrada sacar a una mujer medio desnuda de su habitación.

Era esa indiferencia la que estaba haciendo a Jaime Lannister perder los estribos por primera vez en su vida.